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Francis Wolff - 50 razones para defender la corrida de toros

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Francis Wolff 50 razones para defender la corrida de toros
  • Libro:
    50 razones para defender la corrida de toros
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2010
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50 razones para defender la corrida de toros: resumen, descripción y anotación

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Francis Wolff es un filósofo francés que imparte clases como catedrático en la - photo 1

Francis Wolff es un filósofo francés que imparte clases como catedrático en la Escuela Normal Superior de la Universidad de París, y también en las universidades de París-X-Nanterre, Reims y Sao Paulo (Brasil) y, recientemente, en Oxford. Entre sus obras: Sócrates (1994), Aristóteles y la política (1997), El ser; el hombre, el discípulo (2000), Decir el mundo (2004) y Filosofía de las corridas de toros (2007). Gracias a este último libro, ofreció un memorable pregón taurino de la Feria de Abril de Sevilla y se lanzó a una campaña en defensa de las corridas de toros de la que es fruto este breve pero intenso y profundo libro que ha sentado las bases para posteriores defensas del mundo taurino.

Introducción:
Sensibilidades

Solo hay un argumento contra las corridas de toros y no es verdaderamente un argumento. Se llama sensibilidad. Algunos pueden no soportar ver (o incluso imaginar) a un animal herido o muriendo. Este sentimiento es perfectamente respetable. Y no cabe duda de que la mayor parte de los que se oponen a las corridas de toros son seres sensibles que sufren verdaderamente cuando imaginan al toro sufriendo. El aficionado tiene que admitirlo: mucha gente se conmueve, e incluso algunos se indignan con la idea de las corridas de toros. El sentimiento de compasión es una de las características de la humanidad y una de las fuentes de la moralidad. Pero los adversarios de las corridas de toros tienen que saber que los aficionados compartimos ese sentimiento. Sin duda, esto es algo difícil de creer por todos aquellos que piensan sinceramente que asistir a la muerte pública de un animal (un aspecto esencial de las corridas de toros) solo pueden hacerlo gentes crueles, sin piedad, sin corazón. Ahí radica su irritación, su arrebato, su animadversión a las corridas de toros. Es difícil de creer y sin embargo es absolutamente cierto: el aficionado no experimenta ningún placer con el sufrimiento de los animales. Ninguno soportaría hacer sufrir, o incluso ver hacer sufrir, a un gato, a un perro, a un caballo ni a cualquier otra bestia. El aficionado tiene que respetar la sensibilidad de todos y no imponer sus gustos ni su propia sensibilidad. Pero el antitaurino debe admitir también, a cambio, la sinceridad del aficionado, tan humano, tan poco cruel, tan capaz de sentir piedad como él mismo. Es difícil comprender la postura del otro, pero hay que reconocer que, en cierto sentido, el aficionado tiene las apariencias en contra. Por eso su posición necesita una explicación.

La sensibilidad no es un argumento y sin embargo es la razón más fuerte que se puede oponer contra las corridas de toros. El problema consiste en saber si es suficiente: ¿la sensibilidad de unos puede bastar para condenar la sensibilidad de otros? ¿Permite explicar el sentido de las corridas de toros y la razón por la que son una fuente esencial de valores humanos? ¿Puede bastar para exigir su prohibición?

El autor de estas líneas garantiza que nunca ha podido soportar el espectáculo del pez atrapado en el anzuelo del pescador de caña —lo que efectivamente es una cuestión de sensibilidad—. Pero nunca se le ha pasado por la cabeza condenar la pesca con caña ni tampoco tratar al pobre pescador de «sádico» y aún menos exigir a las autoridades públicas la prohibición de su inocente ocio, que ofrece probablemente grandes placeres a los amantes de esa actividad. (Sin embargo, se «sabe» perfectamente que los peces heridos «sufren» agonizando lentamente en el cubo, e indudablemente más que el toro que pelea. Pues bien… La fiesta de los toros suscita en los detractores más motivos de indignación y, sobre todo, muchos más fantasmas insoportables que el eventual sufrimiento objetivo del animal). Tenemos también algunas razones para pensar que la pesca deportiva con caña ni tiene el mismo arraigo antropológico ni es portadora de valores éticos y estéticos tan universales como la fiesta taurina.

Una cosa es extraer las consecuencias personales de la propia sensibilidad (por eso, yo no voy de pesca) y otra muy distinta es hacer de dicha sensibilidad un estándar absoluto y considerar sus propias convicciones como el criterio de verdad. Esa es la definición de la intolerancia. Cada cual es libre de convertirse al vegetarianismo, o incluso a la vida «vegana»: nadie prohíbe a nadie abrazar ese modo de vida y las creencias que lo acompañan. Pero otra cosa es querer prohibir el consumo de carne y de pescado, incluso de leche, de lana, de cuero, de miel y de «todo lo que proviene de la explotación de los animales». De igual manera una cosa es prohibirse a sí mismo ir a las plazas de toros y otra muy distinta es ¡querer prohibir el acceso a los demás!

De igual manera que el aficionado no debería hacer proselitismo o intentar exportar la fiesta de los toros fuera de sus zonas tradicionales, el antitaurino no debería hacer demostración de intolerancia intentando prohibir las corridas de toros allá donde están vivas. Por lo que en estas páginas solo pediremos al lector, sea el que sea, dos cosas: escuchar las sensibilidades y respetar los argumentos.

Es evidente que la mayoría de la población de los países o regiones concernidas (España, Francia, Portugal y América latina) no es ni aficionada ni antitaurina. Es globalmente indiferente y estima que hay otras causas que defender antes que la de la fiesta taurina (la gente tiene generalmente otras pasiones) o la del bienestar de los toros de lidia (ya hay bastantes desgracias en la tierra). En ese sentido, los toros ocupan uno de los últimos lugares en la lista de las preocupaciones de los militantes serios de la causa animal cuando los comparan con la ganadería industrial, el tráfico internacional de animales, ciertas condiciones de transporte y de experimentación animal… Entre los pocos que conocen la fiesta, aunque sea superficialmente, muchos de ellos estiman que los (supuestos) maltratos achacables a las corridas no tienen parangón con las verdaderas urgencias y los verdaderos escándalos de la causa animal. Este no es el lugar donde establecer la lista. Incluso algunos teóricos serios de esta causa confiesan, eso sí, con la boca pequeña, que las corridas de toros no son más «perjudiciales» para los toros que las carreras hípicas para los caballos. (Por los mismos motivos, ¿se prohibirían las carreras de caballos? ¿Qué quedaría entonces del último vínculo entre el hombre y el caballo?).

La desgracia es que en la actualidad prolifera una cierta moda oportunista, vagamente naturalista, vagamente compasiva, vagamente «verde», vagamente «victimista» y sobre todo completamente ignorante tanto de la naturaleza animal como de la realidad de las corridas de toros. Esta coyuntura suscita simpatía con cualquier causa animal de manera tan espontánea como irreflexiva y por tanto despierta la antipatía inmediata contra la fiesta de los toros. Así, para un gran número de personas, ¿no es cierto que las corridas de toros son ese espectáculo bárbaro donde se matan en público pobres animalitos? Entonces, para garantizar el éxito de las campañas antitaurinas, basta con que unos cuantos militantes exaltados recurran a algunas imágenes impactantes de la televisión, a algún eslogan («¡tortura!») y a alguna injuria («¡sádicos!») simplistas.

En el fondo, lo más sorprendente es la pasión absolutamente desenfrenada que suscitan las corridas de toros y que está en total desproporción con lo que suponen. Incluso aceptando las acusaciones más graves y más falsas de sus detractores (justamente lo que intentaremos refutar en las páginas siguientes) se debería imparcialmente convenir que el pretendido mal causado a los animales (durante unos pocos minutos a unas pocas bestias que han vivido previamente de manera tranquila y libre durante cuatro años) es incomparable con las condiciones de «vida» (si es que podemos llamar a eso vida) de la mayoría de animales que se crían para el consumo humano, y que apenas suscitan alguna puntual reprobación y nunca potentes movimientos de indignación o de rechazo. (Y no hablaremos de todos los sufrimientos, aflicciones, penas, frustraciones, calamidades, carencias, privaciones, miserias, desgracias de todo género que afectan a los hombres del mundo que son

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