José Miguel Monzón Navarro - La furia y los colores
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- Libro:La furia y los colores
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2019
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La furia y los colores: resumen, descripción y anotación
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Para Irene.
Para mis hijos, desde aquel tiempo en el que era como ellos, ahora que quiero seguir siéndolo.
Para todos los que huyeron de aquel régimen infame de represión, crueldad y furia, y se inventaron un mundo paralelo donde refugiarse, un espacio de amistad, solidaridad y amor. Un mundo de colores.
Los bares
Cuando los estudiantes abandonaban las facultades después de las clases, al entrar en la ciudad, también se dividían en diferentes bares para tomar las cañas. Los pijos iban más a la zona de Argüelles, por la calle Princesa, mientras que los progres se adentraban por las estrechas calles del barrio de la Moncloa antes de partir a sus respectivos destinos.
Se daba la circunstancia de que, en los bares donde paraban los rojos, los dueños también lo eran. De otra manera, el chivatazo a la policía estaba garantizado. Las cañas, algunos días, podían durar horas y prolongarse toda la tarde.
En los primeros años setenta los bares eran el único refugio de los adultos.
Los más jóvenes y los niños, no tenían alternativa alguna, se pasaban el día en la calle, siempre que no lloviera, porque los pisos eran pequeños y la prole numerosa. No se cabía en las casas. Ni siquiera había espacios deportivos, campos de fútbol o de baloncesto en los que jugar.
Cuando iban teniendo algo de edad, el único refugio del frío lo aportaban los billares, lugares poco recomendables para los niños, pero que colmaban sus ansias de aprendizaje callejero, ya que allí se concentraba lo más granado de la sociedad. Macarras y delincuentes constituían la fauna habitual. Los niños pululaban por allí mirando las partidas de las máquinas, billar, o de ping-pong, con una discreción que ahora brilla por su ausencia.
Las conocidas con el término genérico de «máquinas» eran las que en otros sitios llamaban «del millón» y más tarde «pinball», término con el que se las conoce en Inglaterra. También se las llamaba «flipper», porque así se denominan las paletas con las que se atizaba a la bola al accionar los botones laterales. Causaron furor en los años sesenta.
Pete Townsed, el músico inglés líder y compositor de The Who, compuso la que está considerada como la primera ópera rock, Tommy, teniendo como base estas máquinas. Según reza la historia, Tommy, sordo, ciego y mudo, solo tiene contacto con el exterior a través de las máquinas de pinball de las que se convierte en un jugador imbatible: The pinball wizard, el mago del pinball. Nadie entiende cómo se comunica con ellas, como en su día nadie entendía que algunos jóvenes pudieran pasar horas y horas enganchados a ese juego. El mecanismo parece simple, pero la precisión que alcanzaban los llamados «jugones» les permitía estar mucho tiempo con una sola partida, ya que sabían exactamente el momento en el que dar a la bola con los flippers para que volviera a caer lejos del orificio por el que se colaba de forma irreversible.
Cuando había un maestro en esta especialidad, los chavales se arremolinaban alrededor de la máquina como si estuvieran viendo a un astro del fútbol. Los más pequeños se situaban en primera fila, callados, una característica de los niños de entonces que ha cambiado. No solo estaban callados, tampoco lloraban. Una cosa curiosa de la época era que, si un niño se caía, intentaba evitar que se enterara su madre porque, en tal caso, le daría dos cachetes. Se supone que para que aprendiera a no caerse, como si el suelo fuera un lugar confortable al que uno recurre de forma voluntaria, o para que anduviera con más cuidado. El caso es que, lejos de la actitud actual, en la que los niños al caerse corren por el parque al encuentro de su madre para proferir allí un alarido, entonces lo normal era ver a un niño agarrándose la rodilla y apretando con fuerza los dientes, resoplando para evitar el grito. Aprendían a reprimir el dolor porque el llanto no era rentable, más bien lo contrario.
En los billares la cosa no cambiaba: si abrían la boca delante de los mayores era fácil que recuperaran el silencio con una galleta que llovía sin previo aviso. En general, no corrían peligro, en tanto que no eran el objetivo de los pandilleros. Esto les permitía ser testigos de hechos asombrosos, como cuando alguien introducía un alambre por la ranura de las monedas y se tiraba la tarde jugando por la cara, o valiéndose de una ganzúa conseguía abrir el cajetín de la máquina para sacar el dinero acumulado. En ese caso, siempre un suceso fortuito, uno debía hacer como que no había visto nada y retirarse sigilosamente. Bajo ningún concepto podía quedarse mirando lo que ocurría y mucho menos chivarse.
Un personaje fundamental de los billares era «el jefe». Así se le llamaba en todos los billares de Madrid. Era la máxima autoridad del local. Cubriendo el abdomen, a modo de cobrador de autobús, portaba un dispositivo de cuero donde llevaba las monedas, ya que una de sus funciones era proveer de cambio a los usuarios. En aquel ambiente, rara vez se tenía un billete. «¡Jefe, cambio!», se gritaba desde la posición donde uno se encontrara jugando para no perder el turno de la máquina o del futbolín. Las mesas de billar, así como las de ping-pong, estaban regidas por un reloj aplicado a la pared que marcaba las pesetas consumidas.
Cuando había una partida de billar interesante, el personal, como en las máquinas, se acumulaba en torno a la mesa para seguir con atención las diferentes jugadas. Esa era la escuela de billar. Los niños pasaban años mirando hasta tener la estatura y el presupuesto necesarios para echar una partida. Entonces las mesas eran exclusivamente de billar francés y se jugaba con tres bolas. Se adquiría la técnica intentando adivinar la jugada, el golpe para conseguir la carambola, en un cálculo geométrico visual. También era importante pillar la técnica del «taco», de cara a proporcionar a la bola el efecto preciso. Se aprendía observando horas y horas. No había posibilidad de practicar.
Probablemente el cargo de «jefe» de los billares era de los más estresantes y arriesgados del espectro laboral, aunque a los niños se les antojaba como una antesala del paraíso, pues podía jugar a todo lo que quisiera sin soltar un duro. Tenían que bregar con un personal de alto riesgo, incluso en los barrios de poder adquisitivo medio. Como decía, en los billares se concentraba lo mejor de cada familia.
En cualquier momento se iniciaba una pelea, pero, en cuanto se agitaba el ambiente, los niños salían disparados por la puerta a una velocidad solo justificable por la explosión de adrenalina que provocaban las vibraciones de violencia previas, que a los infantes se les antojaban como antesala de una muerte segura.
El autor de este libro, con unos nueve años, siempre se detenía a la vuelta del instituto Ramiro de Maeztu en unos billares que había en la calle Gabriel Lobo, donde solía coger unos impresos de quinielas, por esa afición que tienen los niños a los folletos de toda índole, que algunos no abandonan en toda su vida, y ya jubilados salen de FITUR (Feria Internacional del Turismo) con inmensas bolsas de folletos de cruceros y agencias de viajes que jamás van a consultar. En aquellos billares fui testigo de cómo durante una partida uno de los contendientes le arreaba al otro con el taco en la cabeza con todas sus fuerzas. Corrí como si llevara una mecha en el culo hasta llegar a casa. Podía haberme detenido por el camino, pero no me funcionaban los frenos, no podía parar. Hasta que entré en el piso después de llamar de forma insistente, no pude recuperar el aliento que había dejado en el camino. Solo al entrar en la madriguera desapareció esa sensación de alma perseguida por el diablo. De la que se lio después no tuve constancia, pero al jugador que se llevó el palo lo volví a ver con un apósito en medio de la cabeza que, sin duda, tapaba los puntos de sutura.
A partir de los dieciocho o diecinueve años se entraba en los bares, de los que ya no se volvería a salir. Ahora, con la nueva tendencia a cultivar la salud, el personal encuentra otros espacios, pero en aquel tiempo no había lugar para los abstemios.
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