Michele Dansel - Nuestras hermanas las ratas
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- Libro:Nuestras hermanas las ratas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1979
- Índice:3 / 5
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Nuestras hermanas las ratas: resumen, descripción y anotación
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Nuestras hermanas las ratas — leer online gratis el libro completo
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La rata no descendió a este planeta por descuido, y su historia linda tan íntimamente con la del hombre que entre estos dos hermanos enemigos se dan zonas de sombra y de luz cuya pertenencia podría reivindicar cualquiera de ellos.
Animal mítico que jalona algunos itinerarios espirituales, comensal obstinado, agarrado a nuestras faldas desde siempre, arquetipo de la miseria y de las grandes plagas, inspirador de múltiples obras esculturales, pictóricas, literarias y cinematográficas bienhechor de la humanidad al servicio de la investigación médica, la rata, cargada de los símbolos más contradictorios, sigue siendo una gran desconocida, una acusada permanente, un exutorio en el que cristalizamos todos nuestros malos pensamientos.
Se trata, sin duda, de una criatura chthoniana, pero cuya ambivalencia se desenvuelve y se inserta tanto en el reino de las tinieblas como en el de la luz. Esta es, ante todo, una de las razones por las que ya es hora de exhumar a la rata de la tradición pesimista que pesa sobre ella y de incorporarle a una geografía solar hacia la que convergen todos los caminos del conocimiento.
En realidad, ningún otro animal de la creación nos es más cercano, tanto al nivel de sus prodigiosas facultades de adaptación, de su proximidad física en el medio ambiente de cualquier hombre del planeta, como en el plano de la inteligencia, de la psicología y de la vida social.
Muy a menudo ignoramos el lugar privilegiado que ocupaba la rata en otras civilizaciones. Y cuando sorprendemos a este roedor en el frontón de alguna de nuestras iglesias y de nuestras catedrales, nada nos autoriza a ver en él a un mensajero de los infiernos. Por lo tanto, bajo el signo de esta yuxtaposición de lo infernal y lo divino, de lo de abajo y de lo de arriba, de lo maléfico y de lo benéfico, debemos aprehender la verdad múltiple de la rata, ese Jano que, en la actualidad, ocupa un importante lugar en el templo de la ciencia.
En esta obra, no he pretendido convertir a mi lector a una visión ratocrática de las cosas. Más bien he procurado rescatar la rata de los distintos sectores del pensamiento y de la actividad humana, con el fin de proponer pistas que contribuirán, espero, si no a rehabilitar un animal maldito, por lo menos a fomentar la comprensión hacia el ciudadano gaspard por el que no soy el en sentir admiración y simpatía.
La sociedad de las ratas es el calco de la sociedad de los hombres, por eso, en muchas ocasiones, he utilizado a nuestro homólogo de las sombras como soporte, como revelador, como recurso dialéctico, como correa de transmisión para mejor circunscribir a nuestra humanidad de oficio.
Para agradecerle, querido lector, la atención que dispensará a estas páginas, permita que le tienda una pata raternal bajo el signo de la divisa del pueblo de las ratas: Libertad - Igualdad - Raternidad.
Ratocráticamente suyo,
M. D.
Dedico muy especialmente estas páginas al Presidente de la República de las ratas grises y al Embajador de las ratas negras.
Una infancia campestre me enseñó la alfalfa, el pipirigallo, la capuchina, la amapola, el enramado de los guisantes trepadores, las raspaduras de la rastra en los campos arcillosos, así como algunos rústicos modales.
Valliéres, pueblo de la Champagne húmeda, no lejos de Chaource, coloniza mi memoria, abigarrada de arcoiris que coronaban los trigales, para dejar sitio a la gama de los olores cuando las babosas y los caracoles exhibían sus pectorales.
Mis padres, que no eran campesinos, habían aprendido en los libros el arte de tallar el escaramujo. Llegados de París dos años antes de que yo naciera, no hablaban la jerga de la gente del pueblo, y tampoco bebían aguardiente en el desayuno. Los muchachos del pueblo, Robert Isambert a la cabeza, me consideraban pues como un chico de la ciudad, por lo que me gratificaban con gestos y muecas que acompañaban con un estribillo endiabladamente burlón:
«Parisién, téte de chien,
Parigot, téte de veau.»
Mi bestiario estaba poblado de doríforas, cernícalos, cuervos, saltamontes, abejorros y toda la gama de animales domésticos con los que se suele convivir en nuestros campos.
Quizás haya abandonado en algún recodo de mi memoria alguna vivencia, sin embargo por muy lejos que remonte en el tiempo la rata no fue nunca prioritaria en aquella fauna del Aube. Por el contrario, me acuerdo de las golondrinas erguidas en los hilos telegráficos cuando el cielo se ponía color antracita y cuando volvían de los campos las carretas y los carros cuyos caballos, azotados y picados por los tábanos, los arrastraban con más vigor que de costumbre.
Conocí pronto a los ratones. Inquilinos discretos, melómanos noctámbulos, se paseaban por el piano de mi madre, y, muchas veces, me dormía arrastrado al sueño por intensos ruidos de roeduras enriquecidos de algún que otro sutil armónico.
A veces, por la mañana, a la pálida luz del día que se filtraba por las ranuras de las persianas, descubría, en un rincón de la habitación, una ratonera cuyo mortal resorte había atrapado a uno de esos pequeños imprudentes que estiraba hacia mí su hocico sanguinolento y sus ojos saltones, exorbitados y fijos como si entrevieran el paraíso de los múridos.
Ya mayorcito, habiendo ya superado los ataques de tosferina y las comezones de la varicela, me entregaba a un juego al que, si bien recuerdo, nadie vio dedicarme y por el que revelé un auténtico talento. Al igual que un felino, me estiraba en el embaldosado, inmóvil, listo para saltar, el brazo algo estirado, los dedos separados y ligeramente curvados hacia la palma con el fin de formar un arco circular con la mano. Así, frente a un agujero frecuentado por ratones, me instalaba en determinados momentos del día que correspondían a las horas de paso. Mi júbilo, cuando veía asomar la cabeza de un ratón, era sólo comparable al de una rata en un gruyere. Tras unos segundos de vacilación, éste se lanzaba hacia la habitación. Entonces, mi pata de niño-gato se abatía sobre él, inmovilizándolo en el suelo. Esos ejercicios de paciencia, de habilidad y de precisión me sirvieron de entreno para, más tarde, jugar a la petanca en calidad de lanzador. Luego, acariciaba al pequeño malicioso y corría al jardín con el fin de devolverle la libertad. Jamás martiricé a ningún ratón que cayera en mis manos de supuesto cazador. Pero, cuando cogía a uno mientras mi madre charlaba con otros adultos, me acercaba a ella y le decía: «Toma, mamá, tengo algo para ti». Sin siquiera girar la cabeza, con un gesto automático, me tendía la mano: aprovechaba para deslizar en ella a mi prisionero. Entonces, mi madre, sobrecogida por la más desagradable de las sorpresas, brincaba dando gritos de terror traumatizantes para el pequeño roedor. Eso me divertía mucho.
* * *
En la buhardilla de mis primeros recuerdos roen y corretean colonias de ratones. Estrechamente vinculados a mis juegos, sentía por ellos una amistad que los adultos no compartían. A veces orquestas de mis sueños, a veces juguetes vivientes, a veces bailarines para satisfacer mi curiosidad, esbozaron en mí los primeros rasgos de una ferviente ratofilia. Escuchándolos, aprendí a emitir sus mismos sonidos sin por ello lograr penetrar en los misterios de sus conversaciones.
En cuanto a las ratas, ausentes de mi entorno cotidiano, me parecieron de entrada animales legendarios y librescos, al igual que los cocodrilos, los osos o los elefantes.
La casa de Valliéres, situada en el flanco inferior de la carretera que serpentea de Troyes a Tonnerre, entre la finca de los Gautherot y la de los Brugger, con un campo y un vergel rodeados por las tierras de los Royer, de los Lamoline, de los Baroin y el extenso prado ligeramente curvado de los granjeros que nos vendían leche y huevos, tenía un hangar en el que se me prohibía jugar, al menos en la zona ocupada por un montículo de miraguano proveniente de los asientos de un coche viejo.
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