Marisa Maverick - Los Wadlow II: ¿Atracción, amor... o gratitud? (Spanish Edition)

S AGA L OS W ADLOW II

L OS W ADLOW

¿Atracción, amor…

o gratitud?

L OS W ADLOW

¿Atracción, amor… o gratitud?

Marisa Maverick

Los nombres, hechos y lugares que aparecen en esta obra son totalmente ficticios.

Cualquier parecido con la realidad es producto de la casualidad.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro, ya sea por fotocopia o cualquier medio electrónico. Grabaciones o cualquier otro método sin el permiso previo del autor. De lo contrario, se estará cometiendo una infracción que puede ser constituida como delito.

©Diseño de cubierta: China Yanly

©Diseño de sello: Alexia Jorques

Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual con fecha 19 de octubre de 2017, Cádiz (España)

Resgistrado en Safe Creative: nº 1710093886588

Primera edición: octubre 2017

©Todos los derechos reservados

©Marisa Maverick, 2017

www. marisamaverick. wordpress. com

Gracias, lector, por hacer que mi vida

no se quedara estancada entre unas líneas.

Por rescatarme de aquellas páginas,

en las que mi hermano encontró el amor.

Por ofrecerme la oportunidad de vivir.

Mira lo que tu magia ha hecho…

Johan Wadlow

Prólogo

Entró en la aséptica habitación y miró con preocupación a su paciente, dejándose caer en la fría e incómoda silla que había junto a la cama.

Apoyó los codos en los muslos, se masajeó las sienes y enterró la cara entre sus manos. Se sentía… «No, estoy que no puedo ni respirar con profundidad. Esto es…».

Adam Wadlow, cirujano cardiovascular en el Northwestern Memorial Hospital y el mejor en su especialidad, tanto en Chicago como en el resto del estado, acababa de llevar a cabo la operación más difícil de su vida. La más complicada; la más peligrosa por cómo se encontraba el hombre que yacía dormido; definitivamente: la más dura.

Se observó las manos, un ligero temblor se había adueñado de ellas negándose a abandonarlas. No así en el quirófano, en el que se mostraron tan diestras y hábiles como siempre. Sin titubeos, decididas; igual que también lo estuvo su mente: rápida y ágil. Y no solo él, su equipo de trabajo lo rodeaba y apoyaba; eficientes, como era su tónica habitual; conocedores de que del éxito de la intervención dependía no solo esa vida, sino otras más allá de la del afectado. Sí, literalmente, vidas que nunca volverían a ser las mismas si…

«Mierda, no. Eso no va a pasar de ninguna de las maneras», se amonestó mentalmente por tan lúgubre pensamiento. Se incorporó, examinó la pantalla del monitor que marcaba el ritmo cardíaco, satisfecho con que las constantes vitales estuvieran bien, y dio unos pasos hasta la ventana, que ofrecía una vista de la parte trasera del hospital.

La noche se había echado sobre la ciudad. Apenas le llegaban sonidos del exterior, pareciera que todo se hubiese confabulado para iniciar una espera larga y desesperante, y el mundo se hubiera detenido, también a la expectativa.

Cuando salió del quirófano se dirigió rápidamente a hablar con la familia. Ante ese recuerdo frunció el ceño y descansó la frente en el cristal. Un nudo se le formó en la garganta, ver la angustia en sus rostros, las lágrimas incontenibles… El desasosiego de no saber cómo evolucionaría…

Un sollozo profundo empezó a agitar sus hombros.

«¿Pero cómo ha podido pasar esto? ¡¿Cómo es posible? ! ¡¿De dónde salió…? ! ¡¿Por qué? ! ».

Ni tiempo tuvo para pensar en la situación en la que se encontraban. Desde el momento que recibió la trágica llamada, todo fueron carreras y toma de decisiones. Su faceta médica se impuso a la personal; la gravedad era tan extrema que cualquier otra consideración, pregunta, duda… quedó fuera de lugar. Esa vida estaba en sus manos y por todos los dioses que iba a luchar por ella. Como así lo había hecho. Sus años de estudio, su experiencia, todo… al servicio de esa existencia que no se iba a dejar arrebatar. Así viniera la mismísima Parca a reclamarla. Además, él era el único cirujano disponible en ese momento, por lo que no hubo más consideraciones a tener en cuenta.

Giró la cabeza a la derecha, le había parecido ver un leve movimiento. No, seguía igual. Miró el reloj de pared, no creía que tardara mucho en despertar de la anestesia. Muchos pacientes no tenían una buena reacción posoperatoria: frío, confusión… Por eso, él quería vigilarlo personalmente.

Cuando tuvo que salir a hablar con la familia… Por un instante pensó en pedirle a un colega que hiciera esa labor; todo era tan traumático. Pero solo fue un momento de debilidad, esa no era una actitud digna de él; así que con paso rápido y decidido se encaminó a la sala donde esperaban.

La conversación con ellos fue muy escueta: aunque su organismo respondió bien a la intervención, no por ello estaba exento de posibles complicaciones. Las siguientes veinticuatro horas serían vitales. Pero, de momento, hasta que no estuviera despierto, siguiera estable y saliera de la unidad de cuidados intensivos, las visitas serían solo en el horario establecido por el centro. Reconocía que sus palabras fueron excesivamente profesionales, demasiados términos médicos; cual robot recitando un saludo de cortesía… Pero no pudo evitarlo.

«¿Cómo se puede dejar el corazón a un lado? ».

Se masajeó la nuca antes de volver a sentarse en la silla. Exhaló un suspiro y estiró las piernas. A su mente vino el rostro de su esposa, de su muy amada esposa. Aún no hacía un año que se conocían, ¡y por cuánto habían pasado…! Eso sí, siempre juntos. Resopló; alguna discusión por malos entendidos… «Bueno, más de una, seamos sinceros. Pero las reconciliaciones son de órdago», pensó con una sonrisa traviesa.

Le gustaba tomarle el pelo y aunque al principio ella enseguida se molestaba, ya no era así. Las tornas se habían vuelto y ahora él encajaba sus bromas. No cabía duda, la vida les sonreía y era generosa con ellos, «muy generosa», se dijo mientras acariciaba con las yemas de los dedos el bolsillo inferior derecho de su bata blanca.

Un leve quejido lo sacó de su ensoñación. Se levantó raudo y le tomó la muñeca para comprobar el pulso. Era algo que hacía siempre, de forma inconsciente, a pesar de que el monitor le mostraba lo que él palpaba. Las pulsaciones estaban aceleradas, no mucho, pero no le gustaba.

Cogió su pequeña linterna y, levantándole los párpados, comprobó la reacción de sus pupilas.

—Bien —afirmó en un susurro.

Le tocó la frente: un poco fría. El torso: igual. Tiró de la ligera manta, que estaba doblada a los pies de la cama, y le cubrió con ella. No era anormal que su temperatura corporal hubiese bajado un poco. Así que, después de comprobar que el suero caía con regularidad, junto con el antibiótico, retrocedió y giró la silla para tomar asiento.

No llegó a hacerlo.

Un pitido corto, agudo e insistente disparó todas las alarmas. De un manotazo en la pared encendió la luz y miró el aparato que no callaba. La atmósfera de la habitación cambió radicalmente y un frío extremo, llamado miedo, le recorrió las entrañas.

—¡No, no! —casi gritó.

Inmediatamente empezó a efectuar un masaje cardíaco. Las pulsaciones habían disminuido hasta un punto casi inexistente. La temida y odiada línea plana, continua y… mortal, se sucedía en la pantalla de forma ininterrumpida, desafiándolo a él y a sus abnegados esfuerzos.

La puerta de la habitación se abrió de forma abrupta, dando paso a una enfermera y al médico de turno.

—¡Paro cardiorrespiratorio! —informó sin detener su maniobra de reanimación, constante, firme—. Desfibrilador, ¡ya!

El protocolo que se usaba en estos casos se puso en marcha. No hacía falta hablar nada. Cada uno conocía a la perfección cuál era su labor.