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William Ospina - Colombia, donde el verde es de todos los colores

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William Ospina Colombia, donde el verde es de todos los colores
  • Libro:
    Colombia, donde el verde es de todos los colores
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Colombia, donde el verde es de todos los colores: resumen, descripción y anotación

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WILLIAM OSPINA Padua Tolima 1954 Estudió Derecho en la Universidad de - photo 1

WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima, 1954). Estudió Derecho en la Universidad de Santiago de Cali y Literatura Francesa en la Universidad de Nanterre (Francia). Es miembro fundador de la revista Número. Ganó el Premio Nacional de Poesía Colcultura en 1992 con El país del viento. Algunos de sus libros de poemas son: Hilo de arena (1986), La Luna del Dragón (1992), y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua? (1995). Dentro de sus libros de ensayo más reconocidos están: Es tarde para el hombre (1994), Esos extraños prófugos de Occidente (1994), Los dones y los méritos (1995) y Un álgebra embrujada (1995). En 2005 publicó Ursúa, su primera novela, El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015).

En su poema “Morada al Sur”, Aurelio Arturo escribió que Colombia es el país “donde el verde es de todos los colores”. Ávido por afinar los matices de la percepción para descubrir la apariencia de su valle natal en el sur, donde los minifundios cultivados muestran cada uno un verde distinto, el poeta estaba también sugiriendo la clave del destino de uno de los países más diversos del mundo.

Lo que hoy llamamos Colombia (porque hubo otras Colombias en el pasado y a lo mejor habrá otras distintas en el futuro) es un desafío para quienes piensan que una nación se define por su unidad. Toda América comparte ese desafío, pero México tiene un perfil indígena milenario, Argentina un asombrado perfil europeo, el Caribe y el Brasil un perfil africano, el rostro sonriente de la mulatería. La mayor parte de los países saben en lo esencial quiénes son, saben a qué tradición pertenecen; en cambio, en los últimos tiempos, el destino de Colombia ha sido secretamente envidiar a los que tienen conciencia clara de su origen y en esa medida una idea clara de su destino. No es extraño por ello que el país se debata, a comienzos del siglo XXI, en una desesperada búsqueda de su rostro futuro, y que en un mundo que ha alcanzado considerables progresos en tantos campos distintos, Colombia parezca demorarse en el umbral de las cosmogonías bárbaras, fascinada consigo misma pero incapaz de comprenderse, trenzada en una curiosa lucha de todos contra todos, que siendo tan destructiva en el campo de la guerra, abarca muchos otros campos, y se manifiesta también como un tenso despliegue de fuerzas creadoras y una excesiva competencia entre todos sus componentes.

Se diría que en Colombia, siquiera metafóricamente, también lo humano es de todos los colores, y ningún elemento parece dispuesto a subordinarse a los otros. Esto ya se hizo perceptible a lo largo de la historia, y no deja de ser significativo que Colombia haya sido el país de la América mestiza que no ha marchado con entusiasmo a la zaga de los dictadores. Tuvo por breve tiempo dictadores, pero todo asomo de dictadura se vio contrariado por la enérgica reacción de algún sector de la sociedad, y uno de los momentos más dramáticos de nuestra historia fue precisamente la llamada “nefanda noche de septiembre”, cuando algunos de los hombres que más lo admiraban entraron con puñales a la casa del Libertador Simón Bolívar, quien se proponía asumir funciones dictatoriales para responder a los desórdenes del momento. La conjura fracasó porque, ayudado por Manuela Sáenz, Bolívar logró saltar por la ventana para refugiarse en las cercanas sombras del río San Francisco, donde hoy está la avenida Jiménez de Quesada; casi todos los conjurados perdieron la vida, algunos por fusilamiento y otros por su propio sentimiento de culpa, pero el hecho dejó manifiesta una actitud que se repetiría muchas veces.

Podemos incluso advertir que esa actitud no llegó con la independencia. En tiempos de la conquista española, el joven, valiente y cruel Pedro de Ursúa, tratando de ganar méritos ante su tío el gobernador Miguel Díaz de Armendáriz, a fin de obtener licencia para ir en busca del fabuloso tesoro de Tisquesusa, libró cuatro guerras salvajes: una en el sur contra los panches, en el país de montañas azules de Neiva; otra en el este contra los muzos, en el país de las esmeraldas; otra en el noreste contra los chitareros, detrás de los cañones resecos del Chicamocha, y otra en el norte contra los taironas, en la serranía de ciudades de piedra y de nieves eternas que se alza junto al mar Caribe, y en todas ellas dio muestras de un valor inaudito y de una ferocidad de tigre. Pero al volver a Santafé para reclamar su recompensa, descubrió que su tío, el gobernador, ya había sido destituido y que contra él mismo había una orden de detención por sus crueldades con los indios. Ursúa, poco antes el varón más poderoso del reino, huyó como un bandido por un río de caimanes, el río grande de la Magdalena, hacia el norte, se embarcó rumbo a Panamá, donde libró una guerra cruel contra los cimarrones, y de allí viajó a Perú, donde intentaría la desesperada conquista de la selva de las Amazonas, para morir casi enseguida a manos de Lope de Aguirre.

Algún eco de esas guerras antiguas perdura en los conflictos actuales de Colombia y no nos prueba que el destino del país sea necesariamente la violencia, sino que nuestros males son antiguos. Uno de ellos es la debilidad que permite que cada riqueza del país engendre una guerra, por la dificultad de aglutinar a la sociedad para proteger esas riquezas y compartirlas, y la tendencia a considerar a grandes sectores de la población como un estorbo para las intenciones de unos cuantos poderosos.

Los vecinos de la antigua Grecia solían decir que cada griego era un tirano. Tal vez en Colombia esa falta de vocación colectiva por la tiranía revele más bien que aquí en cada individuo hay suficiente vocación tiránica para no aceptar someterse a ningún otro. En Grecia ello condujo a la invención de la democracia, ya que el régimen adecuado para un país en el que todos quieren ser reyes es el gobierno de todos, permitir que cada ciudadano sea una fracción del poder. Pero ese consenso exige, sin embargo, que más allá de la rivalidad exista la identificación, y es difícil que todos los colombianos logren identificarse con una personalidad, con una verdad, con una estética. Hasta ahora Colombia no ha logrado nunca un proyecto de mayorías, y muchas veces la rebelión derivó más hacia el delito que hacia la política, porque lo particular se impuso siempre sobre lo colectivo.

Algo persistente y antiguo ha impedido el triunfo de proyectos de amplias perspectivas, y la extrema fragmentación permitió que el país fuera gobernado siempre por intereses parciales, por los proyectos de los sectores más poderosos e influyentes. A mediados del siglo XX, el líder Jorge Eliécer Gaitán electrizó a las multitudes con su proyecto popular, formulado a través de una oratoria apasionada, nutrida de clásicos latinos y de ideales republicanos, y el país parecía listo para incorporar a sus muchedumbres postergadas a la leyenda nacional, pero Gaitán era un civilista, se negó a tomarse el poder por vías no democráticas, y no tardó en surgir la bala tiránica que acabó con su vida, produciendo la más grande frustración de la Colombia republicana.

Ante cualquier afirmación, ante cualquier verdad, ante cualquier prestigio, siempre habrá un colombiano vehemente que se niegue, que refute, que se oponga. Ello puede ser visto como algo odiosamente negativo por los entusiastas de la autoridad, por quienes piensan que la sociedad no es viable si no se funda en la fuerza; pero hoy podemos verlo como un desafío para la imaginación, en la búsqueda de un tipo de democracia donde ser ciudadano no signifique ser un eterno subordinado, ese anodino personaje de Kafka que padece con sumisión las arbitrariedades del Estado, las pequeñas tiranías de los funcionarios, las profusas manipulaciones del poder.

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