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Paul Theroux - El último tren a la zona verde

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Paul Theroux El último tren a la zona verde
  • Libro:
    El último tren a la zona verde
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2013
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El último tren a la zona verde: resumen, descripción y anotación

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Luz

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1. Con la gente irreal

1. Con la gente irreal

En la ardiente sabana del nordeste de Namibia me encontré con un nido de termitas en un montículo de arena suave, pulverizada por las hormigas, y, con solo esa mínima elevación bajo las suelas de mis zapatos, el paisaje se abrió en un abanico majestuoso, como las páginas agitadas de un libro aún por leer.

Reanudé el paso detrás de una fila de hombres y mujeres menudos, casi desnudos, que caminaban deprisa bajo un cielo cubierto de fuego dorado a través de la seca corteza de lo que en otros tiempos se conocía en afrikáans con el burdo nombre de Boesmanland (la tierra de los bosquimanos) —mujeres risueñas con bolsas de canguro en el pecho, un niño pequeño con la cabeza como un fruto peludo que sobresalía de una de las bolsas, hombres con vestimentas de cuero que llevaban lanzas y arcos, nueve en total contándome a mí—, y pensé, como pensaba desde hacía años durante mis viajes por la tierra entre seres humanos: los mejores llevan el culo al aire.

Feliz una vez más, de vuelta en África, el reino de la luz, estaba trazando un nuevo camino a pie por este antiguo paisaje, gozando de «un pasado palpable, imaginable y visitable, con las distancias más cortas y los misterios más claros». Iba esquivando espinos en compañía de unas personas esbeltas de piel dorada que eran el pueblo más antiguo del mundo, con un linaje que se remonta al oscuro abismo del tiempo en el Pleistoceno Superior, hace unos treinta y cinco mil años: nuestros ancestros indudables, los auténticos aristócratas del planeta.

Nos detuvo el bufido de un animal oculto y sobresaltado. Luego, el roce de sus ancas en la maleza. Luego, el ruido de sus cascos en las piedras.

—Un kudú —susurró uno de los hombres mientras se inclinaba para oírlo alejarse sin volver la mirada, como si pronunciara el nombre de alguien conocido. Volvió a hablar y, aunque no le entendí, escuché como si fuera una música nueva; tenía un lenguaje absurdo y eufónico.

Esa mañana, en Tsumkwe, el pueblo más próximo —más que un pueblo, un cruce de caminos abrasado por el sol, lleno de cabañas y unos cuantos árboles de sombra—, había oído en mi radio de onda corta: Convulsión en los mercados financieros mundiales, que se enfrentan a la peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial. Los países de la eurozona se acercan al precipicio y se espera que Grecia caiga en la bancarrota, después de que el gobierno haya rechazado un préstamo de 45 000millones de dólares para reducir su deuda.

La gente a la que seguía iba riéndose. Eran personas de habla joisán, miembros de un subgrupo del pueblo !kung que se llamaban a sí mismos ju/’hoansi, un nombre con sonido de cacareo y difícil de pronunciar que significa «la gente real» o «la gente inofensiva». De tradición cazadora y recolectora, no estaban acostumbrados a utilizar el dinero. Todavía hoy, arrinconados en los márgenes de la llamada tierra de los bosquimanos (el nombre que daban a esta parte en concreto era Nyae Nyae), y establecidos en asentamientos irregulares, no solían ver dinero y menos aún usar un material que se deterioraba de tal manera. Complementaban su dieta mediante la caza, rebuscando comida y aceptando patéticas limosnas. Seguramente no pensaban en el dinero o, si lo hacían, sabían que nunca iban a tener. Mientras los griegos se rebelaban y gritaban contra su gobierno, los italianos clamaban contra la pobreza en las calles de Roma y los portugueses y españoles contemplaban, atónitos, la perspectiva de la bancarrota, y en medio de noticias de quiebras, monedas sin valor y medidas de austeridad, los ju/’hoansi permanecían indestructibles en sus tradiciones, o eso me pareció en mi ignorancia.

La joven que iba delante de mí cayó de rodillas en la arena. Tenía el rostro precioso y delicado, vagamente asiático —aunque también con algo de extraterrestre—, que poseen casi todos los san. Es decir, pedomórfico, la cara inocente y cautivadora de un niño. Deslizó los dedos alrededor de una mata finísima que sobresalía del suelo, se agachó, se apoyó en un codo y empezó a escarbar. Con cada puñado de tierra le brillaban los ojos, se le agitaban los senos y los pezones temblaban contra la tierra, una de las pequeñas emociones de esta excursión. Al cabo de un minuto extrajo del agujero oscuro y extrañamente húmedo que había hecho un tubérculo en forma de dedo, y lo resguardó en la mano. Quitó el polvo de la raíz, y esta se volvió más pálida. Sonriente, me ofreció el primer mordisco.

Nano —dijo, una palabra que se traduce como «patata».

Tenía el crujido, la textura y el sabor dulzón y a tierra de la zanahoria cruda. Se la devolví y la compartimos a partes iguales, un mordisco cada uno, nueve en total. En los bosques, desiertos y colinas de todo el mundo, los pueblos que viven de buscar comida, como los ju/’hoansi, son escrupulosos a la hora de compartir los alimentos; ese reparto es lo que los mantiene unidos en su vida comunitaria.

Por delante de nosotros, arrodillados sobre cáscaras de frutos secos y la hojarasca de una zarza, dos de los hombres, uno frente a otro, estaban turnándose para hacer girar un palo de sesenta centímetros entre las palmas de sus manos, creando un roce de la vara que enseguida empezó a soltar humo por la fricción de su extremo inferior contra un pedazo ennegrecido de madera blanda. Los ju/’hoansi llaman macho al palo y hembra al bloque de madera hendido que está debajo. De ese bloque, perforado y caliente, empezaron a salir chispas, y uno de los hombres provocó más chispas todavía al levantar la madera reluciente y humeante y soplar encima con los labios colocados como para dar un beso. Esparció cáscaras y hojas muertas por encima, y después un puñado de ramitas. Teníamos un fuego.

Las huelgas en Grecia han interrumpido el suministro de electricidad en muchas ciudades, y se prevé que el gobierno se declare incapaz de pagar la deuda, lo cual sumirá a Europa en una incertidumbre creciente y arrojará dudas sobre el futuro del euro. Las repercusiones podrían poner en peligro la viabilidad de los bancos estadounidenses. Masas de manifestantes que arrojan piedras y protestan contra unas medidas de austeridad cada vez más estrictas han empezado a saquear las tiendas en Atenas…

Parecían noticias de otro planeta, un planeta oscuro y caótico, no este lugar deslumbrante de gente menuda y amable que sonreía a la sombra de los matorrales, mientras las mujeres desenterraban más raíces con sus palos y una de ellas se reclinaba en un trozo de semisombra para amamantar a su bebé satisfecho.

Se habían ahorrado las confusas y extrañamente órficas metáforas de la crisis del mercado. —La crisis de las hipotecas basura no era más que la punta del iceberg de una crisis económica, y Los préstamos no han podido detener la caída de los precios de las acciones, y Las pérdidas de los gobiernos regionales en España aumentaron un 22 por ciento, hasta alcanzar casi los 18 000 millones de dólares, y La economía de la ciudad de Nueva York afronta el peligro de sufrir graves consecuencias de la crisis de la deuda en Europa, porque sus bancos poseen más de un billón de dólares en activos— y la irónica aceptación de que el dinero no era más que papel de colores arrugado, no muy distinto al envoltorio de un caramelo, y el mercado, poco más que un casino. Por décimo día consecutivo… El pánico, la indignación, la impotencia de la gente atrapada en ciudades anquilosadas, como monos en una jaula. Si Grecia declara el impago de su deuda, caerá en una espiral de muerte.

Con el chisporroteo del fuego de fondo, se repartieron más raíces.

—Mire, señor Bawl…

Un hombre acurrucado, con una cuerda hecha de lianas separadas y retorcidas, había fabricado un cepo, lo había fijado a una rama doblada y, marcando con cuidado el paso con los dedos sobre la arena, me mostró cómo la trampa iba a capturar las torpes patas de algún ave incauta, una pintada quizá —había muchas—, que desplumarían y asarían en la hoguera. Me indicaron cuáles eran las plantas venenosas y hablaron de los escarabajos que aplastaban y aplicaban a las puntas de sus flechas para convertirlas en armas letales, las hojas que empleaban para aliviarse el estómago, las ramas para purificar una herida y para calmar un sarpullido.

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