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Martín Caparros - Boquita

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Martín Caparros Boquita

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Hace cien años empezó uno de los fenómenos más potentes más conocidos más - photo 1

Hace cien años empezó uno de los fenómenos más potentes, más conocidos, más misteriosos de la Argentina actual: Boca Juniors y sus millones de bosteros.

Martín Caparrós es uno de ellos: a los cinco años se hizo hincha de Boca, a los once socio, y desde entonces lo sigue como tantos, con pasión.

Por eso Boquita es un libro emocional, emocionado. Una gran crónica de este siglo boquense, pero también un recorrido por esas situaciones que todo hincha quisiera conocer y no lo dejan: viajar con el equipo a una final, compartir la popu con la Doce, entender los negocios del fútbol, conversar con glorias xeneizes de antes y de ahora para saber cómo es y qué piensa un jugador.

Con la usual solvencia de sus crónicas, Caparrós testimonia eso que para la mitad más uno del país es un sentimiento, y radiografía los extremos hasta donde puede llegar la pasión boquense en hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, barrabravas y moderados.

Pero Boquita es, sobre todo, un libro sobre el factor más importante y desdeñado del fútbol: el hincha. Boquita, dice Caparrós, es una historia de nosotros, los que estamos de este lado, los que siempre estaremos: los bosteros.

Martín Caparros Boquita ePub r11 juancc 210615 Título original - photo 2

Martín Caparros

Boquita

ePub r1.1

juancc21.06.15

Título original: Boquita

Martín Caparros, 2005

Editor digital: juancc

Corrección de erratas: Raul321

ePub base r1.0

Yo y Boquita No recuerdo muchos recuerdos anteriores En diciembre de 1962 mi - photo 3

Yo y Boquita

No recuerdo muchos recuerdos anteriores. En diciembre de 1962 mi abuela Rosita me había llevado a pasar unos días en Mar del Plata; un hotelito en Playa Grande, En su baño encontré un diario; yo estaba aprendiendo y leía todo lo que se me cruzaba. No sé si ese diario sería del día o de una semana antes; sí que, mientras me demoraba sobre el inodoro, leí el relato emocionado de cómo un tal Antonio Roma atajaba el penal que le pateaba un tal Delem y le daba a un equipo que se llamaba Boca Juniors la chance de salir campeón. Yo debía saber lo que quería decir campeón —porque fue en ese momento, de puro triunfalista, cuando decidí que iba a hacerme de ese cuadro.

En esos días los equipos eran instituciones sólidas: Roma Silvero y Marzolini, Simeone, Rattín y Orlando fueron un mantra que me acompañó tantos recreos. En esos recreos descubrí que ser de Boca era algo que podía compartir con otros —que me hacía cómplice de otros chicos, que nos daba una causa común— pero que algunos de mis mejores amigos se transformaban de tanto en tanto en enemigos porque eran de un equipo que se llamaba River. En esos recreos descubrí que uno se hacía de un equipo: no es poca cosa, hacerse. Y que, ya hecho, uno no era hincha de un equipo: uno era de un equipo. No es poca cosa, ser.

Ser de Boca fue uno de mis rasgos de identidad más decisivos durante toda la primaria y los primeros años de la secundaria. Aunque, en esos años, la pertenencia era más amplia: recuerdo noches escuchando por la radio los partidos de Boca contra el Santos por la Libertadores, pero también los de Independiente, Racing o Estudiantes: cualquiera de ellos, por argentino, me resultaba propio. Eran tiempos de un patriotismo más simple, menos condicionado.

No siempre iba a la Bombonera. Mi padre era un intelectual de izquierda que había descubierto que la cancha era una buena forma de entretener a sus dos hijos en sus tardes de domingo separado. Pero el Monumental le quedaba mucho más cómodo —más cerca, más fácil de estacionar y de ubicarse— y, pese a nuestros ruegos, solíamos terminar en la platea San Martín. Era un suplicio que tenía sus recompensas: allí vi por primera vez un Boca-River. Era una tarde radiante y nos reímos mucho cuando Rojitas le robó la gorra al gran Carrizo; media docena de gallinas lo corrían por toda la cancha para recuperarla. Después el partido no tuvo mucha historia y, cuando faltaban cinco minutos, como siempre, mi padre nos arreó hacia la salida. Fuimos a comer algo y recién llegamos a casa horas más tarde. Mi madre estaba demudada: había escuchado, como todo el país salvo nosotros, las noticias de la catástrofe de la Puerta 12. Ahí descubrí que el fútbol no era sólo esos héroes que corrían detrás de la pelota, esos muchachos que gritaban sin parar, esas dosis de gloria y decepción que cada domingo renovaba.

A los doce años, cansado de tanto gallinero, decidí independizarme: una tarde me fui hasta la Boca y me hice socio. Socio menor, decía mi carnet, con esa foto en la que el pelo me cae sobre la cara. Con ese carnet podía entrar gratis en la popular: lo hice muchas veces. Algunas, incluso, recordábamos aquel día nefasto: «No había puerta, / no había molinete, / era la cana que pegaba con machete», cantábamos a coro. Cuando salían los jugadores los saludábamos uno por uno: cada cual tenía su cantito, Iba a la bandeja de la Doce: no debía ser un lugar demasiado incómodo si un chico como yo podía arreglárselas solo. Me quedan, de esos años, cantidad de imágenes. Pero ninguna tan grabada como aquella noche de 1971 en que nuestros muchachos corrían a unos peruanos con patadas voladoras y banderines del comer y trompadas y todos gritábamos y pegue y pegue y pegue boca pegue.

Boca era importante para mí, pero en algún momento me olvidé. Aparecían las chicas y, sobre todo, la excitación de estar cambiando el mundo. Yo militaba y el fútbol era poco menos que el opio de los pueblos. No conocía, entonces, la historia de esos grupos de anarquistas que —en los años veinte— pensaron que cambiar el mundo no era tan fácil y decidieron empezar por cambiar el fútbol, hasta que se dieron cuenta de que el mundo ofrecería, sin duda, menos resistencia y volvieron a la militancia sindical. Durante algunos años el fútbol me quedó en segundo plano; fue, curiosamente, la época en que trabajé brevemente como cronista deportivo para la revista Goles. Tenía diecisiete años y era el benjamín, así que nunca me tocó escribir sobre Boca; lo mío era Banfield, Argentinos, Platense o Chacarita.

En los años del exilio Boca Juniors no existió —porque yo hacía todo lo posible para que la Argentina no existiera. Sólo en 1981, cuando me enteré de que Maradona estaba en Boca, la distancia me resultó especialmente dolorosa: no había televisión y me habría gustado ver, aunque más no fuera una vez, ese espectáculo.

Pero no sucedió. Cuando volví tampoco volví enseguida al fútbol. Recién en los noventas me dejé enganchar de nuevo. Fue, creo, cuando nació mi hijo y supuse que entre las pocas cosas que tenía que transmitirle estaba, por alguna razón, la condición bostera. En el ’97, cuando cumplió seis años, lo hice socio de Boca y nos compramos abonos para la tercera bandeja de la Bombonera. Desde entonces hemos pasado allí grandes tardes y mejores noches y sigo maravillado ante esa sensación de cada vez; subir escaleras y más escaleras, sofocarse, caminar por pasillos con olor a grasa y meo y cigarrillos y, de pronto, pasar por una puerta estrecha y sumergirse en esa explosión de brillos y gritos y colores: puro gozo.

Es cierto que nos tocó una época especial. Que llegamos a creernos poco menos que invencibles. Aunque, en medio de tantos títulos, no hubo un momento mejor que aquel 3 a 0 a River, cuando Riquelme la tenía tan atada y Palermo tardó seis días en darse vuelta y empujarla a un rincón. Nunca —digo, realmente, nunca— sentí a la Bombonera tan perfecta.

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