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Martín Caparrós - Lacrónica

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Martín Caparrós Lacrónica

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MARTÍN CAPARRÓS Buenos Aires 29 de mayo de 1957 es un periodista y premiado - photo 1

MARTÍN CAPARRÓS (Buenos Aires, 29 de mayo de 1957) es un periodista y premiado escritor argentino. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y comenzó su carrera periodística en el diario Noticias en 1973 —dirigido por Miguel Bonasso y clausurado al año siguiente—, en la sección policial, que estaba a cargo de Rodolfo Walsh. A partir de ese año colaboró con la revista Goles hasta 1976. Caparrós abandonó el país y se exilió en Europa, primero en París, donde se licenció en historia en La Sorbona; más tarde se trasladó a Madrid, donde vivió hasta 1983. En la capital española comenzó a escribir su primera novela, se dedicó a hacer traducciones, colaboró en el diario El País y con algunos medios franceses.

Con el retorno de la democracia a Argentina, regresa a Buenos Aires, donde trabajó en la sección cultural del diario Tiempo Argentino y en 1984 comenzó a colaborar en la Radio Belgrano, donde fue conductor, junto con Jorge Dorio, del exitoso Sueños de una noche de Belgrano. Habrá de volver a España a trabajar como corresponsal de esa radio durante 1985 y 1986. Al año siguiente retorna a Argentina como editor de la revista El Porteño. También en 1987 participa en la creación de Página/12 junto a Jorge Lanata, su primer director periodístico, y al siguiente, con Dorio, trabaja en el programa televisivo El monitor argentino y funda la revista Babel, que dirigirá.

A partir de 1991, Caparrós comienza a publicar sus relatos de viajes en la revista mensual Página/30, de la que sería jefe de redacción, bajo el título Crónicas de fin de siglo, que fueron distinguidas con el Premio de Periodismo Rey de España. Por ese entonces, también dirigió la revista Cuisine & Vins.

«La verdad tiene la estructura de

una ficción donde otro habla»

Ricardo Piglia, Una propuesta para el próximo milenio

Una dedicatoria

Que nada es lo que parece: que el final tampoco es el final. Hace cinco años, como de repente —la muerte siempre es de repente—, se murió el maestro Tomás Eloy Martínez. Se iba cerrando un círculo. Lo más brutal de la muerte de un mayor —un padre, un maestro— es que te descubren, te dejan descubierto. Siempre pensé que alguna vez le dedicaría un libro; no supe hacerlo mientras estaba vivo. Ahora, este, ya tan tarde.

TOMÁS.

«¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?».

Son versos, son de Borges, encabezan el primer gran libro de Tomás Eloy Martínez. En la página inicial de Lugar común la muerte resuena la pregunta: ¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido? ¿Quién será el que se ha muerto ahora que, muerto, ha quedado en los vivos? ¿Quién será aquel que fue, ya ajeno de sí mismo?

Morir es entregarse. Los muertos se hacen nuestros: los hacemos. Nosotros, los provisoriamente vivos, hilamos una vida sin saber que la hilamos, como quien se distrae —«yo vivo, yo me dejo vivir, para que él trame su literatura…»—, y esa vida se va haciendo relato sin querer: un relato donde a veces influimos más que otras, tallando marcas, sembrando materiales. Hasta que, al fin, el día más pensado, nos volvemos tan poco, cajita de cenizas: construcción de los otros. Morirse es, también, convertirse en un cuento que otros van tejiendo. ¿Quién nos dirá de quién, y quién será el que era? Mi maestro Tomás se murió hace unos días.

Lo hemos llorado, lo hemos saludado, le hemos dicho que lo vamos a extrañar —y es tristemente cierto—. Tomás era cariñoso, pícaro, generoso, malévolo. Tomás era absolutamente querible, interesante, culto, atento a sus amigos: uno de esos raros grandes conversadores que no se olvidan de hacer preguntas y escuchar respuestas. Tenía un arte del relato oral que envidiaría cualquier tía solterona, y le gustaba tanto charlar de libros como de chismes, de política y películas como de bueyes muy perdidos; contaba chistes malos. Y, sobre todo, le interesaban con pasión los hombres y mujeres, las historias. Ahora se ha vuelto, finalmente, una.

Me gusta pensar que le interesaría ese pasaje: que podría, como solía, reírse, sorprenderse, enfurecerse incluso escuchando lo que empieza a ser. Él, que lo hizo con otros muertos, con grandes muertos de la patria: él, que inventó algunas de las formas más precisas de Juan Domingo Perón, de Eva Perón —y tantos otros—. Nada le gustaba más que recordar cómo ciertos episodios que imaginó para Perón en su Novela, para Evita en su Santa eran citados aquí y allá como historia verdadera. A mí me gusta recordarlo así: como un gran inventor de historias verdaderas. Cualquiera inventa historias; es muy difícil inventar historias verdaderas.

(Este martes, al lado de la lluvia, su cuerpo muerto tronaba en medio de la sala y en un rincón, en una mesa, descansaban sus libros. A las dos de la tarde unos señores se llevaron el cuerpo; los libros se quedaron. Solo la realidad puede hacer metáforas tan malas; Tomás la habría tachado o mejorado. Pero es cierto que, de ahora en más, él va a ser, sobre todo, esas historias verdaderas que inventó).

Tomás empezó a escribir en serio en la Argentina de los años sesentas. Era un gran periodista, jefe de redacción de una de las mejores revistas argentinas, donde cada nota era obsesivamente reescrita para que mantuviera el estilo de un autor colectivo que se llamaba Primera Plana —y donde nadie creía que los lectores fueran a asustarse frente a páginas rebosantes de letras porque en esos días todos —periodistas y lectores— se creían gente inteligente. En medio de esos alardes —de esas facilidades, diría alguna vez—, Tomás Eloy Martínez se buscaba.

Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran. Si el nuevo periodismo —entonces nuevo— consistía en retomar ciertos procedimientos de la narrativa de ficción para contar la no ficción, él se apropió lo más granado del momento. Sus crónicas fueron un raro encuentro entre Borges y García Márquez: sus frases tomaron préstamos del ciego, sus climas del realismo mágico. Y, muy pronto, consiguió lo más difícil de alcanzar: un estilo —una música, ritmos, una textura de la prosa.

Tomás —como muchos de los mejores— se pasó muchos años escribiendo, de alguna forma, el mismo texto. Ya en Lugar Común anunciaba su intento: «Debo acaso explicarme: las circunstancias a que aluden estos fragmentos son veraces; recurrí a fuentes tan dispares como el testimonio personal, las cartas, las estadísticas, los libros de memorias, las noticias de los periódicos y las investigaciones de los historiadores. Pero los sentimientos y atenciones que les deparé componen una realidad que no es la de los hechos sino que corresponde, más bien, a los diversos humores de la escritura. ¿Cómo afirmar sin escrúpulos de conciencia que esa otra realidad no los altera?».

Con ese programa, contra la práctica notarial del periodismo chato, escribió sus crónicas de entonces y, obstinado, entusiasta, ligeramente escéptico, creyente, sus dos libros más celebrados, los Perón. Donde terminó de romper los límites entre ficción y realidad, porque entendió que la realidad puede comunicarse mejor con la dosis necesaria de ficción, y la ficción se enriquece con su parte de realidad —y que esa mezcla desafía al lector, lo obliga a no creer, lo convierte en un cómplice activo—. Fue su consagración o, dicho de otra manera, su hallazgo de sí mismo. Desde entonces se pasó dos décadas fecundas componiendo una Argentina que —vaga, complaciente— aceptó ser la que él contaba. Tomás, mientras tanto, se dejaba vivir, gozaba de la vida, sufría de la vida —y escribía escribía escribía más.

He conocido a pocos tan ferozmente escritores. Hace unos años, cuando leí su despedida de su mujer, Susana Rotker, me impresionó que, en medio de tal dolor, pudiera escribir esas palabras. Hace unos días, la última vez que nos vimos, me dijo que, contra la enfermedad, seguía escribiendo, y entendí cómo una metáfora gastada puede volverse realidad: escribía porque era la única forma en que sabía vivir, porque escribir era seguir viviendo.

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