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Manuel Rivas - Mujer en el baño

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Manuel Rivas Mujer en el baño
  • Libro:
    Mujer en el baño
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
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Mujer en el baño: resumen, descripción y anotación

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Mujer en el baño

Mujer en el baño

¿Qué había cambiado en la mujer del baño? ¿Por qué sentía ahora como intensa melancolía lo que antes me había parecido una espléndida y triunfal sonrisa? En un abrir y cerrar de ojos, se había convertido en mi doe-doe. Esa locución tan gallega, eres la que me duele, para nombrar a la mujer amada, adquiría pleno sentido. La quise. Me dolía. Hechizado, ¿por qué tenía miedo? Miedo por ella. ¿Por qué interpretaba su sonrisa como un SOS? En la bañera, como un ultrasonido, sus labios murmuraban el código de auxilio en el mar, la llamada que estremece: ¡Mayday, mayday, mayday!

Tenía un encargo que acogí como una misión. Pero yo no había pensado hablar de la mujer en el baño, a quien conocía de una primera visita al Museo Thyssen en Madrid y por alguna reproducción y a quien situaba en la superficie lisa de lo intrascendente. Una criatura simpática, con la tópica sonrisa de la mitología pop. Pero yo no había visto nada especial en ella. No me había causado ninguna emoción. Las cosas como son. No fui en su búsqueda. Llevaba otro propósito. Caminaba hacia otro paisaje de figuras femeninas. La propuesta de Tomás Llorens, el director de la pinacoteca, era sencilla y atractiva: un escritor escoge un cuadro, se mete en él y habla de lo que le sugiere. Pensé en el mismo impulso que llevó a Alicia a seguir al Conejo blanco con los ojos color de rosa. Al aceptar la propuesta, ya tenía un preferido, una imagen, un agujero. Caminaba, pues, decidido hacia La mañana de Pascua, de Caspar David Friedrich. Quería internarme en aquel misterio. Quedar con ellas suspendido en aquella luz de coágulo, en la eternidad perpleja. Y desde allí, desde esa redoma crepuscular, hablar del Romanticismo. De ese big bang que cambió el sentido de la mirada humana, detonante de todas las corrientes y vanguardias.

Pero alguien había abierto la puerta del baño. La blancura de los azulejos reflejaba una luz prensil. Nos miramos. Sentí el crepitar de las pestañas, el estallido de las pompas de jabón, y lo que Nabokov, quizás con un algo de ironía, llamó «el aleteo del lepidóptero». El efecto de un encuentro causal que me situaba, de repente, fuera del museo. Si yo ya había estado allí, si yo recordaba el cuadro, ¿por qué no había visto antes, ver de verdad, la Mujer en el baño? Lo curioso es que ahora sólo la veía a ella. La mujer del baño me recibía confiada, alegre, seductora. ¿O era eso lo que yo quería creer?

A mí me eligió ella. ¿Piensan que estoy obsesionado? ¿Acaso no era a mí a quien miraba? Circulaba más gente por allí, pero pronto nos dejaron solos. Incluso alguien que se detuvo más de lo normal, un intruso en la perspectiva, se volvió finalmente hacia mí y musitó una disculpa. ¡Sí, señor! Él se dio cuenta y se alejó por el pasillo con la prisa del inoportuno avergonzado. Llegó un momento en que todos pasaban de largo. En la contemplación pública hay una regla no escrita de relevo. Algo así como en los antiguos salones de baile: «¿Me la cede?». Pues yo debía tener cara de decir que no. De ninguna manera. Otra vez será, tío. Me había elegido a mí. Era el reclamo de la felicidad. No una felicidad abstracta, sino la felicidad posible: accesible. Al alcance. Lo que había en ella de reclamo, de mujer de anuncio publicitario, era lo que más me atraía: era lo que la hacía verdad. Me sentí un hombre corriente. Sentí la caricia pop. Sentí la feliz excitación de estar en este mundo, aquí y ahora. Esto fue lo primero que me dijo la mujer del baño: «¡Eh, querido! ¡Ya casi estoy!». Fue eso lo que oí, ¿no es verdad?

¡Qué fácil y dulce era la complicidad con la mujer en el baño! Cuando me acerqué más, ella me murmuró unos versos que yo recordaba vagamente hasta que identifiqué la exacta procedencia gracias al oportuno registro en el Departamento de Grabaciones Sentimentales. Venían de uno de esos best-sellers de autoayuda, de autoestima, dirigido en este caso a las mujeres, un libro insustancial que yo había estado hojeando una noche, por casualidad, en una habitación de paso. ¿O no fue casualidad? Lo que decía aquella mujer triunfadora, lo que repetía la mujer en el baño, era esto: «Me veo a mí misma a través de los ojos de los demás. Me fastidia despertar pensando en qué van a pensar de mí. ¿Soy fea? ¿Soy hermosa? ¿Qué formas tomo en los ojos de sus mentes? ¡Oh, Dios, espero gustarles! Por favor, haz que les guste lo que ven».

Unos escolares de visita guiada por el museo se acercan al cuadro de la mujer en el baño y después les preguntan qué les parece. Me gusta cómo se ríe, dice uno, pero ¿por qué se ríe de esa forma? Porque la están mirando. ¿Y quién la mira? Todos. La miran todos. Es una mujer de anuncio. Pero ¿y qué anuncia? Los niños siempre aciertan con las preguntas. La última que escuché de un niño fue: «Y Dios, ¿qué come?». Pregunta de niño gallego.

Ese día, el día en que caminaba hacia La mañana de Pascua de Friedrich y me encontré con la madonna pop, con esta mujer de exultante felicidad, en un baño que en mi imaginación se presenta como una gigantesca copa de champán, sensación acentuada por la técnica de las burbujas, de los puntos Benday, pues bien, ese día, ese mismo día, como colándose por una rendija en la agenda convencional que se nos marca desde el poder o desde los mass media, se daba a conocer un informe estremecedor, una de esas bofetadas de realidad que pese a no estar precisamente en la primera página es de las que actúan como un interruptor que ilumina con luz hiriente, en fogonazo, la parte oculta, subterránea, de la arquitectura siniestra de la sociedad en la que vivimos. Era un informe donde se hablaba de sesenta asesinatos de mujeres a manos de sus maridos durante este año en España. No sólo se hablaba de eso, no sólo de los sesenta asesinatos, sino que se hablaba también de unos mil casos de agresiones graves y de un total de veinticinco mil denuncias por malos tratos. Todos podemos imaginar el número de casos que no son denunciados, que no son conocidos, que no emergen. Acoso, amenazas, humillaciones. ¿Cuántos suicidios no tendrán su causa en esta guerra sucia contra las mujeres? Hay cosas que pasan con tanta frecuencia que parecen ya incorporadas a la naturalidad de la vida, aunque esa normalidad sea una verdadera naturaleza muerta, a la manera del arte autodestructivo que llevó al límite Gustav Metzger cuando pintó sobre un lienzo de nylon con ácido clorhídrico: el cuadro se iba destruyendo a sí mismo. Así, el puñetazo de la realidad muestra como pieza de teatro macabro, como el mayor sarcasmo de la Historia, el principio universal de auxilio en naufragios y catástrofes: «¡Las mujeres y los niños primero!». Y, así es, son las mujeres y los menores las víctimas primeras en todas las clasificaciones del sufrimiento humano. La dimensión terrorífica de los crímenes contra las mujeres —tan inquietante en la España de hoy y con una dramática extensión planetaria— debería hacernos revisar todo, el conjunto de la obra, pues lo que le añade la absoluta condición de pesadilla es que no es percibido como el asunto más grave y persistente en la vecindad global. En España, a juzgar por las encuestas, y más en concreto la que con regularidad ofrece el Centro de Investigaciones Sociológicas, ni siquiera aparece entre los más perturbadores, donde suelen figurar como preferentes motivos de preocupación el terrorismo (pero no el que se ejerce contra las mujeres como tales mujeres), el desempleo o la inmigración (ese otro cinismo de alinear unívocamente la inmigración en la lista de problemas).

Te ves sorprendido, de repente, por el estremecimiento que te provoca no haberlo pensado antes de esta forma: ¿Es el dominio y la crueldad sobre las mujeres el elemento más común entre las civilizaciones? Imaginemos un extraterrestre inteligente que llegase con el encargo de describir la vida en el planeta Tierra sin ningún prejuicio y que se encontrase, en la India, con los rostros desfigurados por el ácido sulfúrico de las novias abandonadas y para que no pudiesen jamás tener otra relación, con las ablaciones y las amputaciones sexuales en África para negarle a la mujer la dimensión del placer, con el aborto selectivo (si vas a ser niña, no nacerás) en China, con la lista de crímenes en Europa y América, con la trata de mujeres y la esclavitud sexual por las mafias en el mundo entero. Un mapa del horror que nos sitúa todavía en la prehistoria brutal de la humanidad. Pero ¿qué tendrá todo esto que ver con la mujer en el baño?

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