Manuel M. Flores - Rosas caídas
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- Libro:Rosas caídas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1953
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Rosas caídas: resumen, descripción y anotación
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R OSAS CAÍDAS, memorias amorosas, recuerdo de amores, de Manuel M. Flores (1840-1885), es un libro excepcional, por su tema y su calidad evocativa, en la bibliografía mexicana del siglo XIX, así como del romanticismo y la historia de la literatura hispanoamericana. Y esta excepcionalidad se acentúa aún más si se tiene presente que José Luis Martínez no dudó en calificar a Manuel M. Flores como el poeta más destacado del romanticismo mexicano.
Aunque probablemente escrito en la década de los sesenta del siglo XIX, Rosas caídas permaneció inédito hasta que Margarita Quijano Terán lo publicó en 1953, en la colección «Textos de Literatura Mexicana», de la Imprenta Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde entonces no ha vuelto a ser impreso.
La historia del manuscrito —tal como lo cuenta la editora original— es la siguiente: perteneció a Rosario de la Peña, la amada del poeta, junto con otra serie de manuscritos de poemas, notas, documentos y cartas. Todo este material pasó, a la muerte de Rosario de la Peña, a poder del sacerdote José Castillo y Piña, quien fue el que accedió a que Margarita Quijano Terán lo editara casi al siglo de haber sido redactado. Al parecer, a la muerte de Castillo y Piña todos los manuscritos que obraban en su poder procedentes de Rosario de la Peña, se dispersaron por diversas bibliotecas —escolares o universitarias— y colecciones particulares, ignorándose a la fecha, de manera cierta, el destino que le correspondió a Rosas caídas.
«El manuscrito ocupa, por las dos caras, 114 de las 290 hojas de un grueso volumen formado con hojas de papel blanco, ligeramente satinado, que mide 33 × 21 centímetros… La letra es firme, pareja, sin modificaciones apreciables entre las primeras y las últimas páginas. Casi no hay titubeos ni correcciones…», revela la editora del manuscrito del poeta.
A esta nueva edición de Rosas caídas se ha agregado, como epílogo, la primera parte del prólogo escrito por Ignacio Manuel Altamirano para la segunda edición de Pasionarias —Imprenta del Comercio, de Dublán y Compañía, México, 1882— y por ser, sobre todo, un testimonio personal acerca del poeta y la generación literaria a que perteneció.
Como indicación final, tal vez sea conveniente consignar que, a pesar de la valorización literaria que se suele dar a Manuel M. Flores en estudios y en historias de la literatura mexicana e hispanoamericana, su principal obra poética, Pasionarias, no ha vuelto a ser publicada desde la segunda edición de 1882; tampoco se han reimpreso Páginas locas (1878), ni Poesías inéditas (1910).
DE IGNACIO MANUEL ALTAMIRANO
C ORRÍAN los años de 1857 y 1858, entre las porfiadas luchas del partido liberal y del partido reaccionario, que ensangrentaban la República y apenas dejaban tiempo para pensar en otra cosa que no fuese la política o la guerra.
Yo estudiaba entonces Derecho en el Colegio Nacional de San Juan de Letrán y comenzaba mis ensayos en el periodismo.
En el primero de estos años tempestuosos, dividía, pues, mi atención entre las contradicciones del Digesto, que no producían sino un diluvio de sutilezas en la cátedra, y las disputas irritantes de la política, que traían agitados a liberales y conservadores y provocaban la más sangrienta de nuestras guerras civiles.
Por más que yo fuese un escritor joven y bisoño en aquella época y a tal punto desconocido, que ni siquiera mi nombre aparecía en mis articulejos, había contraído relaciones nuevas en los círculos literarios o conservaba algunas antiguas de colegios con escritores ya renombrados o que se conquistaban una reputación en las lides periodísticas de actualidad.
Así, mi humilde cuarto solía transformarse, por la afluencia frecuente de estos amigos, en redacción de periódico, en club reformista o en centro literario, que se aumentaba naturalmente con la asistencia de numerosos estudiantes curiosos y partidarios ardientísimos de la revolución.
Con ellos nos dirigíamos muchas veces a las galerías del Congreso para asistir a las sesiones en que se discutía la Constitución y para aplaudir los elocuentes discursos de Ocampo, de Ramírez, de Zarco y de Arriaga, y la pandilla de falsos liberales contra las libertades humanas y políticas.
Pero dando tregua a estos alborotos, que duraban, a veces, semanas enteras, lo más común era consagrarnos a las conversaciones literarias, en las que salían a relucir todas las reputaciones poéticas contemporáneas y todos los conatos de bella literatura que se hacían lugar de cuando en cuando entre los ruidos pavorosos de la matanza y la destemplada grita de los partidos.
Esas sesiones no carecían de interés y hasta llegaban a tomar a veces el aspecto de una cátedra o de una academia, cuando las presidía alguno de los veteranos de la literatura o de los campeones de la prensa militante, porque solían aparecerse por ahí los amigos míos de quienes he hablado al principio. Marcos Arróniz, el apasionado cantor de Herminia, el excelente traductor del Don Juan, de Byron, que acababa de trocar su lira melodiosa por el sable reaccionario de Puebla, y que aprehendido después como conspirador, había sido encerrado en una prisión, donde, como el Tasso, había comenzado a perder el juicio. Él me pagaba las visitas hechas en su cárcel y asistía a nuestras reuniones melancólico y abatido, pero siempre hablando de poesía, con su sonrisa triste y su palabra fácil y elegante, que vibraba como si quisiese traducir la amarga pena que se revelaba en sus ojos profundos. ¡Pobre Marcos! Poco tiempo después, pero en aquellos mismo días, se encontró su cadáver en el camino de Puebla, junto al Agua del Venerable, sin saberse cómo ni por qué estaba allí. Sospechóse un suicidio. Tal vez. Pero se dijo también que caminando Arróniz, solo, por aquellos bosques plagados entonces de bandidos, pudo más probablemente ser asesinado por éstos. Así murió uno de los más inspirados poetas de México, el aristócrata entre ellos por su educación europea, por sus hábitos y aun por sus opiniones. Nosotros, revolucionarios y demócratas, respetábamos siempre sus ideas, de que por otra parte se abstenía de hablar en presencia nuestra, y respetábamos todavía más su desgracia y su talento, nublado ya por la demencia. Arróniz había empapado su poesía en la poesía de Byron. El gran poeta inglés era su modelo, su maestro, su favorito. Como él, era hermoso, enfermizo y escéptico; como él, había amado mucho y había sufrido tremendos desengaños; como él también, manejaba bien las armas; pero al contrario de él, no amaba la libertad, al menos la combatió sirviendo al dictador Santa Anna contra el pueblo, y se expuso después a todos los peligros, peleando valerosamente en la batalla de Ocotlán al lado de la reacción. Fueron vanos los esfuerzos de su gran amigo Zarco para atraerlo a nuestras filas. Estaba en la desgracia y rehusó, basta que se trastornó su cerebro. ¡Pobre Marcos!
Otro de los tertulianos era Florencio María del Castillo, que redactaba ya El Monitor Republicano y era muy conocido por sus bellísimas y sentimentales novelas, arrojadas en medio de esta sociedad envuelta en vapores de sangre, como blancas flores de aroma suave y dulce. Florencio escribía entonces su Hermana de los ángeles, y en su calidad de redactor de uno de los periódicos más avanzados del día, era un contendor exaltado; pero su fisonomía móvil y nerviosa se transfiguraba hablando de literatura, su risa perdía el caracter burlón que la hacía temible disputando, tornábase benévola como siempre, y con el argot gracioso que acostumbraba, decía cosas encantadoras de novedad.
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