Leonard Kósichev - La guitarra y el poncho de Víctor Jara
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- Libro:La guitarra y el poncho de Víctor Jara
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1990
- Índice:5 / 5
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La guitarra y el poncho de Víctor Jara: resumen, descripción y anotación
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La guitarra y el poncho de Víctor Jara — leer online gratis el libro completo
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Es el primer libro de un autor soviético sobre el magnifico cantante chileno. El tiempo es incapaz de disminuir el interés por el destino de Víctor Jara, artista y patriota, quien consagró su vida a la lucha por la libertad de su pueblo. En el presente libro el lector redescubrirá a ese cantante chileno. El autor conocía personalmente a Víctor Jara y en su narración documental traza la imagen del artista vista por un periodista soviético. El libro es fruto de las indagaciones que durante muchos años emprende el autor con el fin de encontrar a amigos y compañeros de Víctor Jara y ofrecer al lector sus testimonios con detalles reveladores de la vida del cantante.
Leonard Kósichev es periodista y se especializa en problemas internacionales, trabajó de corresponsal de la TV y Radio Soviéticas en Chile y México, viajó mucho por otros países latinoamericanos. Es autor de libros, ensayos y artículos traducidos al español y portugués.
Leonard Kósichev
ePub r1.0
helike21.02.14
Título original: гитара и пончо Виктора Хары
Leonard Kósichev, 1990
Traducción: Isabel Pozo Sandoval
Retoque de portada: helike
Editor digital: helike
ePub base r1.0
A mi hijo Andréi,
joven comunista de los ochenta.
Vine a vivir en este mundo…
Pablo Neruda
En setiembre, después del invierno brumoso y húmedo, a Santiago llega la primavera. El cielo sobre las cumbres nevadas de los Andes, al pie de los cuales se extiende la ciudad, se torna profundo y de un azul deslumbrante. Florece la mimosa. En el follaje fresco del cerezo llamean flores roji-rosadas. En los melocotoneros se abren las blancas inflorescencias como perlas, exhalando un suave aroma.
Pero en setiembre de 1973 en el aire primaveral de Santiago olía a quemado. En las calles ardían hogueras de libros. Con indiferencia de vándalos los nuevos fascistas que jamás leyeron las obras de los grandes pensadores, les prendían fuego. Las cenizas sobrevolaban la ciudad, subiendo a lo alto y posándose luego sobre el fresco verdor de los jardines y parques. Chamuscado por el torbellino de fuego se erguía el Palacio de la Moneda con las paredes carbonizadas y huecos negros en vez de ventanas, mudo testigo de la muerte del presidente Salvador Allende.
… Hacía ya una semana que la junta fascista de Pinochet usurpaba el poder en Chile. Mi carnet de corresponsal de la Televisión y Radio Soviéticas, acreditado ante el Gobierno de la Unidad Popular, ya no era válido. Pero yo permanecía en Santiago. Cuando oscurecía, desde la ventana del apartamento oía el pesado paso de las botas de los soldados, sordas ráfagas de ametralladoras.
Se prohíbe salir a la calle desde el anochecer: se ha implantado el toque de queda. Para estar al tanto de lo que ocurre, miro la televisión. Por todos los canales —y todos están controlados por la junta militar— se transmiten las «hazañas» de los putchistas con el fin de amedrentar a la gente. En la pantalla se ve una redada en la calle, otra en la estación ferroviaria, otra en un barrio obrero, a cual más brutal. Los soldados irrumpen a bayonetas caladas en una fábrica, obligan a los obreros a tenderse en el suelo con manos en la nuca. Al que se mueve le pegan un culatazo. Mozarrones en uniforme verde olivo y casco, obedientes como autómatas, con el pulgar puesto en el disparador, meten a los detenidos en las furgonetas. Se llevan a los desdichados a no se sabe donde. Y alternando estas siniestras escenas suena insoportable la clara melodía del himno chileno:
Puro Chile es tu cielo azulado…
La junta ordenó transmitir el himno a cada rato «para educar a la gente en el espíritu nacional». Una disposición oficial prohibía la palabra «compañero». Pinochet comenzó uno de sus discursos con las siguientes palabras: «Señores obreros…».
… El noticiero iba a concluir cuando el locutor leyó una breve información que hizo el efecto de una bomba: «Murió el conocido cantante folclórico Víctor Jara…». Era mentira. Los fascistas habían asesinado al artista. En la foto que en este momento apareció en la pantalla del televisor Víctor aparentaba ser más joven de sus 35 años. Víctor miraba desde la pantalla, lleno de vida: tupidos cabellos negros, rostro varonil, ojos claros muy abiertos que irradiaban generosidad. Portaba un poncho gris bordeado de rayas oscura y blanca. Y de nuevo con un dolor agudo atravesaron mi corazón las palabras del himno nacional, concluyendo el programa:
Puro Chile es tu cielo azulado…
Era horrible imaginar que Víctor ya no existía. Acudieron a mi memoria, una tras otra, escenas de mis encuentros con el cantante. ¿Cuándo lo vi por última vez?
… Fue en la plaza Bulnes. Sobre el mar humano que llenaba la plaza ondeaban banderas rojas y pancartas. Por tradición, los mítines de la Unidad Popular empezaban con actuaciones de populares cantantes y conjuntos. Y casi en cada concierto participaba Jara, cantando para un auditorio inmenso. Así fue también esta vez.
Víctor subió fácilmente al improvisado escenario: una alta plataforma sobre ruedas al lado de la tribuna. Se quitó el grueso y oscuro poncho, lo plegó y lo puso al borde del escenario. Esbelto, en pullóver fino muy ajustado a la figura, se acercó con paso lento al micrófono, afinando la guitarra.
Estaba tan cerca del escenario que veía el vivo brillo de los radiantes ojos negros de Víctor. Una clara sonrisa iluminaba su rostro moreno. Así sonríen los hombres de alma generosa. Se movía con mucha naturalidad ante miles de personas.
Víctor recorrió con la mirada la plaza y, sin esperar a que cesara el rumor, empezó a cantar. La hermosa voz se extendió sobre la enorme masa humana. Sus dedos rasgueaban ligeros las cuerdas. Cuando inclinaba la cabeza sobre la guitarra, un mechón de pelo ondulado le caía en la frente. A veces dejaba de tocar y extendía los brazos hacia el público como invitándolo: «¡Todos juntos! ¡Canten conmigo!». Y la plaza entera cantaba con su favorito: los albañiles con sus cascos, los jóvenes comunistas de uniforme carmesí, las mujeres con los niños en brazos, los campesinos de los pueblos aledaños con sus aludos sombreros…
De repente Víctor interrumpió la canción, alzó la mano y en seguida la bajó pasando los dedos por las cuerdas de la guitarra: saltaron al aire las notas del himno de la Unidad Popular. Víctor empezó a cantar Venceremos, volviéndose hacia donde la multitud se abría, formando un corredor vivo. Por allí se acercaba un hombre muy conocido de todos: las canas cubrían generosamente su cabeza, pero su andar era ligero y enérgico como el de un joven. Era Don Chicho, así llamaban cariñosamente los chilenos al presidente Salvador Allende. Por primera vez en la historia de Chile, se dirigían al jefe del Estado diciéndole «compañero» y no «señor». Allende repetía con orgullo: «Soy el compañero presidente de los que viven de su trabajo». Al ver a Allende la multitud entonó con unánime impulso el himno de la Unidad Popular. Miles de voces se fundieron en potente coro.
El operador de la radio tras el pupitre móvil, apretando los auriculares, movía la cabeza al son de la canción. El mitin se transmitía en directo por la cadena de las emisoras progresistas del país.
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