Linda Wolfe - El profesor y la prostituta
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- Libro:El profesor y la prostituta
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1986
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El profesor y la prostituta: resumen, descripción y anotación
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El profesor y la prostituta — leer online gratis el libro completo
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Para M. P. y J. P. W.
El delito ha aumentado de manera notable en las clases bajas… pero lo que me parece más raro es que los crímenes aumentan del mismo modo en las clases altas, como si dijéramos, proporcionalmente. Se oye decir que, en tal lugar, un estudiante asaltó el correo en plena carretera; en otro lugar gente de buena posición social se dedica a falsificar moneda; en Moscú atrapan a una banda que falsificaba billetes de lotería, y uno de sus jefes era un catedrático de Historia Universal, y uno de nuestros ministros fue asesinado por oscuras razones económicas… ¿Cómo explicar esta corrupción que se da en los sectores más educados de nuestra sociedad?
FEDOR DOSTOIEVSKI
Crimen y castigo
Boston, Massachusetts, 1983
El caso de William Douglas, profesor de una facultad de medicina de Boston, acusado de asesinar a una joven prostituta de la que se había enamorado, me interesó apenas oí hablar de él. Como es natural, me preguntaba si el profesor había matado a la prostituta, pero lo que más me intrigaba era la historia de amor entre ambos. Me parecía fascinante la idea de que un respetable profesor pudiera enamorarse de una fulana.
Pero yo no era la primera escritora a quien le sucedía esto. El amor de un profesor por una prostituta había inspirado El ángel azul, de Heinrich Mann. Dostoievski había escrito sobre la pasión de un académico por una prostituta en Memorias del subsuelo, y luego retomó el tema dos años más tarde, creando un conflicto similar para Raskolnikov, el personaje de su novela Crimen y castigo. Anatole France, Somerset Maugham, Émile Zola y unos cuantos escritores más trataron este asunto, explorando en vigorosas novelas y cuentos todas las posibilidades que ofrece el amor de un macho honorable por una hembra malvada. En estas relaciones hay algo que tienta a la imaginación.
Sin duda esto sucede porque apelan a una zona secreta de nosotros, a una parte nuestra donde la razón desaparece y reina la fantasía. Amar a una prostituta, penetrar en un mundo en el que la sexualidad no conoce restricciones, es una de las fantasías arquetípicas de los hombres, que tiene su equivalente en la fantasía femenina de ser una prostituta, libre de las represiones de la sociedad.
En abril de 1983 decidí escribir sobre Douglas, y me dirigí a Nueva Inglaterra para investigar sobre el caso y asistir al juicio. Poco tiempo después de que comenzara mi trabajo, Douglas, que había sostenido durante más de un año que era inocente, confesó que había matado a Robin Benedict, su novia prostituta. El enigma del asesinato ya estaba resuelto, pero yo continué mi indagación porque en aquella historia había algo que me interesaba mucho más que saber si el profesor había matado o no a la prostituta. Lo que despertaba mi curiosidad era el drama de una fantasía que se había hecho realidad.
El profesor en la ciudad de la noche
Una noche del mes de marzo de 1982 William Henry James Douglas, profesor de anatomía y biología celular en la Facultad de Medicina de la Universidad Tufts, de Boston, decidió que estaba demasiado tenso para volver directamente a casa a dormir. Le pasaba a menudo cuando se quedaba a trabajar hasta tarde. Su trabajo era complejo y agotador. Necesitaba relajarse, tomar una copa. Sexo. Una manera de olvidarse de uno mismo al abrazar a otro.
Un hombre diferente del profesor se hubiera ido a su casa, se hubiera servido un whisky, hubiera acariciado el cuerpo de su durmiente esposa, y la hubiera despertado para comunicarle su inquietud y su deseo. Pero para Douglas esto era impensable. Él y Nancy llevaban casados veinte años, tenían tres hijos y habían pasado varios años desde la última vez que hicieran el amor. Douglas incluso pensaba que ya no la amaba, o al menos no la amaba con la romántica emoción que anhelaba sentir. Y no se había opuesto cuando Nancy comenzó a trabajar en el turno de noche en una clínica particular. ¿Qué importancia tenía, si después de todo ni siquiera dormían en la misma habitación?
Douglas —cuarenta años de edad y la sensación de que la vida le había dejado atrás— metió sus cosas en la cartera, cerró la puerta de su hediondo laboratorio y se dio prisa por los vacíos y resonantes pasillos de la Facultad de Medicina. Resolvió que iría a un bar, y que más tarde tal vez se buscaría una prostituta. No sería la primera vez. ¿Y qué mal había en ello, puesto que Nancy y los chicos nunca lo sabrían?
Minutos después caminaba por las calles del barrio bajo de Boston, un lugar llamado la Zona de Combate, y lleno de garitos con espectáculos de strip-tease, peep-shows, librerías porno, luces multicolores y toscos carteles anunciando atracciones como «¡Sexo en vivo y en directo!» y «¡Colegialas desnudas!».
La Zona es muy pequeña, apenas unas cuatro manzanas, y está tan cerca del nuevo centro cultural de Boston, y de algunos de los hoteles más importantes de la ciudad, que muchos ciudadanos como usted y como yo la cruzan con frecuencia. Sus ocupantes habituales, sin embargo, son macarras, prostitutas y traficantes de drogas, y están tan desmadrados que hasta los agentes de policía que patrullan el barrio hablan de ellos con asombro.
—A veces me resulta imposible creer que existan personajes como los que tenemos aquí —me decía un guardia encargado de vigilar la Zona—. Ojalá pudiera mostrarle algunas de las películas que tenemos sobre las actividades de la Zona, cosas como la escena en que una de las chicas, furiosa con un cliente, está discutiendo con él en un aparcamiento, y de repente levanta la mano y apaga su cigarrillo en la mejilla del hombre.
El policía me siguió contando que los tirones y los navajazos, las palizas y los robos eran cosa de todos los días, y que incluso los asesinatos no eran raros.
Bill Douglas no era un hombre aprensivo. Quizá porque pensaba que le protegía su corpulencia. Era alto y pesaba cerca de ciento veinticinco kilos. O puede que se sintiese cómodo porque conocía bien la Zona. Esta linda con los altos y asépticos edificios de la Facultad de Medicina, y Douglas había hecho frecuentes visitas al barrio desde que comenzara a trabajar en la Universidad Tufts, hacía ya algunos años. Fuera cual fuese la razón, el profesor caminó tranquila y lentamente por una de las callejuelas de la Zona, mirando dentro de los antros más conocidos, hasta que finalmente entró en un bar llamado Good Time Charlie’s.
Cuando visité el lugar, me llamó la atención el hecho de que el bar, a pesar de su nombre alegre y amistoso, era extremadamente sórdido. Los clientes, jóvenes marineros o emigrantes pobres, parecían más solitarios que libidinosos. Inclinados con aire de tristeza sobre sus copas, bebían continuamente y miraban con muy poco interés los meneos y contoneos de las bailarinas que, en distintos grados de desnudez, se movían al compás de la música de un tocadiscos automático. Los letárgicos y solitarios borrachos no parecían animarse ni siquiera cuando terminaba la pieza y las bailarinas, desnudas como estaban, bajaban de la pista y cruzaban la sala llena de humo para poner una moneda en el tocadiscos.
Claro está que las bailarinas no eran gran cosa. Casi todas eran flacas, o gordas y fofas, o demacradas y ojerosas. La mayoría de las prostitutas que frecuentaban el bar tampoco se destacaban por su atractivo. Bastante viejas, sus caras parecían inexpresivas bajo una espesa capa de maquillaje, e iban vestidas con ropas llamativas y vulgares. De vez en cuando, sin embargo, se veía a alguna joven prostituta de rostro terso, hermosa figura y vestida con buen gusto.
Yo había ido a Charlie’s con un amigo, un respetable y próspero bostoniano que no había estado nunca en un bar de la Zona de Combate, y me había acompañado para que me sintiese más segura, y supongo que también por curiosidad. Toda la tarde, mientras yo interrogaba al barman y a algunas prostitutas que hablan conocido a Robin Benedict, mi amigo había hecho una y otra vez el mismo comentario:
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