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Laslo Havas - Asesinato en la cumbre

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Laslo Havas Asesinato en la cumbre
  • Libro:
    Asesinato en la cumbre
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1969
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Asesinato en la cumbre: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Abril

ABRIL

SCHULZE-HOLTHUS

Sin ser en absoluto el extremo del mundo, Teherán no estaba muy lejos de él. Algunos extranjeros vivían allí hacía decenas de años, allí se habían casado y habían acabado por asimilarse. Pero al principio, todos se sentían espantosamente solos y perdidos.

«Diez meses pasados en Irán daban la impresión de estar completamente aislado del mundo —observó un periodista americano—. Ninguna otra capital estaba hasta tal punto al margen de la guerra, salvo quizá Lhasa, en el Tíbet».

Por esto los agentes alemanes, desobedeciendo a menudo las instrucciones formales de Berlín, tomaban contacto entre sí, aunque pertenecieran a organismos rivales.

Schulze-Holthus encontró a Franz Mayr mientras los aliados estaban internando a los alemanes y los dos hombres se refugiaron en la Embajada del Reich. Aunque el embajador Ettler no pudo hacer nada por ellos, les presentó uno a otro. La relación así iniciada continuaría sin adquirir ni mucho menos un carácter de verdadera amistad. Pero en cuanto uno de ellos tenía preocupaciones graves, inmediatamente recurría al otro.

En aquel universo hostil, las comunicaciones con Berlín constituían el problema esencial. En aquel plano por lo menos, los agentes del Abwehr y los del SD daban pruebas de un mínimo de solidaridad.

Tan pronto llegaron los paracaidistas, Mayr envió un mensaje a Schulze-Holthus que esperaba en la seguridad relativa del imperio montañoso de Nasr Khan. El mensaje del agente SS decía así:

Un comando alemán de transmisiones compuesto por seis hombres ha sido lanzado cerca de Teherán. Están conmigo y espero que, dentro de ocho días, a más tardar, estaré en comunicación radiofónica con Berlín.

El comandante Schulze-Holthus quedó infinitamente agradecido a Mayr. Para él, el enlace con Berlín significaba más que la esperanza de recibir socorros que hubiese necesitado mucho en su difícil situación. Desde que su mujer se puso en camino hacia Turquía, a través de los macizos salvajes del Kurdistán, estaba sin noticias de ella. Suponía que Berlín iba a decirle, por lo menos, si había llegado felizmente.

Mayr hizo cuanto pudo para esconder a sus hombres. Sin duda era fácil encontrar en Teherán un escondrijo para quien fuese enemigo de los ingleses, sobre todo si ese enemigo llevaba el bolsillo bien provisto.

No obstante, la misteriosa mentalidad de los orientales consta al menos de un recoveco secreto que la mayoría de especialistas omiten mencionar. Los «patriotas» iraníes estaban dispuestos a todos los sacrificios, siempre y cuando se les pagara en consecuencia. Incluido el sacrificio de vender sus amigos a sus enemigos.

Uno de los seis hombres, un tal Corell, falleció de tifus poco tiempo después de su llegada. Los otros, tras haber superado numerosas dificultades técnicas, lograron finalmente establecer el enlace con el centro radiofónico SS de Wansee, cerca de Berlín. De todos modos, habían necesitado más de ocho días para conseguirlo.

MAYR

Pero en el RSHA no se tenía tiempo de ocuparse de los problemas personales de un agente del Abwehr.

La Kriegsmarine acababa de concentrar en el puerto de Narvik una importante escuadra destinada a interceptar los convoyes de material de guerra que cruzaban el mar del Norte en dirección a Murmansk. Además de un crucero de batalla y de ocho destructores, aquella flota constaba de los tres navíos más prestigiosos de la Armada alemana, el Tirpitz, el Schanhorst y el Lützow. Esta concentración preocupó tanto a los anglosajones que Churchill se sintió obligado a advertir a los rusos que, por el momento, no debían esperar recibir más material por aquella ruta.

Stalin consideró aquella interrupción de los convoyes como «catastrófica». En el Alto Estado Mayor alemán se frotaron las manos y comenzaron a contemplar la situación en el frente del Este con un brusco rebrote de optimismo.

Sólo hacía falta una operación para que la superioridad técnica de los alemanes fuese decisiva: encontrar el medio de paralizar igualmente las entregas por el Sur, a través del territorio iraní. En el Mediterráneo, las posibilidades de acción eran muy menguadas. Por consiguiente, la tarea correspondía a los hombres apostados en las cercanías del ferrocarril transiraní.

Los convoyes estaban protegidos por el Ejército iraní, las fuerzas de ocupación inglesas y soviéticas y 28 000 soldados americanos.

En abril de 1943, los agentes alemanes que actuaban en Irán no llegaban a cuarenta. Fue aquella proporción de fuerzas que tuvo que afrontar Mayr cuando recibió del RSHA estas órdenes ambiciosas: sabotear los pozos de petróleo, sabotear las instalaciones ferroviarias e influenciar a los políticos iraníes…

Su respuesta llegó a Schellenberg primero y a Kaltenbrunner después. Juntos, fueron a ver a Himmler para preguntarle qué entendía exactamente por «impedir a toda costa las entregas de material de guerra a través del territorio iraní».

Himmler pudo aclarárselo. En su opinión, no podía haber, en un asunto tan importante, más que una sola autoridad: el propio Hitler.

He aquí cómo el Reichsführer formulaba la solución, presentándola como emanando del jefe del Estado. En lo sucesivo las misiones confiadas a los comandos en Irán serían consideradas como Führerbefehle (órdenes directas de Hitler) y, por lo tanto, indiscutibles.

Al enterarse de que el Führer en persona vigilaba su acción, Mayr y sus hombres experimentaron cierto orgullo. Sin embargo, no comprendían muy bien en qué podía aquello ayudarles realmente.

WANDA

Ernst Merser se enteró de la presencia de los paracaidistas alemanes una semana después de su llegada. Harto curiosamente, fue informado de ello, no por sus colegas alemanes, sino por sus amigos iraníes.

Mayr sólo visitaba a sus aliados por la noche. Solía disfrazarse y no iba a ninguna parte, ni siquiera a la cama, sin sus dos pistolas. Su escondite estaba equipado con todos los accesorios tan gratos a los autores de novelas de espionaje: una emisora clandestina, un verdadero arsenal, pelucas, disfraces, venenos, tinta simpática…

En cambio, la villa de Merser, situada en la calle Kakh, en el barrio residencial más elegante de Teherán, cerca del Khyaban Pahlevi, no se distinguía en nada de las viviendas de otros hombres de negocios prósperos. Admitiendo que la hubiesen registrado —pero ¿por qué razón habrían sospechado de aquel honrado ciudadano suizo?— los policías habrían llegado a la conclusión de que la vida privada de aquel hombre era asombrosamente apagada y monótona.

Si recibía a veces germanófilos notorios, como Seyyid Abol Qasim Kashani o al diputado Habibullah Nobakht, la gente lo atribuía a su indiferencia total en el plano político. La vida mundana de la capital se limitaba a un círculo de personas tan restringido que un ciudadano neutral no podía preocuparse demasiado de las convicciones políticas de sus amigos.

Tampoco se pensaba en vigilar su correspondencia. De todas maneras, aunque alguna de sus cartas hubiese sido abierta, no se habría encontrado en ella más que detalles relativos a sus asuntos comerciales. El código que usaba era tan sencillo que un boyscout un poquitín inteligente lo habría descifrado fácilmente, pero a nadie se le había ocurrido aún probarlo.

La presencia de Wanda Pollock le había hecho cambiar de costumbres en cierta medida, pero aquello tampoco lo hubiera notado un observador superficial. Solía quedarse en casa, donde pasaba horas charlando con la muchacha. Más exactamente, era Wanda quien hablaba mientras él se contentaba con escuchar. Sus relaciones no tenían el menor carácter sentimental.

Por el contrario, desde su primera entrevista Wanda confió en él de la manera más absoluta y, sin esperar sus estímulos, se lo contó todo: los soldados alemanes, los rusos, los golpes, las humillaciones.

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