Ioan Grillo - El Narco
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- Libro:El Narco
- Autor:
- Editor:Ediciones Urano
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- Año:2011
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Ioan Grillo
El Narco
En el corazón de la insurgencia criminal mexicana
Traducción de Antonio-Prometeo Moya
TENDENCIAS EDITORES
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Fantasmas
A hora todo parecía un mal sueño.
Había sido vívido y salvaje, de eso no cabía la menor duda, pero de algún modo parecía algo irreal, como si Gonzalo hubiera presenciado aquellas horribles escenas desde arriba, como si hubiera sido otro el que había cruzado disparos en plena luz del día con los policías cubiertos con pasamontañas. Otro el que había irrumpido violentamente en las casas y sacado a rastras a hombres inútilmente protegidos por esposas y madres que lloraban. Otro el que había atado de pies y manos a las víctimas con cinta adhesiva de seguridad para que recibieran golpes sin poder moverse de la silla y estuvieran días sin comer. Otro quien les había partido el cráneo a machetazos cuando aún estaban vivos.
Pero todo había sido real.
Cuando había hecho esas cosas era un hombre diferente, me cuenta Gonzalo. Fumaba crack y bebía whisky todos los días, tenía poder en un país donde los pobres no pueden defenderse, tenía una troca del año y estaba en condiciones de comprar casas pagando en efectivo, tenía cuatro esposas e hijos repartidos por todas partes... No tenía ningún Dios.
En ese tiempo no tenía ningún temor. No sentía nada, no tenía compasión por nada —dice con lentitud y titubeando ante algunas palabras.
Tiene la voz aguda y nasal, dado que la policía le machacó los dientes a golpes hasta que confesó. Su cara revela pocas emociones. Me cuesta percatarme de la gravedad de lo que dice, hasta que más tarde rebobino el vídeo de la entrevista y transcribo sus palabras. Entonces me doy cuenta cabal de lo que me ha dicho, hago una pausa y me estremezco por dentro.
Hablo con Gonzalo en una celda en la que hay otros ocho presos; es un soleado martes por la mañana y estamos en Ciudad Juárez, la ciudad con más homicidios de todo el planeta. Estamos a unos 10 kilómetros de Estados Unidos y del Río Grande, que corta América del Norte como las rayas de la mano. Gonzalo está sentado en el catre, en un rincón de la celda, con las manos unidas y los antebrazos apoyados en los muslos. Viste una sencilla camiseta blanca que pone de manifiesto su vientre prominente, sus anchas espaldas y los poderosos músculos que cultivó de adolescente, cuando jugaba al fútbol americano, y que a sus 38 años mantiene aún en forma. De pie mide 1,88 metros, su físico es imponente y hace valer su autoridad sobre sus compañeros de celda. Pero cuando habla conmigo se muestra humilde y comunicativo. Luce un curvo bigote negro y lleva perilla (barba de chivo) que se le ha vuelto gris. Mira con fijeza e intensidad, su aspecto intimida y parece implacable, pero también deja traslucir un sufrimiento interior.
Durante diecisiete años ha hecho de soldado, secuestrador y asesino a sueldo de las bandas mexicanas de la droga. En ese período ha segado más vidas humanas de las que es capaz de recordar. En casi todos los demás países sería considerado un peligroso asesino en serie y estaría encerrado en una cárcel de máxima seguridad. Pero en México, actualmente, hay miles de asesinos en serie. Incluso en los presidios, que están atestados, se producen matanzas espantosas. En un disturbio mueren veinte presos; en otro, veintiuno; en otro, veintitrés; y todo esto en cárceles próximas a la misma malhadada frontera.
Dentro del sangriento presidio nos encontramos en una especie de santuario, un ala entera para los cristianos renacidos. Es el reino de Jesús, me dicen, un oasis donde acatan las leyes de su propio «gobierno eclesiástico». Otras alas están en manos de las distintas bandas: una está controlada por Barrio Azteca, que trabaja para el cártel de Juárez; otra está en poder de sus enemigos declarados, los Artistas Asesinos, que matan para el cártel de Sinaloa.
Los trescientos cristianos tratan de vivir al margen de la guerra. Bautizada con el nombre de Libres en Cristo, la secta fundada en la cárcel ha asimilado algunos elementos alborotadores y radicales del evangelismo sudamericano con objeto de salvar estas almas. Asisto a una misa carcelaria antes de sentarme con Gonzalo. El pastor, otro condenado por tráfico de drogas, mezcla anécdotas sobre la antigua Jerusalén con sus crudas experiencias de la calle, utiliza la jerga delincuente y llama a su grey «los compadres del barrio». Una banda que toca en vivo introduce en los himnos aires de rock, de rap y de música norteña. Los pecadores se desahogan a gusto, practican el slam-dancing al compás de lo que canta el coro, rezan con los ojos cerrados, aprietan los dientes hasta que rechinan, sudan, elevan los brazos al cielo, aprovechan toda su fuerza espiritual para exorcizar sus abyectos demonios.
Gonzalo tiene más demonios que la mayoría. Lo encarcelaron un año antes de conocerlo yo y compró su acceso al ala de los cristianos esperando que fuese un lugar tranquilo donde escapar de la guerra. Pero mientras escuchaba atentamente sus declaraciones, me dio la impresión de que había entregado su corazón a Cristo con sinceridad, de que rezaba realmente para redimirse. Y cuando habla conmigo —un entrometido periodista británico que hurga en su pasado— es como si se confesara realmente con Jesús.
Conocer a Cristo es una cosa totalmente diferente. Es un temor y uno empieza a pensar las cosas y lo que ha hecho y dejado de hacer. Porque era lo malo. Pensar en las otras personas; pudo haber sido un hermano mío a quien yo le hacía eso, podría haberle pasado a mis hermanos. Muchos padres sufrieron.
El hecho de pertenecer al crimen organizado es así. Tienes que cambiar, pues. Puedes ser la persona más buena del mundo y la gente con quien tú convives te cambia totalmente. Te vuelves otra. Las drogas te hacen otra, el vino.
He visto demasiados vídeos donde se ha plasmado el sufrimiento causado por sicarios como Gonzalo. He visto a un sollozante adolescente torturado en una cinta enviada a su familia; a un anciano cubierto de sangre que confesaba haber hablado con un cártel rival; una hilera de víctimas arrodilladas, con bolsas cubriéndoles la cabeza, muertas una por una de un balazo en el cráneo. ¿Merece el perdón quien comete estos crímenes? ¿Merece un lugar en el paraíso?
Sin embargo, veo en Gonzalo un lado humano. Es cordial y amable. Hablamos de asuntos más superficiales. Quizás en otro tiempo y lugar hubiera podido ser un hombre como Dios manda, que trabajara con abnegación y se preocupara por su familia; como su padre, que, según cuenta, fue electricista toda la vida y sindicalista.
En mi país he conocido a hombres violentos y llenos de furia; gamberros que dan botellazos a otros o los apuñalan en una discusión sobre fútbol. En apariencia se diría que son hombres más detestables y temibles que Gonzalo cuando habla conmigo en la celda de la cárcel. Sin embargo, no matan a nadie. Gonzalo ha contribuido, en el amanecer del siglo XXI , a que México sea el sangriento campo de batalla que ha conmocionado al mundo.
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