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Juan Miralles - Hernán Cortés, inventor de México

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Juan Miralles Hernán Cortés, inventor de México
  • Libro:
    Hernán Cortés, inventor de México
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2001
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Hernán Cortés, inventor de México: resumen, descripción y anotación

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A Manuel González Cosío,

por el interés tan grande

con que siguió el progreso

del libro desde su nacimiento.

Al maestro emérito

don Ernesto de la Torre Villar,

quien bondadosamente

se dignó a revisar el manuscrito

y formular valiosas sugerencias.

El autor desea expresar

su reconocimiento,

por demás obligado,

al distinguido académico

don José Luis Martínez,

cuya compilación Documentos,

facilitó en inmensa medida

la elaboración de este trabajo.

Apéndices
Abreviaturas y referencias bibliográficas
AGIArchivo General de Indias, Sevilla
AGNArchivo General de la Nación, México
CDHMColección de Documentos para la Historia de México, publicada por Joaquín García Icazbalceta, México, 1858, 2 vols.
NCDHMNueva Colección de Documentos para la Historia de México, publicada por Joaquín García Icazbalceta, México, 1866, 2 vols.
CDIAOPacheco, Cárdenas y Torres de Mendoza, Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía…, Madrid, 1864-1894, 42 vols.
CuevasCartas y otros documentos de Hernán Cortés novísimamente descubiertos en el Archivo de Indias de la Ciudad de Sevilla e ilustrados por el P. Mariano Cuevas. S. J. México, 1914.
PugaCedulario: Vasco de Puga, Provisiones, cédulas, instrucciones de Su Majestad… y gobernación desta Nueva España… En México, en casa de Pedro Ocharte, 1563.— Facsímiles: Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1945 y Centro de Estudios Condumex, México, 1985
Capítulo 1
El trampolín antillano

C olón volvió a España hablando maravillas de lo que había encontrado. Era la tierra de Jauja. Fue tan grande el entusiasmo que despertó, que pocos meses después partía de nuevo, para el que sería su segundo viaje, al frente de una flota de diecisiete navíos, llevando consigo a un número cercano a los mil quinientos hombres, que habrían de establecerse en La Española (isla compartida hoy día por Haití y República Dominicana). Pero pronto se apagaría el entusiasmo, pues antes de transcurrir tres años la mayoría sucumbió al hambre y a las enfermedades. La colonización española en América, o las Indias, como entonces se les llamaba, comenzó con el pie equivocado. Ni Colón tenía madera de colonizador, ni los hombres que trajo eran los indicados. Hidalgos y gente de palacio. Se dio el caso de que Bernardo Buil, un benedictino que Fernando el Católico había colocado a manera de comisario político, desertó regresándose a España por diferencias que tuvo con él, y porque consideró que aquello era inviable. Ante un fiasco de esa magnitud, se revisaron las coordenadas del proyecto. Ciertamente, no era lo que se esperaba. No existían riquezas. Pero como Isabel y Fernando habían asignado a España la tarea de evangelizar el orbe, se resolvió seguir adelante.

La cristianización pasó a ser el objetivo prioritario. El problema con que se topó entonces fue que las Indias habían perdido rápidamente el atractivo. Nadie quería ir. Y como escaseaban los voluntarios, se llegó a acudir al recurso de poblar con convictos a quienes les era conmutada la pena por el destierro a La Española. Así, el Nuevo Mundo pasó de la tierra de Jauja a una colonia penal. El capítulo de los convictos es poco conocido; sin embargo, el padre fray Bartolomé de Las Casas ha dejado el testimonio siguiente: «déstos cognocí yo en la isla a algunos, y aun alguno, desorejado, y siempre le congnoscí harto hombre de bien». Antes de su partida, Fernando el Católico, quien conocía a Diego desde su infancia, pues lo tuvo como paje, le impartió instrucciones muy precisas, delimitando los términos de sus atribuciones; pero llegado a Santo Domingo lo primero que hizo fue apartarse de lo ordenado. Fue amonestado, en carta cuyo portador fue su tío Bartolomé; pero como persistiera, y llovieran las quejas en contra suya, se le llamó de regreso, abandonando la isla a fines de 1514 o comienzos de 1515; confiaba en volver pronto, por lo que dejó atrás a la esposa y dos hijas. Pero antes de su partida, había tomado una decisión que tendría resultados trascendentales: ordenó a su lugarteniente Diego Velázquez, que procediese a la ocupación de Cuba.

Mal podría hablarse aquí de una conquista, pues aquello, más que una campaña, se redujo a una toma de posesión llevada a cabo con muy escasa resistencia. Prácticamente, el único en oponerse fue Hatuey. Éste era un cacique haitiano, que huyendo de los españoles, se Había asentado en el extremo oriental de la isla con un grupo de sus seguidores. Muy pronto fue capturado, y sentenciado por Velázquez a morir en la hoguera. Al ser atado al palo, se le acercó un religioso franciscano, exhortándolo a que muriese como cristiano. Hatuey preguntó si los españoles iban al Cielo, y al respondérsele afirmativamente, en el caso de que fueran buenos, expresó que entonces él no quería ir.

Diego Velázquez quedó firmemente asentado como gobernador de Cuba. Provenía del grupo de hidalgos llegados con Colón en su segundo viaje (1493); pertenecía, por tanto, al pie veterano. Era uno de los sobrevivientes de las hambres de la Isabela, la primera ciudad española fundada en América, misma que terminó en desastre total. Pronto fue abandonada y la maleza no tardó en apoderarse de ella, convirtiéndose en un lugar espectral, cuya memoria quedó maldecida. Las Casas refiere una conseja que, aunque no sea más que eso, sirve para ilustrar el temor y respeto que, con el paso del tiempo, continuó infundiendo el lugar. La historia cuenta que, unos años más tarde, cuando la población de puercos introducidos en la isla se había multiplicado considerablemente, un vecino que andaba dándoles caza se introdujo entre las breñas que crecían en las ruinas, topándose con un grupo de recién llegados. Se trataba de hidalgos y gente de palacio, como lo denotaban las capas negras y demás indumentaria. Le extrañó verlos, pues no tenía noticia de que por esos días hubiese llegado algún barco de España. Éstos se mantenían a prudente distancia sin decir palabra, ocultando el rostro bajo las alas del sombrero y el embozo de la capa. El hombre se acercó a ellos y los saludó, a lo que éstos respondieron descubriéndose. Y con los sombreros se quitaron igualmente las cabezas.

Velázquez probó ser promotor eficiente; en cosa de cinco años, había fundado siete villas; a todo lo largo de la isla había poblados, y las tierras se encontraban repartidas. No existen cifras acerca de los españoles establecidos en esos momentos, pero por algunos datos disponibles, podría asumirse que su número superaría con mucho los tres mil. El despegue económico era ya una realidad. Y con el jefe al otro lado del océano, Diego Velázquez, que en realidad sólo era teniente de gobernador, se movía con toda autonomía, y ya se veía como gobernador. El centro del poder político para el gobierno de las Antillas residía en Santo Domingo; pero Velázquez gozaba de una autonomía inmensa. Para ello contaba con el favor del obispo Juan Rodríguez de Fonseca, y con tal respaldo hacía y deshacía como le venía en gana.

No es posible hablar de los primeros pasos de la penetración española en América, sin traer a cuento el nombre del obispo Juan Rodríguez de Fonseca, quien como presidente del Consejo de Indias, era el hombre que tenía en el puño las nuevas tierras, manejándolas como feudo propio. Provenía de una de las familias más prominentes de Castilla que, durante la guerra de sucesión, desde un primer momento abrazó el partido de la reina Isabel, frente a las pretensiones de Juana la Beltraneja. Existe un anécdota que, de manera muy gráfica, nos muestra quién era este personaje. En uno de sus arrebatos, Juana la Loca resolvió viajar a Flandes para reunirse con su esposo. Pero no estando preparada una flota, quiso hacerlo por tierra, atravesando Francia.

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