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Joseph Roth - Viaje a Rusia

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Joseph Roth Viaje a Rusia
  • Libro:
    Viaje a Rusia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1930
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Viaje a Rusia: resumen, descripción y anotación

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I

Los emigrantes zaristas

Mucho antes de que a uno se le ocurriera pensar en ir a visitar la Rusia actual, la vieja ya salía a nuestro encuentro. Los emigrantes destilaban el salvaje aroma de su patria, del desamparo, de la sangre, de la pobreza, de un extraordinario y novelesco destino. Había algo que casaba muy bien con los clichés europeos sobre los rusos: el hecho de que hubieran vivido algo semejante, que fueran excluidos, expulsados de sus cálidos hogares, peregrinos del mundo sin rumbo, descarrilados que, a la hora de transgredir las fronteras establecidas por la ley, se escudaran en la antigua fórmula literaria del «alma rusa». Europa conocía a los cosacos por los espectáculos de variedades, las bodas rusas de aldeanos por las escenas operísticas, por los cantantes rusos y las balalaicas. Nunca se percató (incluso después de que Rusia hubo regresado a nosotros) de hasta qué punto los novelistas franceses —los más conservadores del mundo—, igual que los sentimentales lectores de Dostoievski, habían tergiversado al hombre ruso hasta convertirlo en una figura kitsch, divina y bestial, cargado de alcohol y filosofía, envuelto en una atmósfera de samovar y esencias asiáticas. ¡Y en qué habían convertido la mujer rusa! En una especie de bestia humana, dispuesta al arrepentimiento y apasionada del engaño, despilfarradora y rebelde, una figura literaria y una fabricante de bombas. Cuanto más tiempo se prolongaba su emigración, tanto más se acercaban los rusos a la idea que se había hecho la gente de ellos. Nos complacían asemejándose a nuestro cliché. La sensación de ser portadores de un «papel» tal vez aminoraba su situación miserable. Resultaba más llevadera si adquirían un valor literario. El príncipe ruso que hace de chófer en un taxi parisino conduce directamente rumbo a la literatura. Su destino puede ser horrible, pero es literariamente aprovechable.

La vida anónima de los emigrantes se convirtió en una producción de índole pública. Sobre todo porque ellos mismos se ofrecían como espectáculo. Por centenares fundaron teatros, montaron coros, grupos de baile y orquestas de balalaicas. Durante dos años, fueron algo novedoso, genuino, sorprendente. Más tarde, todos se volvieron obvios y aburridos. Perdieron la relación con la tierra patria. Se alejaron cada vez más de Rusia, y Rusia aún más de ellos. Europa conocía ya a Meyerhold, y ellos seguían aferrados a Stanislavski. Los «pájaros azules» comenzaron a cantar en alemán, francés o inglés. Finalmente, volaron hacia América y perdieron las plumas.

Los emigrantes se consideraban a sí mismos como los únicos representantes de lo genuinamente ruso. Lo que había surgido y cobrado importancia en Rusia tras la Revolución lo tildaban de «antirruso», «judío», «internacional». Hacía ya mucho tiempo que Europa se había acostumbrado a ver a Lenin como un representante de lo ruso. Los emigrantes seguían apoyando a Nicolás II. Con una conmovedora lealtad, se aferraban al pasado, pero contravenían la historia. Y ellos mismos minimizaban su tragedia.

¡Ah, tenían que vivir! He aquí por qué, en los hipódromos de París montaban caballos de sangre extranjera con un patriótico galope de cosacos, por qué aparecían vestidos con arqueadas cimitarras turcas procedentes del rastro de Glignancourt; portaban cartucheras vacías y romos puñales en sus paseos por Montmartre, se tocaban la cabeza con grandes gorros de pelo de oso confeccionados con auténticas pieles de gato, y se erguían con un aspecto horrendo ante las puertas giratorias de los establecimientos, como si fueran cabecillas surgidos de las regiones del Don, por mucho que hubieran venido al mundo en Volinia. No pocos habían ascendido, a través de los incontrolables pasaportes Nansen, a la condición de grandes príncipes. De todos modos, daba igual. Todos ellos sabían enmarcar con idéntica destreza a sus balalaicas los sonidos de nostalgia y melancolía por su patria, llevar botas rojas de tafilete con espuelas plateadas y girar sobre el tacón, acuchillados en una profunda genuflexión. En un programa de variedades en París, vi a una princesa representar una ceremonia nupcial rusa. Una novia radiante, custodiada por unos vigilantes nocturnos de la Rue Pigalle que, disfrazados de boyardos, se alzaban sobre una especie de macetas mientras una catedral de cartón brillaba al fondo, de la que emergía el pope con su barba de algodón; a su vez, piedras preciosas de cristal fulgurando bajo el brillo del sol ruso que provenía de los focos, mientras la orquesta, con los violines en sordina, vertía gota a gota, la canción del Volga en los corazones del público. Otras princesas eran camareras de locales rusos, el bloc de pedidos colgando sobre sus delantales sujeto con cadenas de plata de Tula; las cabezas erguidas con orgullo sobre su cerviz, poniendo de manifiesto la firme tragedia de su condición de emigrantes.

Otros, destrozados, permanecían sentados en silencio en los bancos de las Tullerías, del jardín de Luxemburgo, del Prater vienes o del Tiergarten berlinés, a la orilla del Danubio en Budapest o en los cafés de Constantinopla. Mantenían relaciones con los reaccionarios de cada país. Allí estaban sentados, llorando a sus hijos e hijas caídos, a sus añoradas mujeres, pero también la pérdida de aquel reloj de oro que les había regalado Alejandro III. Muchos habían abandonado Rusia porque no «podían quedarse viendo la desgracia del país». Conozco judíos rusos «expropiados» un par de años antes por Denikin y Petliura y que, no obstante, a nadie en el mundo odian tanto hoy en día como a Trotski, que no les ha hecho nada. Quieren recuperar su falso certificado de bautismo, con el cual, de forma humillante e indigna, obtenían subrepticiamente la residencia en las grandes ciudades rusas, algo de otro modo prohibido. En el pequeño hotel del Quartier Latin donde me alojaba, vivía un conocido príncipe ruso, con su padre, su mujer, los hijos y una bonne. El viejo príncipe era todavía de los auténticos. Cocía su sopa en un infiernillo de alcohol, y aunque yo sabía que era un auténtico antisemita y que había sido toda una lumbrera a la hora de despellejar campesinos, me parecía conmovedor verle arrastrarse congelado a lo largo de las húmedas tardes otoñales, como un símbolo, no ya de un hombre, sino de una hoja aventada del árbol de la vida. Pero ¡qué diferente de su hijo!, educado en el extranjero, vestido con elegancia por sastres parisinos, mantenido por grandes príncipes más ricos que él. En el locutorio telefónico ponía conferencias a antiguos guardias de la escolta zarista, mandaba misivas de lealtad por sus onomásticas a auténticos y falsos Romanovs, y a las damas del hotel les dejaba pequeñas cartas de amor, de un rosa cursi, en la casilla de las llaves. Se apresuraba a ir, en automóvil, a los congresos zaristas, y vivía en Francia como un pequeño dios emigrado. A su encuentro salían profetas, popes, cartomantes, teósofos, todos aquellos que conocían el futuro de Rusia, el retorno de la gran Catalina y de las troicas, de las cacerías de osos y de la Kalorga, de Rasputín y la servidumbre…

Todos se perdieron. Perdieron la condición de rusos y de nobles. Y dado que no habían sido otra cosa que nobles y rusos, lo perdieron todo. Se hundieron por el peso de su propia tragedia. Al gran espectáculo trágico se le escaparon los héroes. Inexorable, la historia siguió su férreo y sangriento camino. Nuestros ojos se fatigaron de contemplar una desgracia que se había degradado tanto a sí misma. Estábamos ante ruinas que no comprendían su propia catástrofe, nosotros sabíamos más de ellos de lo que ellos mismos podían contarnos, y, del brazo del tiempo, pasamos por encima de aquellos seres perdidos, con crueldad y, no obstante, con tristeza.

Frankfurter Zeitung, 14 de septiembre de 1926

II

La frontera de Negoréloye

La frontera de Negoréloye es una gran sala marrón, de madera, en la que todos nosotros tenemos que entrar. Afables mozos de estación han sacado nuestras maletas del tren. La noche es negrísima, hace frío y llueve. Por eso los maleteros se han mostrado tan amables. Con sus delantales blancos y sus fuertes brazos corrían a ayudarnos, cuando como extraños, nos topamos con la frontera. Antes ya de bajar del tren, un hombre acreditado para hacerlo se había quedado con mi pasaporte, robándome la identidad. Así que atravesé la frontera sin ser del todo yo. Se me hubiera podido confundir con cualquier otro viajero. Aunque es cierto que, más tarde, quedó claro que los aduaneros rusos no me confundían con nadie. Más inteligentes que sus colegas de otros países, sabían cual era el objeto de mi viaje.

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