Viajar es victoria
REFRÁN BEDUINO
Un recorrido por el Congreso de los Diputados por el político más querido de España.
En Memorias de un beduino… José Antonio Labordeta recuerda su época como diputado en el Congreso de los Diputados por la Chunta Aragonesista (séptima y octava legislaturas), ofrece semblanzas de los políticos (Aznar, Zapatero, Acebes, Rubalcaba…) y brinda su versión sobre temas como las controversias que se crearon en varias emisoras de radio (la COPE , la SER …), el «No a la Guerra» o la Comisión del 11-M.
José Antonio Labordeta
Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
ePub r1.1
j66613.09.13
Título original: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
José Antonio Labordeta, 2009
Editor digital: j666
Corrección de erratas: smonarde
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JOSÉ ANTONIO LABORDETA nació el 10 de marzo de 1935 en Zaragoza en el seno de una familia burguesa e ilustrada.
Profesor de instituto en excedencia. Autor de libros de poesía, novela, viajes y cientos de artículos periodísticos. Presentador de programas de radio y televisión, el último, doce documentales sobre la España rural Un país en la mochila ( TVE ).
Cantautor comprometido, participó en la lucha política durante el franquismo. En 1968 surgió lo que se denominó años más tarde «Canción Aragonesa», con Labordeta, Joaquín Carbonell y Cesáreo Hernández, todos ellos residentes en el Colegio Menor San Pablo, y fruto de este esfuerzo común surgió un primer disco conjunto. Su canción Canto a la libertad se pidió que se convierta en el himno de Aragón.
Fundador de la revista Andalán y del Partido Socialista de Aragón ( PSA ), se presentó varias veces a las elecciones por partidos de izquierda. Fue diputado de las Cortes de Aragón por la Chunta Aragonesista, cargo que abandonó al ganar un escaño con la misma formación en el Congreso de los Diputados en 1999. Fue diputado en el Congreso durante dos legislaturas (de 2002 a 2008).
Se le diagnosticó en 2006 un cáncer de próstata, cuando aún era diputado. El último acto público que protagonizó se produjo el 6 de septiembre de 2010, cuando recibió en su casa a los ministros de Defensa, Carme Chacón, y Educación, Ángel Gabilondo, quienes le entregaron la Gran Cruz de la Orden Civil Alfonso X El Sabio.
José Antonio Labordeta falleció en torno a las 1:00 horas de la madrugada de 19 de septiembre de 2010 en el Hospital Miguel Servet de Zaragoza.
Este texto lo inicié en Madrid —días de lejana soledad—, lo reemprendí en Zaragoza, la entrañable madrastra de tanto huérfano de su amor, lo recuperé en Altafulla, Tarragona, con el mar como huida de la pesada carga terrícola, y lo terminé en Villanúa, Huesca, en el Pirineo aragonés, al pie de Collarada, una montaña de dos mil ochocientos ochenta y cinco metros de altitud, a cuya cima, en otro tiempo, cuando la vida te sorprendía sin atributos, ascendí varias veces.
Cuento todo esto porque el refrán beduino se hace realidad en estas páginas con los humildes viajes por las orillas del Ebro, al lado del Mediterráneo y por la frontera con Francia. Así, casi como un viaje minúsculo, terminando aquí, con el otoño a la vuelta de la esquina y la melancolía de la vejez, tan próxima, en los ojos cansados de este «animal tímidamente triste», que escribió estos versos con apenas veinte años y que ahora repite con nostalgia y con recuerdos.
PRIMERA PARTE
Razones Desérticas
Mi abuela Josefa nació y se crió en uno de los lugares más agrestes del territorio de Los Monegros aragoneses, La Almolda, pueblo asentado sobre una loma y protegido de los vientos del norte. Desde sus calles se contemplan, hacia el sur, todos los barbechos, casi infinitos, esperando la lluvia, siempre la lluvia, y muriendo en unos pinares ralos y difusos; al fondo del paisaje, quizá, las últimas huellas de lo que fueron los montes negros.
Se casó con mi abuelo, habitante también de uno de esos lugares de escalofrío paisajístico que era, y sigue siendo, Belchite. Mi abuela salió de Málaga y se fue a Malagón: una vida dura que hizo que llevase el sobrenombre de «la Barata», porque se tenía que ganar el sustento yendo de pueblo en pueblo trabajando de quincallera. Mi abuelo, que al parecer conservaba cierta alcurnia familiar, vivía de los productos que le daba un pequeño huerto en un lugar hermoso, donde el río Aguas Vivas se trunca, se rompe y acaba dando un pequeño salto, en cuya base las aguas se remansan. Se le conocía y conoce con el nombre de «el Pozo de los Chorros».
De esa pareja nació mi padre, futuro seminarista en el seminario menor de Belchite, que se casaría con una muchacha natural de Letux. Aunque ella siempre se consideraba natural de Azuara.
De toda esa mezcolanza de íberos y romanos, árabes y cristianos, franceses de Napoleón y huestes de Durruti, Ascaso, Líster y don Caudillo vinimos al mundo varios hijos, y entre ellos, ocupando el séptimo lugar y ascendiendo al quinto por la muerte de los dos anteriores, un servidor, que, sin saber muy bien las razones político-ideológicas que tras de su meollo daban vueltas, acabó de diputado en el Congreso de Madrid. Su señoría se sintió siempre ajeno a toda la parafernalia de la Villa y Corte —como Corte, no como Villa—, y como un beduino monegrino se pasó ocho años contemplando las huellas de los ambiciosos, ambiciosas, de los poderosos, poderosas, de los divertidos y de las divertidas, y viendo, asombrado, la caída de los tipos combativos y defensores de sus ideologías, mientras ascendían los obedientes, lameculos y simplones.
Heredero de esta humilde alcurnia, me gustaba sentirme como un beduino, que muy bien podía recorrer y crecer por cualquiera de estos dos escalofriantes paisajes y que nunca sintió la ilusión de verse sentado en un escaño del hemiciclo madrileño y menos llegar a ser un culiparlante, como se conocía en las Cortes republicanas a los que nunca hablaban y que ahora deberían ser reconocidos como botonparlantes, porque su mérito es no equivocarse de botoncito a la hora de apretarlo y saber decir sí cuando hay que decir sí, decir no cuando hay que decir no, y abstenerse cuando hay que hacerlo. Ocho años después ha habido algunos diputados que no han llegado al conocimiento de este intríngulis, entre ellos, servidor.
Llegué allí como un beduino y regresé a mi estado natural, que es ser ciudadano del mundo, el día que comprobé que se habían acabado tantas y tantas esperanzas e ilusiones. Las tenía, sencillamente, porque conocía el Madrid como Villa y me sumergí en ese otro Madrid, que es de Corte. Fuera de la puerta de los leones se quedaron mis amigos de la Tele, de la Canción, de la Poesía, del Cine y del Teatro, de las aventuras imaginativas y de las esperanzas de remover el cielo y la tierra.
Comprendí que el Labordeta se quedaba en otro plano, el día en que delante de la puerta de los leones del Congreso contemplé a los susodichos; los había visto muchas otras veces, con intención de saber quiénes eran, qué hacían allí, quién los había llevado y qué coño significaba aquella pareja de fieras que miraban condescendientes a todo aquel que pasara tranquilamente por delante de ellas.