José Calvo Poyato - Momentos estelares de la historia de España
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- Libro:Momentos estelares de la historia de España
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2009
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Momentos estelares de la historia de España: resumen, descripción y anotación
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La historia de España está llena de encrucijadas que se resolvieron en una determinada dirección. Fueron momentos en los que se jugó el futuro de una forma concreta, momentos en que se enfrentaron opciones distintas o actitudes diferentes ante el modelo de Estado o la forma en que debían organizarse el poder y la sociedad. Fueron momentos cruciales, disyuntivas históricas que dejaron una profunda huella.
A lo largo de las páginas del presente libro el lector se encontrará con algunos de esos momentos, con alguna de esas encrucijadas en que se enfrentaron lo que Antonio Machado denominó en su día «las dos Españas». Posiblemente se podían haber escogido otros acontecimientos, otros momentos; no me cabe la menor duda. Pero yo quiero ofrecer a quienes se acerquen a estas páginas los que en mi opinión alcanzaron mayor relevancia.
Partiendo de 1492, verdadera encrucijada histórica —confluyeron, en un espacio de muy pocos meses, el final del poder musulmán en tierras peninsulares, la expulsión de los judíos, el descubrimiento de América o la aparición de la primera gramática de la lengua castellana—, he rendido viaje en 1978, cuando se resuelve constitucionalmente la difícil papeleta histórica que los españoles tenían ante sí tras la muerte de Franco.
Se trata de dos fechas separadas por casi quinientos años de historia, cargada de tensiones, de grandezas y de miserias que tenemos la obligación de asumir; como lo hacemos en el plano individual con nuestros ancestros familiares. Hemos de hacerlo por una sencilla razón: se trata de nuestra historia. Y eso es mucho más de lo que habitualmente pensamos los habitantes de esta vieja piel de toro. Somos propensos a fustigarnos más allá de lo razonable y a considerar a España como una mala madre, más bien una madrastra, y a sus hijos, engendros devorados por su propio padre. También tendemos a presumir, más allá de lo razonable, de unas glorias y unos valores que nos convierten en una «raza» diferente que despierta las envidias de las personas de nuestro entorno, dedicadas a urdir contubernios contra la patria invencible e inmortal. Ni lo uno ni lo otro.
Entre ambas fechas he transitado por los campos de Villalar, donde los comuneros, que unos historiadores consideran defensores de las libertades, y otros, patanes anclados en el pasado que no comprendían la modernidad ni qué significaba la idea imperial de Carlos V. Una idea imperial que, en parte, llevó a que los famosos tercios de infantería se desangrasen en Flandes, mientras en la corte del segundo de los Felipes, halcones y palomas se enfrentaban en un pulso ganado finalmente por los primeros sobre qué política seguir en aquellos territorios, vinculados a la monarquía hispánica. Una idea imperial, interpretada en clave de prestigio por el conde-duque de Olivares, que entrará en conflicto con un concepto diferente de Estado que bullía en los reinos que integraban la monarquía y que conducirá al seísmo político producido en torno a 1640.
Encrucijada fue el testamento de Carlos II, que nombraba a un Borbón como sucesor. La entronización de Felipe V solo fue posible tras una larga, dura y costosa guerra, cuya principal consecuencia política se derivó de la promulgación de los decretos de Nueva Planta. Fue el comienzo de un modelo de Estado centralista que estaba en contradicción con la monarquía descentralizada y pactista de la época de los Austrias.
La aplicación de las ideas del reformismo ilustrado, que en España alcanzó su cenit bajo Carlos III, dio lugar, pese a su mesura, a un enfrentamiento entre los partidarios de las novedades y quienes abominaban de ellas. Ese pulso tuvo su manifestación callejera en el motín contra Esquilache, anuncio de los grandes enfrentamientos que sacudieron la España decimonónica a raíz del turbión de acontecimientos que significó la Revolución francesa, al radicalizarse las posturas de los bandos enfrentados. Unos enfrentamientos que fueron mucho más allá del protagonizado por los patriotas de 1808 contra los afrancesados. Había llegado el momento de la lucha entre súbditos y ciudadanos, atizada por Fernando VII, el rey felón, que dejó planteado a su muerte algo más que un conflicto sucesorio, porque en realidad se ventilaba la lucha entre liberales y absolutistas. España se desangró en tres guerras fratricidas, conocidas con el nombre de guerras carlistas.
Ese agitado siglo XIX que destronó a los Borbones, ensayó la fórmula de gobierno republicana y restauró la monarquía en un corto espacio de tiempo, situó a los españoles en una verdadera catarata de encrucijadas políticas que se sucedieron a un ritmo vertiginoso. Fue un tiempo de inestabilidad y de alejamiento de Europa que culminará, en las postrimerías de la centuria, en un descalabro militar de tales proporciones que será calificado como el desastre del 98. Con él se liquidaron los últimos restos del imperio colonial, y Silvela, cuya pluma nos dejó magníficas páginas sobre la España de los Austrias, calificaría la situación de gravedad tan extrema como para afirmar que España se había quedado sin pulso.
Surgió entonces la necesidad de regeneración, de abandonar viejas formas, de olvidar los tópicos y de afrontar el futuro. España necesitaba mirar hacia delante y no vivir de los recuerdos del pasado. En la búsqueda de esa regeneración, que no era entendida por todos de la misma manera —una cuestión política, una necesidad intelectual o un cirujano de hierro—, se nos fue el primer tercio del siglo XX. Un tiempo donde las diferencias de la centuria anterior se acrecentaron, sacudiendo la vida política, social y económica con intensidad hasta desembocar en la dictadura de Primo de Rivera. A su término dejó a la monarquía de Alfonso XIII en un callejón de difícil salida que desembocará en la proclamación de la Segunda República.
Otra vez afloraron los enfrentamientos, tanto más graves cuanto no lo fueron entre monárquicos y republicanos, sino entre las diferentes formas de entender la república, tensadas además con la presión ejercida por sus enemigos. En ese ambiente se llegará a la revolución de 1934, un enfrentamiento que marcará el inicio de una crisis y se convertirá en el antecedente de la sublevación militar de 1936. Otra vez una guerra fratricida, la más sangrienta de todas. Cuando en 1939 la España del general Franco se alce vencedora sobre la España republicana, el foso que separará a vencedores y vencidos será uno de los ejes sobre el que se articulará el régimen. Un régimen autoritario y personalista que se mantuvo durante casi cuatro décadas, hasta la muerte del dictador en 1975.
Esa muerte situó a los españoles en otra encrucijada histórica en que las dos Españas volvían a medirse. Por primera vez en quinientos años se impuso la concordia y se alumbró la constitución de 1978, bajo cuyo paraguas legislativo todavía hoy caminamos. Este es el recorrido que proponemos a nuestros lectores para que también ellos transiten por esas encrucijadas, por esos momentos clave —o estelares, en reconocido homenaje al bellísimo libro de Stefan Zweig, aunque animado por objetivos distintos a los míos— en que se forjó nuestra historia. Momentos que marcaron nuestro pasado y nos han conducido al presente.
Hace casi setenta años que los españoles no estamos en guerra contra nosotros mismos. ¿Es que ha concluido el tiempo de las dos Españas? ¿Es que hemos cerrado el camino del belicismo para dirimir nuestras diferencias? ¡Ojalá!
Si la historia es magistra vitae, las páginas que vienen a continuación, tal vez, nos señalen un camino. Ese, al menos, ha sido mi propósito.
JOSÉ CALVO POYATO
LA MAYOR ENCRUCIJADA HISTÓRICA
Pocos años en la historia de España han sido testigos de acontecimientos tan decisivos como concurrieron en 1492. Aquellos meses, en el eje cronológico del reinado de Isabel y Fernando, más tarde bautizados por el papa Alejandro VI como los Reyes Católicos, vieron a las tropas cristianas entrar en Granada, tras la firma de unas capitulaciones, dando por concluido el dominio musulmán en tierras peninsulares; contemplaron la expulsión de los judíos que se negaron al bautismo forzoso, con lo que los reinos peninsulares se vieron privados de unos doscientos mil habitantes, entre los que se encontraban importantes hombres de negocios y banqueros; en el otoño, aunque en España no se supo hasta la primavera siguiente, se produjo el descubrimiento de América y, para completar el panorama, Elio Antonio de Nebrija publicaba la primera gramática de una lengua romance, que con el paso de los años se convertiría en la lengua de cientos de millones de personas.
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