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John Lynch - Simón Bolívar

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John Lynch Simón Bolívar
  • Libro:
    Simón Bolívar
  • Autor:
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    ePubLibre
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    2006
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Simón Bolívar: resumen, descripción y anotación

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ABREVIATURAS

AGNArchivo General de la Nación, Caracas
BAGNBoletín del Archivo General de la Nación
BANHBiblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Venezuela
BHNBiblioteca de Historia Nacional, Colombia
BOLANHBoletín de la Academia Nacional de la Historia, Caracas
FJB.ALFundación John Boulton, Caracas, Archivo del Libertador
HAHRHispanic American Historical Review
ILASInstitute of Latin American Studies, Londres
JLASJournal of Latin American Studies
PROPublic Record Office, the National Archives, Londres
Capítulo 1

UNA COLONIA ESPAÑOLA

VENEZUELA, LA TIERRA NATAL

El 26 de marzo de 1812 un terrible terremoto sacudió Venezuela. Desde los Andes hasta la costa, desde Mérida hasta La Guaira, la tierra se agitó y crujió, los edificios se desmoronaron y miles de personas murieron. El cronista José Domingo Díaz, contrario a la causa independentista, se encontraba presente, y el suceso despertó su instinto periodístico:

Eran las cuatro, el cielo de Caracas estaba extremadamente claro y brillante, una calma inmensa aumentaba la fuerza de un calor insoportable, caían algunas gotas de agua sin verse la menor nube que las arrojase, y yo salí de mi casa para la Santa Iglesia Catedral. Como cien pasos antes de llegar a la plaza de San Jacinto, convento de la Orden de Predicadores, comenzó la tierra a moverse con un ruido espantoso; corrí hacia aquella, algunos balcones de la Casa de Correos cayeron a mis pies al entrar en ella, me situé fuera del alcance de las ruinas de los edificios y allí vi caer sobre sus fundamentos la mayor parte de aquel templo, y allí también, entre el polvo y la muerte, vi la destrucción de una ciudad que era el encanto de los naturales y de los extranjeros. A aquel ruido inexplicable sucedió el silencio de los sepulcros. En aquel momento me hallaba solo en medio de la plaza y de las ruinas; oí los alaridos de los que morían dentro del templo, subí por ellas y entré en su recinto. Todo fue obra de un instante. Allí vi como cuarenta personas, o hechas pedazos, o prontos a expirar por los escombros. Volví a subirlas y jamás se me olvidará este momento. En lo más elevado encontré a don Simón Bolívar que, en mangas de camisa, trepaba por ellas para hacer el mismo examen. En su semblante estaba pintado el sumo terror o la suma desesperación. Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: «Si se opone la Naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca». La plaza estaba ya llena de personas que lanzaban los más penetrantes alaridos.

Aquel Jueves Santo, miles de personas perecieron en las iglesias, y los templos de La Trinidad y Alta Gracia, que tenían más de cuarenta y cinco metros de altura, quedaron convertidos en ruinas de no más de metro y medio o dos metros. Los enormes barracones de San Carlos se desplomaron sobre el regimiento que se preparaba para unirse a la procesión. El 90 por 100 de la ciudad de Caracas quedó completamente destruido. Mientras los cuerpos de los fallecidos ardían en piras funerarias, los heridos y los enfermos yacían a orillas del río Guaire, sin camas, sábanas o medicinas, pues todo había quedado sepultado bajo los escombros. Aterrorizada, la sociedad en su conjunto recordó de forma repentina sus obligaciones: las parejas se apresuraron a casarse, los niños que habían sido abandonados encontraron a sus padres, se saldaron deudas, se repararon fraudes, las familias se reconciliaron y las enemistades se convirtieron en amistades. Los curas nunca habían estado tan ocupados. Sin embargo, Bolívar no sólo tuvo que luchar contra la naturaleza sino también contra la Iglesia, pues muchos clérigos realistas aprovecharon la catástrofe para proclamar que el terremoto era el modo en que Dios castigaba la revolución. Entre el polvo y los escombros, el futuro Libertador se enfrentó a uno de los sacerdotes y lo obligó a bajar de su improvisado púlpito. Lleno de odio, Bolívar convirtió la destrucción y la confusión causadas por el terremoto en una cuestión personal. El seísmo no sólo había sido un golpe contra su ciudad natal, sino un atentado contra su revolución.

«Noble, rico y con talento», así describió a Simón Bolívar uno de sus colaboradores, y tales fueron los recursos con los que contó desde el principio. Por el lado materno, los Palacios también eran una familia de alcurnia con pretensiones aristocráticas y tradición en la administración colonial, y su historia en la vida pública de Venezuela se había desarrollado paralela a la de los Bolívar. No hay duda alguna de que Simón Bolívar pertenecía a la élite venezolana, pero ¿qué era entonces Venezuela?

Situada en el extremo sureste del mar Caribe, Venezuela era, entre todas las colonias españolas del continente, la más cercana a Europa. Bolívar nunca se cansó de recomendar a sus paisanos que debían guiarse por la naturaleza, no por las teorías, y apreciar las riquezas de su tierra natal: «Hallaréis consejos importantes que seguir en la naturaleza misma de nuestro país —dijo al congreso constituyente en 1830—, que comprende las regiones elevadas de los Andes y las abrasadas riberas del Orinoco: examinadle en toda su extensión, y aprenderéis en él, de la infalible maestra de los hombres, lo que ha de dictar el congreso para la felicidad de los colombianos». Los viajeros que llegaban por mar a Venezuela desde Europa pasaban primero por Macuro, donde en 1498 Colón se topó con la América continental, o Isla de Gracia, como la llamó el Almirante, unas playas de arena blanca y vegetación exuberante detrás de las cuales se alzaba una tupida selva. Al bordear la isla de Margarita, donde en otra época floreció la pesca de perlas, era posible ver una costa de una belleza deslumbrante, en la que podían distinguirse grupos de cocoteros, palmas altísimas, playas repletas de pelícanos y flamencos y, en el polvoriento suelo alrededor de Cumaná, los tunales en los que crecían cactus gigantes. Tierra adentro, se divisaban los hermosos árboles de tamarindo. Hacia el sur, en el interior, se encontraban el río Orinoco y Angostura, el orgullo de la Guayana española. Los barcos continuaban luego en dirección oeste hasta el puerto de La Guaira, a lo largo de una costa en la que la selva llegaba hasta la playa y los manglares crecían a orillas del mar. En La Guaira, la insolación, la fiebre amarilla y los tiburones eran algunos de los peligros a los que podían tener que hacer frente los viajeros antes de alcanzar la meseta interior y la relativa seguridad de Caracas.

Siguiendo hacia el oeste por la costa, más allá de las ciudades de Maracay y Valencia, aparecía Coro, con su vieja catedral y sus vastas dunas de arena. Hacia el sur, desde la cordillera de la costa, se encontraban regiones de gran belleza, valles, lagos y ríos, hogar de plantaciones de caña de azúcar, café, algodón y, por encima de todo, cacao. El paraíso tropical daba paso a los llanos del centro y el este del país, cuyas extensas praderas, atravesadas por multitud de ríos, estaban sometidas a sequías e inundaciones implacables. Todavía más al oeste, el viajero encontraba las tierras altas de Segovia, con sus mesetas, valles y semidesiertos, y, después de ellas, el lago de Maracaibo, donde los descubridores españoles habían encontrado los palafitos indígenas, que, por recordarles a Venecia, habían dado origen al nombre del país. Los Andes venezolanos, que se extendían hacia el suroeste desde Trujillo, estaban coronados por Mérida, la ciudad más alta de Venezuela, que recientemente se había hecho eco de la revuelta de los comuneros contra las exacciones borbónicas.

Alexander von Humboldt, el científico y viajero alemán, visitó Venezuela entre 1799 y 1800 y describió sobrecogido la vastedad de los llanos: «La infinita monotonía de los llanos; la extrema rareza de sus habitantes; las dificultades para viajar en medio de semejante calor y en una atmósfera oscurecida por el polvo; la perspectiva del horizonte, que permanentemente está alejándose del viajero; las pocas palmeras dispersas que crecen allí son tan parecidas entre sí que el viajero incluso se desespera de estar siempre topando con ellas y confundiéndolas con otras situadas mucho más lejos. En su conjunto, todos estos aspectos hacen que el extranjero que recorre los llanos piense que éstos son todavía más extensos de lo que son».

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