Memoria y resistencia (Prólogo de Néstor Kohan)
“Como San Martín y Bolívar y como el Che, como revolucionarios latinoamericanos, los mejores hijos de nuestro pueblo sabrán hacer honor a nuestras hermosas tradiciones revolucionarias, transitando gloriosamente sin vacilaciones por el triunfal camino de la segunda y definitiva independencia de los pueblos latinoamericanos”.
Mario Roberto Santucho (“Robi”, “El Negro”)
Sin memoria histórica no hay identidad, ni personal ni colectiva. Sin identidad, sin investigar de donde venimos (la historia y la memoria colectiva de nuestros pueblos) y sin recordar quienes somos (nuestra memoria personal), se torna imposible cualquier tipo de resistencia. Si nadie resiste no hay dignidad ni decoro. Sin dignidad la vida no merece llamarse tal. Sin memoria histórica no hay esperanza de un futuro digno.
Nosotros sabemos quienes somos y de donde venimos. La voz del amo y el discurso del poder insisten una y otra vez para que nos avergoncemos y nos despreciemos a nosotros mismos, renegando de nuestra historia y nuestra cultura bajo un complejo, inducido, de supuesta inferioridad.
A pesar de la reiterada insistencia con que intentan inculcarnos semejante sometimiento no logran fracturar nuestra identidad. Por eso no nos pueden quebrar ni cooptar. Pasan los años y seguimos remando con tenacidad, contra viento y marea, frente al oleaje y los huracanes, en busca de la tierra prometida. Cuando el horizonte está nublado, los radares no funcionan y los viejos mapas quedaron desactualizados, la memoria histórica nos guía. Es nuestra brújula y nuestro faro, personal y colectivo.
Este libro que está en tus manos (o bajo tu mirada) era para mí una tarea pendiente. Amigos y compañeros me lo demandaron, me presentaron sus urgencias, me insistieron mil veces hasta que lograron convencerme.
Dudé mucho. Al comienzo, di incontables vueltas de lectura antes de ponerme a escribir. Luego, la tarea de la investigación se multiplicó como un ramillete de laberintos que formara parte de La historia interminable. La escritura se me prolongó mucho más de lo que había planificado.
Desarmar toda la cadena de mentiras, de falsedades, de tergiversaciones históricas con las que nos bombardean a cada minuto implicaba un trabajo arduo y prolongado. Pero contaba con un aliciente. Sabía que viajando hacia atrás en el tiempo me encontraría con un tesoro incalculable, no en dinero, tarjetas de crédito, baúles llenos de joyas, acciones de empresas o lingotes de oro sino en valores, ética, dignidad, justicia, perseverancia y rebeldía. En cada estación y descanso de ese largo viaje — donde cada una de nuestras historias personales se entremezcla y nos remite siempre a una historia colectiva— me esperaba para dialogar gente que, peleando y luchando por los demás, entregó su vida por ideales y proyectos colectivos muchísimo más importantes que su propio ombligo (como alguna dijo Bolívar, nosotros somos apenas “una pequeña pajita en medio de un huracán” que a todos nos envuelve). Por eso ir hacia el pasado y conocer lo que otros hicieron nos puede servir de ejemplo para decidir y saber qué hacer con nuestra propia vida en medio de tanta confusión.
Lejos de aquellas modas althusserianas y las fórmulas estructuralistas ya por suerte fenecidas que otrora tanto sedujeron a la intelectualidad crítica latinoamericana (gracias a los manuales de una compañera chilena), nuestro marxismo es un marxismo con historia y en el cual no hay objeto sin sujeto, no hay toma de conciencia colectiva sin toma de conciencia individual. A contramano de los dogmas positivistas, quien investiga no está fuera del objeto de estudio. Indagar sobre Bolívar es indagar sobre nosotros mismos y sobre nuestra propia historia.
Tenía entonces que remover los recuerdos y desempolvar mi memoria, tratando de recomponer y ordenar lo aprendido, haciéndome nuevas preguntas sobre lo que suponía seguro, investigando al mismo tiempo la historia colectiva de nuestros pueblos apelando a fuentes diversas de las oficiales, voces “olvidadas”, autores marginales, libros malditos o prohibidos. Hacía falta mucha paciencia y un trabajo sistemático de hormiga (roja, por supuesto). Pero había que hacerlo. Valió la pena (y la alegría) el esfuerzo. Me resultó apasionante. Ojalá genere la misma pasión en quien lo lea.
La investigación y la redacción son entonces individuales, las demandas de conocimiento son sociales. Una vez más, como en tantas otras oportunidades, la urgencia política me apuró y me impulsó a encarar esa tarea que venía postergando.
Haciendo memoria, sacudiendo los olvidos y hurgando en nuestro pasado personal, recuerdo la escuela primaria, aquellos actos escolares en la periferia de la provincia de Buenos Aires (escuela pública al lado de un baldío, calle de tierra, aulas y biblioteca de paredes de madera con techo de chapa), donde los chicos de 8 años nos disfrazábamos en cada fecha patria para representar nuestra primera independencia. En aquella época yo quería representar a Manuel Belgrano, el creador de nuestra bandera nacional, colaborador de Mariano Moreno y amigo de la líder insurgente Juana Azurduy. La profesora de guitarra nos enseñaba canciones en homenaje a esta legendaria guerrillera “Truena el cañón, prestame tu fusil, que la revolución viene oliendo a jazmín. Tierra del Sol en el Alto Perú, el eco nombra aún a Tupac Amaru” y la cueca de los sesenta granaderos, paisanos de San Martín.
Poco tiempo después, el 24 de marzo de 1976, se produjo el sangriento golpe de estado del general Videla. Los niños intuíamos que estaba pasando algo muy malo, pero no entendíamos bien qué era. Amenazado de muerte, mi padre se tuvo que escapar un tiempo de la casa y, aunque mi hermanito no había cumplido todavía dos años, él se vio obligado a andar escondido y clandestino. Se refugió y se ocultó, según me contó muchos años después, en casa de amigos solidarios. En la escuela pública me hacían formar fila y marchar junto con mis compañeritos de 9 años, dentro de la escuela y por las calles del barrio, como si fuéramos soldados. Parecía un film de Fellini. Una escena disparatada y dantesca. Un par de años después, vino el campeonato mundial de fútbol. Argentina campeón. Aunque nos encantaba el fútbol e íbamos siempre a la cancha, mi padre no me permitió salir a la calle a festejar el triunfo de la selección con una bandera argentina. No comprendía su negativa, pensé en silencio que era un viejo aburrido. Era muy chico para entenderlo. Hoy estoy orgulloso. Esas miles y miles de banderas argentinas flameando en la calle fortalecían a la dictadura militar genocida que utilizó el fútbol y el sano sentimiento nacional de nuestro pueblo para mostrarle al mundo que en Argentina todo estaba bien..., legitimando así los campos de concentración y exterminio de nuestros 30.000 compañeros secuestrados, torturados, despellejados (a poca distancia de los estadios de fútbol) y finalmente desaparecidos. ¿De quién es la bandera nacional creada por Belgrano para forzar la independencia y defendida por San Martín en los campos de batalla? ¿De los jóvenes rebeldes, las organizaciones populares y la insurgencia revolucionaria o de los militares genocidas que secuestraron a nuestros compañeros? Los fascistas, perversos y cobardes violadores de mujeres indefensas y ladrones de sus bebés, quisieron también robarnos y apropiarse de nuestros símbolos patrios, de nuestra historia y de nuestra identidad nacional. San Martín, para ellos, era apenas uno más de sus secuaces torturadores. ¿Quién es el dueño de las esperanzas de San Martín? ¿A quién pertenecen los sueños de Bolívar? Todavía hoy, ya avanzado el siglo 21, muchos amigos y compañeros de mi generación —algunos y algunas con sus padres desaparecidos— ven agitarse las banderas nacionales y las asocian inmediatamente con el campeonato mundial de fútbol organizado y manipulado por los militares torturadores. El debate por la cuestión nacional no está saldado en Argentina. Sospechamos que tampoco en gran parte de América Latina. Quizás estudiar a Simón Bolívar y releer nuestra primera independencia desde un ángulo latinoamericano pueda ayudar o contribuir a resolver esa incógnita tirando al cesto de la basura la mugre inhumana de los torturadores.