Jonathan Franzen - El fin del fin de la Tierra
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- Libro:El fin del fin de la Tierra
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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El fin del fin de la Tierra: resumen, descripción y anotación
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El fin del fin de la Tierra — leer online gratis el libro completo
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La única pesadilla recurrente que he tenido durante muchos años tiene que ver con el fin del mundo y se desarrolla como sigue: en un paisaje urbano atestado de gente, no muy distinto del bajo Manhattan, piloto un avión de pasajeros por una avenida en la que nada es como debe ser. Parece imposible que los edificios que se alzan a ambos lados no me arranquen las alas y que consiga mantener el avión en el aire desplazándome a tan baja velocidad. Siempre hay algo que obstaculiza el paso, pero de algún modo consigo cambiar bruscamente de rumbo o pasar por debajo de algún paso elevado, aunque solo sea para enfrentarme luego a un rascacielos tan alto que para superarlo tendría que elevarme en vertical. Cuando emprendo un ascenso decepcionantemente insuficiente, el rascacielos crece y se abalanza hacia mí y entonces me despierto, con una sensación de alivio que no se puede explicar con palabras, en mi cama.
El martes no hubo despertar. Buscabas una televisión y te ponías a mirar. Salvo que de verdad fueras una muy buena persona, probablemente estabas, como yo, experimentando el choque entre varios mundos incompatibles en el interior de tu mente. Junto al horror y la tristeza de lo que estabas viendo, puede que también sintieras una decepción pueril porque te acababan de desmontar el día, o una preocupación egoísta por el impacto que tendría en tu bolsillo, o algo de admiración por la brillantez en la concepción del ataque y su ejecución impecable, o —lo peor de todo— cierta admiración ante la calidad del espectáculo visual que había producido.
Da lo mismo si algunos palestinos bailaban por las calles o no. En algún lugar —de esto puedes estar absolutamente seguro— los artistas de la muerte que habían planeado el ataque se estaban regodeando en la belleza terrible del hundimiento de las torres. Tras años de soñar, trabajar y alimentar esperanzas, la sensación de culminación que experimentaban en ese preciso momento era mayor de lo que se habrían atrevido a suplicar en sus rezos. A lo mejor algunos de esos felices artistas estaban escondiéndose en el destrozado Afganistán, un país donde la esperanza media de vida a duras penas llega a los cuarenta años: en ese mundo no se puede caminar por un bazar sin ver hombres y niños con alguna extremidad mutilada.
En este mundo, en el que el perfil arquitectónico de Manhattan ha quedado mutilado y los escombros calcinados del Pentágono nos recuerdan a Kabul, intento imaginar lo que no quiero imaginar: la escena dentro de un avión en el instante previo al impacto. A los mandos, un terrorista eleva una plegaria de agradecimiento a Alá con la esperanza de ser transportado de manera instantánea de este mundo al otro, donde las huríes lo recompensarán de forma inmediata por su glorioso logro. Al fondo de la cabina, un grupo de estadounidenses acurrucados tiemblan y gimotean, y sin duda muchos de ellos rezan a su Dios para pedir un final diametralmente opuesto. Y a continuación, un instante después, tanto para el secuestrador como para el secuestrado, se acaba el mundo.
En la calle, tras el impacto, los supervivientes decían que la gracia de Dios y su guía los habían librado de la muerte. Pero incluso ellos, los supervivientes, al emerger tambaleándose del humo, estaban entrando en un mundo distinto. ¿Quién iba a adivinar que todo podía terminar tan de repente una hermosa mañana de martes? En un margen de dos horas dejamos atrás una era feliz donde la economía parecía un juego de la Game Boy y todos vivíamos en mansiones de lujo para entrar en un mundo de miedo y venganza. Incluso si te habías pasado los noventa esperando que una explosión pusiera fin a la década, incluso si siempre habías creído que no se trataba de discutir si se darían nuevos casos de terrorismo en Nueva York, sino de cuándo se iban a dar, ese martes por la mañana no sentías satisfacción intelectual, ni un simple terror empático, sino un dolor profundo por la pérdida de la vida cotidiana en tiempos prósperos y olvidadizos: el tráfico obstaculizado por las camionetas de reparto y la imposibilidad de encontrar un taxi, Apocalypse Now Redux en las salas de cine locales, una cita para tomar algo en el downtown el miércoles, los sesenta y tres homeruns de Barry Bonds, las actualizaciones de AOL, cada hora, sobre las andanzas de J. Lo. El lunes por la mañana, el titular en primera plana del Daily News decía: LOS RESIDENTES EN KIPS BAY AFIRMAN QUE TIENEN MOHO TÓXICO. Esa portada es (y seguirá siendo durante un tiempo) asombrosa.
El desafío en el viejo mundo, el mundo de los noventa, de Bill Clinton, era recordar que tras la prosperidad y la complacencia nos esperaba la muerte, y que había países enteros que nos odiaban. El problema del nuevo mundo, el mundo de principios de siglo, el de George Bush, será reafirmar lo ordinario, lo trivial, incluso lo ridículo, frente a la inestabilidad y el pavor: llorar a los muertos e intentar despertarnos, a continuación, en nuestras pequeñas humanidades y nuestras placenteras naderías cotidianas.
CAPITALISMO DESENFRENADO
(SOBRE SHERRY TURKLE)
Sherry Turkle es una voz singular en el discurso sobre tecnología. Es una escéptica que en otro tiempo fue creyente, una psicóloga clínica entre los embaucadores de la industria y los literatos proclives a rasgarse las vestiduras, una empirista entre los anecdotistas caprichosos, una moderada entre extremistas, una realista entre los fantasiosos, una humanista sin rastro de ludismo: una adulta. Ostenta una cátedra en el MIT y mantiene relaciones académicas estrechas con los expertos en robótica y los ingenieros de informática emocional que trabajan allí. Al contrario que Jaron Lanier, que carga con el sambenito de trabajar para Microsoft, o Evgeny Morozov, que tiene una perspectiva bielorrusa, Turkle se ha ganado desde dentro el respeto y la confianza. Desde esa posición, funciona como una especie de voz de la conciencia del mundo tecnológico.
Su libro anterior, Alone Together [Juntos pero solos], era un informe y una crítica de las relaciones humanas en la era digital. Tras observar cómo interactuaba con robots una serie de personas, además de entrevistarlas acerca de sus ordenadores y teléfonos, Turkle hizo un inventario de los modos en que las nuevas tecnologías vuelven obsoletos los viejos valores. Cuando reemplazamos a los cuidadores humanos por robots o la conversación por el intercambio de mensajes de texto, empezamos con el argumento de que esos reemplazos son «mejor que nada», pero luego acabamos considerándolos «mejores en todo»: más limpios, con menos riesgo, menos exigentes. En paralelo a este cambio, cada vez se prefiere más lo virtual a lo real. A los robots no les importa la gente, pero resulta sorprendente la rapidez con que las personas estudiadas por Turkle se conformaban con la mera sensación de que alguien cuidaba de ellos y, en la misma medida, declaraban preferir la sensación de pertenencia a la comunidad que les aportan las redes sociales porque está libre de los riesgos y compromisos que implican las comunidades en el mundo real. En sus entrevistas, una vez tras otra, Turkle constataba una profunda decepción con los seres humanos, que somos falibles y olvidadizos, impredecibles y dependientes, mientras que las máquinas están programadas para no tener esos defectos.
En su nuevo libro, En defensa de la conversación, Turkle extiende su crítica para poner el énfasis no tanto en los robots como en la insatisfacción que los sujetos de sus entrevistas más recientes manifiestan a propósito de la tecnología. Turkle interpreta esta insatisfacción como una señal esperanzadora y su libro es directamente una llamada a las armas: nuestra entusiasta sumisión a la tecnología digital ha provocado la atrofia de algunas capacidades humanas, como la empatía y la introspección, y ha llegado la hora de reafirmarnos, comportarnos como adultos y poner la tecnología en su sitio. Igual que en Alone Together, el argumento de Turkle resulta poderoso por la amplitud de su investigación y la agudeza de su penetración psicológica. Las personas a las que entrevista han adoptado las nuevas tecnologías en busca de más control, pero se han encontrado con que las tecnologías las controlaban a ellas. Las identidades que han creado en las redes sociales, idealizadas para obtener la aprobación ajena, han provocado que ellos mismos estén más aislados que nunca. Se comunican incesantemente, pero temen las conversaciones cara a cara; les preocupa, a menudo con un punto de nostalgia, estar perdiéndose algo fundamental.
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