El éxito de Las correcciones, 'la gran novela americana' galardonada con el National Book Award, y su repercusión en todo el mundo ha provocado un enorme interés en lo que ha llegado a conocerse como 'el artículo del Harper's', un polémico texto que Jonathan Franzen escribió en 1996 sobre el destino de la novela. Esta pieza, reelaborada hoy, es uno de los ejes de este volumen, articulado en torno a catorce breves ensayos literarios que plantean desde muy diversos frentes la cuestión de cómo estar solo en el marco de la cultura contemporánea.
Aunque abarcan temas tan variados como las publicaciones de contenido sexual hasta el funcionamiento de una cárcel de máxima seguridad, los textos contienen referentes esenciales en la literatura de Jonathan Franzen. Cómo estar solo incluye un perturbador análisis sobre la lucha que libró su padre contra el AUheimer -galardonado recientemente con un National Magazine Award y publicado en todo el mundo- y una crónica de sus tribulaciones con la popular presentadora televisiva Oprah Winfrey.
El hilo conductor de estos textos es 'el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae: la cuestión de estar solo'. Este fondo de extrema actualidad, y la inteligente forma de abordarlo, alimentando una lectura estimulante, desde la empatía, la imaginación y la observación, hacen de Franzen un crítico social agudo y sugerente.
Título Original: How to be Alone
Traductor: Zulaika, Jaime
©2002, Franzen, Jonathan
©2003, Seix Barral
Colección: Los Tres Mundos
ISBN: 9788432208782
Generado con: QualityEbook v0.82
Jonathan Franzen
Cómo estar solo
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A KATHY Chetkovich
Unas palabras sobre este libro
MI tercera novela, Las correcciones, en la que trabajé durante muchos años, fue publicada una semana antes de que se desplomasen las torres del World Trade Center. Hubo un momento en que pareció que las voces del ego y del comercio debían guardar silencio; un momento en que querías, en frase de Nick Carraway, que «el mundo fuese uniforme y observara una especie de atención moral para siempre». Sin embargo, los negocios son los negocios. Veintiocho horas después de la calamidad, yo estaba de nuevo concediendo entrevistas.
A mis entrevistadores les interesaba sobre todo lo que ellos denominaban «el artículo del Harper’s». (Nadie utilizaba el título original, «Tal vez soñar», que le pusieron los redactores de la revista.) Los entrevistadores solían empezar con la pregunta típica: «En su artículo de 1996 para el Harper’s, prometía que su tercer libro sería una gran novela social que versaría sobre la cultura dominante y rejuvenecería la literatura norteamericana; ¿cree que ha cumplido esa promesa con Las correcciones?» A cada uno de mis entrevistadores sucesivos les expliqué que no, que al contrario, que en el artículo apenas había mencionado mi tercera novela; que la idea de una «promesa» había sido inventada como por ensalmo por un redactor o escritor de titulares del dominical del Times, y que, de hecho, lejos de prometer que escribiría una gran novela social que informaría sobre la corriente dominante, había tomado el artículo como una oportunidad de renunciar a esa clase de ambición. Como la mayoría de los entrevistadores no había leído el artículo, y como los pocos que lo habían leído no parecían haberlo entendido, me convertí en un experto en exponer un resumen claro y conciso de su argumento; para cuando, en noviembre, ya había dado mi entrevista número cien o ciento diez, había confeccionado una bonita perorata correctora que empezaba: «No, en realidad, el artículo del Harper’s hablaba de abandonar mi sentido de la responsabilidad social como novelista y de aprender a escribir ficción por la pura diversión de hacerlo…» Me desconcertaba, y me agraviaba no poco, que nadie pareciese capaz de discernir en el texto esta idea clara. ¡Qué recalcitrante estupidez, pensaba, mostraba aquella gente de los medios!
En diciembre decidí reunir una colección de artículos que incluyera el texto completo de «Tal vez soñar» y que aclarase lo que había dicho y lo que no había dicho en él. Pero cuando abrí el número del Harper’s de abril de 1996, encontré un artículo, a todas luces escrito por mí, que comenzaba con una queja verbal de cinco mil palabras, con una estridencia tan penosa y una lógica tan endeble que hasta a mí me costaba seguirla. En los cinco años que habían transcurrido desde que escribí aquel artículo, me las había apañado para olvidar que por entonces era una persona muy iracunda y teórica. Consideraba apocalípticamente inquietante que los norteamericanos viesen cantidad de televisión y no leyeran mucho a Henry James. Era la clase de fanático religioso que se convence a sí mismo de que, como el mundo no comparte su fe (en mi caso, la fe en la literatura), debe de estar viviendo el fin de los tiempos. Pensaba que nuestra economía política era una vasta confabulación cuyo objetivo concreto era frustrar mis aspiraciones artísticas, exterminar todo lo que me parecía encantador de la civilización y asimismo violar y asesinar, de pasada, al planeta. La primera mitad del artículo del Harper’s fue escrita desde esta posición de furia y despecho, en un tono tan lleno de indignación que ahora me achanta un poco.
Es cierto que, incluso en 1996, tenía la intención de que el artículo documentase la fuga de un novelista estancado de la cárcel de sus airados pensamientos. Y, por lo tanto, soy proclive en parte a reimprimir el texto exactamente como fue publicado, como un testimonio de mi antiguo fanatismo. Pero supongo que la mayoría de los lectores no tendrá muchas ganas de leer dictámenes como éste:
««Me parecía obvio que si alguien que contase en los negocios o en el Gobierno creyera que existía un futuro en los libros, no habríamos presenciado semejante frenesí en Washington y en Wall Street con el fin de recaudar un billón de dólares para una Infobahn cuyos defensores hablaban de boca para afuera de la devastación que causaría a la lectura («Tienes que acostumbrarte a leer en una pantalla»), pero sin poder ocultar que esta perspectiva les dejaba indiferentes.»»
Como esto va un poco lejos, he ejercido mi derecho de autor y he suprimido la cuarta parte del artículo y lo he revisado a conciencia. (Cambié el título por «¿Para qué molestarse?».) Aunque sigue siendo muy largo, confío en que su lectura sea más fácil ahora, y más fluido su curso. Aunque sólo fuese eso, quiero que sea posible decir de ella: «¿Ves cómo el argumento es realmente claro y sencillo, como yo decía?»
Lo que vale para el Harper’s vale para la colección entera. Mi intención es que este libro sea, en parte, la transición desde un aislamiento furioso y asustado hacia una aceptación —una celebración, incluso— del hecho de ser lector y escritor. No es que no haya todavía cantidad de motivos para enfurecerse y asustarse. Nuestra sed nacional de petróleo, que ya ha producido dos presidencias Bush y una fea guerra del Golfo, ahora amenaza con llevarnos a un conflicto de duración indefinida en Asia central. Aunque nadie lo hubiera creído posible, parece que los norteamericanos hacen hoy incluso menos preguntas sobre su gobierno que las que hacían en 1991, y los principales medios de comunicación son incluso más monolíticamente patrioteros. Mientras que el Congreso, una vez más, vota en contra de aplicar a los vehículos utilitarios deportivos normas factibles de eficiencia energética, vemos al presidente de la Ford Motor Company defendiendo estos vehículos en un anuncio de televisión en el que reconoce que los norteamericanos nunca debemos aceptar «fronteras de ningún tipo».