Edward Hollis - La vida secreta de los edificios
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- Libro:La vida secreta de los edificios
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2009
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La vida secreta de los edificios: resumen, descripción y anotación
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La vida secreta de los edificios — leer online gratis el libro completo
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Un edificio nace con la expectativa de permanecer para siempre, pero un edificio es un ser voluble: es habitado y modificado, y su existencia habla de una constante y curiosa transformación.
Edward Hollis vuelve a imaginar la historia de la arquitectura de una forma radical y hace un seguimiento de trece edificios para revelarnos la historia oculta del Partenón y la Alhambra, de la catedral de Gloucester y Santa Sofía, de Sans-Souci y Notre Dame de París, del Templo Malatestiano y Loreto. Pero también explora monumentos recientes, desde los legendarios Hulme Crescents de Manchester hasta el Muro de Berlín y los parques temáticos de fibra de vidrio de Las Vegas.
Edward Hollis
Del Partenón a Las Vegas en trece historias
ePub r1.0
Rob_Cole 31.10.2016
Título original: The Secret Lives of Buildings. From The Parthenon to the Vegas Strip in thirteen stories
Edward Hollis, 2009
Traducción: María Cóndor
Retoque de cubierta: Rob_Cole
Editor digital: Rob_Cole
ePub base r1.2
A mi madre y a mi hermano,
sin quienes este libro nunca se habría empezado;
y a Paul,
sin quien nunca se habría terminado.
EDWARD HOLLIS (Londres, Reino Unido, 1970). Estudió arquitectura en las Universidades de Cambridge y Edimburgo.
Durante un año colaboró en Sri Lanka con el famoso arquitecto Geoffrey Bawa y, después, de vuelta en Escocia, pasó a formar parte de un estudio de arquitectura, donde trabajó en reformas radicales de edificios como algunas villas victorianas, una antigua fábrica de cerveza o un ayuntamiento.
En la actualidad ejerce como profesor de Arquitectura de Interiores en el College of Art de Edimburgo.
El sueño del arquitecto
El sueño del arquitecto.
El sueño del arquitecto
Érase una vez un arquitecto que tuvo un sueño. La cortina de su salón burgués se rasgó y él se encontró recostado en lo alto de una colosal columna, desde donde divisaba un gran puerto. En una colina cercana, la aguja de una catedral gótica se elevaba por encima de los puntiagudos cipreses de un oscuro bosque; al otro lado del río, una luz dorada bañaba una rotonda corintia y los arcos de ladrillo de un acueducto romano. El acueducto se alzaba sobre una columnata griega, delante de la cual una procesión conducía desde la ribera hasta un ornamentado templete jónico. A lo lejos, la figura de un templo dórico se acurrucaba bajo un palacio egipcio y, detrás de todos estos edificios, un velo de neblina y un jirón de nube envolvían la Gran Pirámide.
Fue un momento de quietud absoluta. Una perspectiva en el tiempo se había convertido en una perspectiva en el espacio, conforme el pasado retrocedía de una manera ordenada, un estilo tras otro, desde la cortina del salón del presente hasta el horizonte de la Antigüedad. La alta Edad Media ocultó en parte el esplendor clásico; la magnificencia romana se levantaba sobre los cimientos de la razón griega; la gloria de Grecia quedaba ensombrecida por la arquitectura primigenia de Egipto. Aquella selección de edificios formaba un canon arquitectónico: cada ejemplo ofrecía al arquitecto inspiración, consejo y advertencia sacados del tesoro dorado de la Historia.
Todos los grandes edificios del pasado habían resucitado en un monumental día del éxtasis. Todo había sido creado de nuevo y ni las inclemencias del tiempo, ni la guerra, ni el errabundo gusto habían dejado su marca en la escena. Todo estaba fijado tal como había sido concebido: cada edificio era una obra maestra, una obra de arte, un pasaje de música congelada, no deteriorado por las componendas, los errores o la desilusión. No se podía agregar ni quitar nada sin empeorarlo. Todos los edificios eran hermosos, su forma y su función se hallaban en perfecto equilibrio.
Esa escena era lo que la arquitectura fue, es y debe ser. Pero justo antes de despertar el arquitecto se dio cuenta de que estaba soñando y recordó las palabras de Próspero al despedir al reino de espíritus que ha invocado, al final de La tempestad:
Las altas torres coronadas de nubes, los regios palacios,
los templos solemnes, incluso el gran globo.
Sí, todos los que lo habiten, se disolverán.
Y como este espectáculo desvanecido,
no dejarán rastro tras de sí.
Somos del mismo material del que se tejen los sueños,
nuestra pequeña vida está rodeada por un sueño.
El sueño del arquitecto lo tuvo un emigrado del Viejo Mundo al Nuevo. Thomas Cole nació en Lancashire en 1801, pero pasó su vida adulta entre los riscos y bosques del valle del Hudson, al norte de la ciudad de Nueva York, donde pintó imágenes de una Arcadia todavía no enterrada bajo torres, palacios y templos. Cole no podía evitar pensar en el Viejo Mundo que había dejado atrás y sabía que algún día el Nuevo Mundo llegaría a parecerse a él. Su ciclo pictórico titulado El curso del Imperio representa el valle del Hudson en cinco etapas diferentes: El estado salvaje, El estado arcádico o pastoril, La consumación del Imperio, La destrucción del Imperio y Desolación. En estas cinco imágenes, un bosque virgen al amanecer se convierte en una gran ciudad a mediodía. Al anochecer es un confuso montón de piedras, blanqueado por una luna pálida.
En 1840, el arquitecto Ithiel Town encargó a Cole la pintura El sueño del arquitecto y le pagó en libros de muestras. A Town no le gustó mucho el cuadro, pero éste llegó a ser considerado la obra maestra de Cole. El panegírico fúnebre de Cole lo ensalzó como una de las «obras principales […] de su genio», como «un conjunto de edificios, egipcios, góticos, griegos, moriscos, tal como podría presentarse a la imaginación de alguien que se hubiese quedado dormido tras leer una obra sobre los diferentes estilos de la arquitectura».
La visión de Cole sigue obsesionando a los arquitectos. Si tomamos cualquier obra clásica sobre arquitectura y echamos un vistazo a las imágenes, nos encontramos perdidos en un panorama similar de «los diferentes estilos». Unos dibujos de líneas pulcras representan las obras maestras de la Antigüedad, nuevas y lozanas como el día en que nacieron; los cielos azules, las calles limpias y una total ausencia de personas confieren a las fotografías arquitectónicas la calidad intemporal de El sueño del arquitecto. Y no sólo las ilustraciones: la historia escrita de la arquitectura es también una letanía de obras maestras, inalterables e inalteradas, desde las Grandes Pirámides de Gizeh hasta sus descendientes de cristal en París o Las Vegas. Se describen los grandes edificios del pasado como si acabaran de desmontar el andamio, la pintura estuviese aún fresca en las paredes y todavía no se hubiera cortado la cinta: como si la Historia no hubiese sucedido.
Es una visión intemporal porque intemporal es precisamente como esperamos que sea la gran arquitectura. Hace casi un siglo, el arquitecto vienés Adolf Loos observó que la arquitectura no tiene su origen en la vivienda, como se podría esperar, sino en el monumento. Las casas de nuestros antepasados, que eran respuestas contingentes a sus necesidades en continuo cambio, han perecido. Sus tumbas y templos, concebidos para durar la eternidad de la muerte y de los dioses, se han conservado, y son ellos los que forman el canon de la historia arquitectónica.
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