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Jesús Mestre i Godes - Los cátaros

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Jesús Mestre i Godes Los cátaros

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UNA APRECIACIÓN FINAL

Se hace difícil dejar este Languedoc del siglo XIII tan rico en toda suerte de ideas, tan lleno de graves sucesos que desde nuestra mentalidad, ahora que olfateamos la entrada del siglo XXI, nos parecen profundamente polémicos. La claridad y las tinieblas de un pedazo de Historia. Cuesta pasar definitivamente la página.

Ahora que la narración de los hechos ha quedado atrás, nos gustaría prolongar estas últimas páginas con algunas apreciaciones personales. Nos parece, por ejemplo, que es preciso clarificar nuestra posición, por insignificante que sea, ante las causas de la represión tan dura y exhaustiva llevada a cabo por la Iglesia contra unas comunidades de cierto signo cristiano. ¿Por qué esos miles de cristianos occitanos quemados en la hoguera, que ni en las Cruzadas en Tierra Santa, ni en la misma reconquista hispánica nunca se encendió contra el enemigo islámico?

Otro apartado muy interesante sería analizar la real posición de Felipe Augusto, y con él la del Reino de Francia, sobre los acontecimientos del Languedoc. Entre los historiadores franceses y los occitanos nos aportan muchos datos, pero también, con su manera apasionada de relatarlos, se hace patente que unos y otros silencian o subrayan situaciones. No sería ocioso separar el grano de la paja.

Y como estos dos temas, para un posible debate, podrían plantearse muchos más.

Existe uno, sin embargo, que está muy arraigado en el pensamiento catalán y en el que sí querríamos ahondar. Se trata de analizar lo que podríamos llamar el real dominio catalán en las tierras occitanas, la exacta dimensión de lo que representa, todavía hoy, la pérdida del territorio al otro lado de los Pirineos y la renuncia al sueño catalán en Occitania. Todo ello puede resumirse en una frase: los lamentos por el desastre de Muret.


Nos hallamos frente a unas realidades evidentes: al revisar documentación occitana y leer los nombres de las personas nacidas en el Languedoc de familias de raigambre occitana —nos referimos siempre al siglo XIII— uno se encuentra, por ejemplo, que el obispo que regía Montségur se llamaba Bertrán Martí. Que los nombres de Mir, Pons, Arnau, Ramon —Ramon, sin acento, según las ortografías catalana y occitana— son nombres corrientes en la onomástica occitana. Apellidos como Coma, Brugaroles, Bola, Ferran, Coloma aparecen por docenas junto con otros muy frecuentes que también encontraríamos entre la documentación relativa a la Cataluña Vieja. Y con los nombres sucedería lo mismo.

Tal vez nunca como en aquellos siglos la gente de uno y otro lado de los Pirineos ha estado tanto en comunicación, en un contacto tan tranquilo y sostenido. Mucho más real que hoy, con las facilidades y de comunicación y el afán turístico. A pesar de las dificultades orográficas, los hombres y mujeres de las dos vertientes de la cadena se conocían y mantenían relaciones que, tanto en el caso de los señores como de la gente del pueblo, acababan creando redes familiares. Había un poso romano, en ninguna parte de la Galia tan desarrollado como en la Narbonense, en ningún lugar de la Hispania tan enraizado como en la Tarraconense. Un poso que había desembocado, entre otras características, en una lengua casi común. Unas raíces comunes que, en su entorno, habían creado una cultura original, en la que los trovadores y el amor cortés humanizaban un horizonte medieval, por lo general adusto, guerrero y oscuro. Con un centro de irradiación occitana y una comprensión inmediata en este lado de los Pirineos.

Se hace evidente, pues, que en el plano lingüístico, literario, es decir, cultural, existen unas afinidades casi totales. No es necesario precisar más por qué las raíces occitanas y catalanas están más próximas que las francesas o las castellanas. Dejémoslo en la madre Roma y en la simple proximidad. De aquí, si se deriva alguna consideración, es que compartimos un bien, un atributo común. Todo ello no debe permitir presuponer que una parte pueda sentirse superior, dominadora de la otra: no se advierte ninguna razón, ni histórica, ni actual (del siglo XIII). Se podría precisar el encuadre y soñar: un país que fuera la suma de estas dos mitades podría llegar a construir una entidad deseable.

Tenemos una realidad cultural, tenemos un sueño. Debe de haber, no obstante, algo más. Dediquemos una mirada a la situación política.

La Corona de Aragón, y fruto de las raíces familiares catalanas, dominaba una parcela importante: más allá de los montes Albères, había lo que hoy se conoce como los Condados, es decir, el condado del Rosellón y los pagi del Conflent y el Vallespir; y el condado de la Cerdaña, bajo la guardia altiva del Canigó. Es esta Cataluña Norte, como se la suele llamar ahora, denominación más que discutible, a nuestro parecer. Existe algo más: el matrimonio de Pedro I con María de Montpellier había aportado al condado de Barcelona el señorío de Montpellier, territorio nada desdeñable. Y más arriba, encontramos Provenza, condado que, por otro matrimonio, el de Ramón Berenguer III con Dulce de Provenza, se había incorporado a los dominios de la casa de Barcelona. No se habían introducido en el Languedoc propiamente dicho, pero lo rodeaban.

Contamos con una cultura, una realidad geopolítica y siempre se puede continuar manteniendo el sueño. Ocurre, sin embargo, que el sueño no es del todo puro: esa pretendida unión para llegar a formar un solo país ha dejado tal vez paso a otro interés; parece más bien que el sueño ha cambiado la motivación afectiva, natural incluso, por una cierta desviación hacia la dominación de una parte por otra. Existe un despliegue estratégico que no se puede despreciar. Como si los condes-reyes catalanes dijeran: puesto que ya estamos allí, procuremos redondear la cosa. Ahora al sueño lo llamaremos expansión. Y no hay nada que impida que también podamos considerarla natural.

Permítasenos una consideración acerca de los dominios medievales. Había dos sistemas para engrandecer un territorio propio: la guerra y los matrimonios. El primero continuará acreditado como factible hasta nuestros días. El otro es propio de la Edad Media y por él la boda con el heredero conllevaba como dote la totalidad del reino, condado o señorío. Era tan fácil que quizá al cabo de unos años, por los mismos procedimientos, un reino, un condado o un señorío cambiaban de mano. Si Dulce de Provenza aportó Provenza a Cataluña, el matrimonio de las hijas de Ramón Berenguer V, Margarita y Beatriz, con Luis IX y Carlos de Anjou, respectivamente, fomentaron los pasos decisivos para que en 1258 Provenza entrara definitivamente en el mosaico francés, con la renuncia de Jaime I en favor de Margarita. Éste es un ejemplo de la inestabilidad de estos señoríos obtenidos por matrimonio el cual señala, al mismo tiempo, que vale la pena tener unos asentamientos más arraigados, si deben servirnos como base de operaciones futuras o de justificación territorial.

Estábamos en el momento de la expansión. Hubo un momento en que Alfonso el Casto inicia una política tendente a lograr influencia en torno a unos cuantos señores menores del Languedoc, prestándoles apoyo en algunas reivindicaciones contra el señor dominante, el conde de Tolosa. Raimundo V, sin embargo, interpretó de forma atinada los actos de aproximación catalana —que culminaría con el vasallaje del vizconde de Carcasona y Béziers, y del vizconde de Nimes— y salió en defensa de lo que era suyo, el Languedoc. El final del siglo XII estará marcado por la guerra, o mejor dicho, por las guerras, que mantuvieron tolosanos y catalanes. Cada cual defendiendo su zona de influencia. Había, y no debemos negarlo, un señor natural de Languedoc, y otro, foráneo, que quería expandir su territorio.

Las cosas se mantuvieron más o menos así hasta que llegó Muret. El rey Pedro I, que poseía el encanto de las personas extravertidas y arrojadas, tuvo, por el desarrollo de los acontecimientos, la más clara ocasión de consolidar esta famosa expansión catalana en el Languedoc: es el momento de Muret, cuando toda Occitania tenía la mirada puesta en el rey de la confederación catalano-aragonesa; cuando todos los señores occitanos, con el conde de Tolosa al frente, habían rendido vasallaje al conde de Barcelona. Era el jefe de un ejército que podía liberar las tierras meridionales de unos invasores franceses y convertirse en jefe de algo más. Pero en ese momento preciso, Pedro I falló.

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