Michel Roquebert - Nosotros los cátaros
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- Libro:Nosotros los cátaros
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2010
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Nosotros los cátaros: resumen, descripción y anotación
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Doy las gracias a Jean Duvernoy, quien amablemente me autorizó a utilizar su traducción del Registre de Jacques Fournier, y a Michel Festy por la ayuda cordial que me prestó en la investigación de los textos de la patrística griega.
M. R.
¿HABÉIS DICHO «HEREJES»?
« L LEVANDO CONSIGO A Domingo, el subprior de su iglesia, se puso en seguida de camino y llegó a Toulouse. Cuando se enteró de que, desde hacía algún tiempo, los habitantes de ese país eran herejes, sintió una gran compasión por tantas almas desdichadamente extraviadas en el error…».
¿En qué albergue o en casa de qué burgués de la ciudad de Garona se hospedó el obispo de Osma, Diego de Acebes, con su compañero, a finales de la primavera de 1203, de camino a Dinamarca adonde su soberano, el rey de Castilla, los había enviado en embajada? No se sabe, pero la crónica asegura que tuvieron la mala suerte de dar, precisamente, con un anfitrión hereje. Es probable que el viejo prelado se acostase temprano. Pero el otro viajero, un canónigo de treinta años, discutió hasta bien entrada la noche con el tolosano. Al parecer, siempre en boca del cronista, el debate fue agrio y acalorado, pero, fuertemente inspirado por el Espíritu Santo, el religioso español terminó por derrotar a su interlocutor: consiguió convencerlo para que regresase a la fe católica. Domingo de Guzmán lo recordará cuando, a su regreso al país occitano tres años después, se instale allí y emprenda, con el ardor que lo hizo famoso, la lucha que lo convertirá en santo Domingo.
¿Qué podía saber él de la herejía, a comienzos del siglo XIII? En el transcurso de los diez años que pasó en las escuelas de Palencia antes de incorporarse al cabildo de la catedral de Osma, sin duda estudió a san Agustín, que era el referente absoluto, desde hacía siete siglos, para todo lo relativo a la fe y las desviaciones de la fe. Dada su condición de tránsfuga del maniqueísmo, Agustín había consagrado unas diez obras a exponer y refutar la religión que tanto le había fascinado en su juventud, sin contar una cuarentena de libelos en los que atacaba a los donatistas, pelagianos, arrianos y otros adeptos de iglesias, sectas, movimientos cismáticos o corrientes heterodoxas que no hacían sino emponzoñar la infancia del cristianismo. Sin duda, las disidencias habían seguido prosperando después de él, de mesalianos a borboritas, de nestorianos a paulicianos, de enricianos a bogomilos… No obstante, había destruido el edificio intelectual del maniqueísmo de forma tan magistral que la tentación de adjudicar a este último todas las desviaciones que con el paso del tiempo iban surgiendo de manera recurrente fue grande. Así sería más cómodo combatirlas, e incluso su represión no plantearía problema alguno: declarados fuera de la ley en todas partes y para siempre, de Roma a Irán, incluso hasta China, expulsados de Italia en 445 por iniciativa del Papa, declarados merecedores de pena de muerte por el poder imperial en 527, los discípulos reales o supuestos de Manes podían, de manera legal, ser eliminados mediante el uso de la violencia.
De este modo aparecieron los «nuevos maniqueos». Dicha etiqueta estuvo en boga durante varios siglos, y sirvió a los guardianes de la unidad de la fe para designar, y a menudo sacrificar, a todo aquel que cuestionase indistintamente la santidad de la Iglesia romana, los poderes de su clero, la eficacia de sus sacramentos, o simplemente la legitimidad de los diezmos. No se acudió a un catálogo de herejías elaborado por Agustín hasta que en 1163 un monje renano impuso el sobrenombre de cátaros a los herejes de su país. Al considerar un grave peligro todo aquello que pudiera recordar de cerca o de lejos la exótica religión dualista nacida en la Persia del siglo III, el autor de La ciudad, de Dios había depositado en el Occidente cristiano el germen de una sospecha que, en ocasiones, rayó en el delirio. La obsesión fue tal que hasta el siglo XIV se culpó de maniqueísmo y se envió a la pira a una gran cantidad de pobres diablos que nunca habían oído hablar de Manes y que quizá ni siquiera eran dualistas.
A las obras dogmáticas se añadieron los cánones conciliares y las bulas pontificias o, dicho de otro modo, los repetidos gritos de alarma que, más o menos a partir de 1150, habían intentado movilizar a los poderes y a los pueblos contra la intensificación de una protesta sin duda todavía informal que se extendía desde Aquitania a Flandes y Renania, pero en la que se intuía la capacidad de organizarse, a poco que encontrara cualquier muestra de permisividad al respecto. Por otro lado, aquello era lo que había sucedido en el país de Oc: la indiferencia de los príncipes locales, así como la inercia de un alto clero metido hasta el cuello en los compromisos y exaltaciones de sus tiempos, habían consentido el desarrollo y la sólida implantación de la herejía. Aquí, al contrario que en el norte, no se trataba ya de una proliferación de sectas, sino de una verdadera Iglesia paralela.
Si creemos al primer biógrafo de Domingo, Jourdain de Saxe, quien fue también su primer sucesor al frente de la orden de los Predicadores, resulta curioso el que los dos religiosos castellanos hubieran esperado a llegar a Toulouse para enterarse de que el país se había inclinado hacia la herejía. Lo que (por comodidad) llamamos religión cátara no era la religión dominante entre el Garona y el Mediterráneo; todavía faltaba mucho para llegar a eso. Sin embargo, había ganado para su causa una parte considerable de la nobleza rural y de la oligarquía urbana y gozaba con toda impunidad de una aquiescencia que ya no escandalizaba a nadie. «¡No podemos echarlos! Nos hemos criado con ellos, tenemos primos entre ellos y vemos que viven de manera honrada», respondió un día un tagarote católico del condado de Foix al nuevo obispo de Toulouse, quien, recién llegado de su Provenza natal, se indignaba al ver que aquel país soportaba la presencia de herejes. Incluso el papa Inocencio III había chocado contra el muro de la tolerancia. Todos los llamamientos que había realizado desde su elección, en 1198, para exigir que los poderes feudales y urbanos tomasen las armas contra la disidencia religiosa quedaron en papel mojado.
Que nada de esto hubiese llegado a Osma sería inverosímil, a no ser que la regla de san Agustín, restaurada con todo su rigor por el obispo Martín de Bazán, predecesor inmediato de Diego de Acebes, hubiese cerrado los ojos y los oídos de los doce canónigos de la catedral a todo lo que no fuese la vida contemplativa. Es cierto que cuando Domingo profesó, en 1196 o 1197, todo le incitó, en el seno del cabildo de Osma, a abstraerse del mundo para consagrarse al servicio divino y la oración, alimentando su ideal ascético con la lectura casi exclusiva de las Conferencias de Jean Cassien, un monje latino contemporáneo de Agustín que había vivido mucho tiempo en el desierto egipcio. Por lo tanto, la misión diplomática a la que, en 1203, le arrastró su obispo —se trataba de ir a pedir la mano de una princesa danesa para el rey Alfonso VIII— debió de suponer un desgarro para él. El providencial enfrentamiento con un tolosano creyente cátaro le reveló sin la menor duda una realidad que hasta entonces tan sólo había intuido en los libros. Conocer la herejía no era conocer a los herejes.
Es probable que, para alcanzar las orillas del Báltico, los dos castellanos y su séquito tomasen los itinerarios más fáciles y más frecuentados: la antigua vía romana de Toulouse a Narbona, y después desde allí la Via Domitia que los conduciría hasta el Ródano; remontarían su valle y después el del Saona, y pasarían al corredor del Rin. Por consiguiente, habían de empezar atravesando lo que desde hacía ya mucho tiempo era el país cátaro por excelencia: el Lauragais. ¿Podemos imaginar que lo hicieron sin tratar de informarse más de lo que lo estaban a su partida de Osma? Cuando, en verano de 1206, de regreso de una segunda embajada, se encuentran en Montpellier con los legados pontificios desesperados por su fracaso y a punto de presentar al Papa su dimisión, toman una iniciativa de una inteligencia tal que sólo puede explicarse por el perfecto conocimiento de la realidad cátara que habían adquirido. Decidirse a luchar contra ella, no fulminando anatemas y excomuniones, sino con sus propias armas, a saber, predicando con el ejemplo mediante la pobreza, la humildad y la caridad, implicaba que habían captado a la perfección la razón de ser del catarismo y a la vez las modalidades concretas por las que toda una sociedad lo asumía.
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