Jesús Hernández Martínez - Breve historia de la Segunda Guerra Mundial
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- Libro:Breve historia de la Segunda Guerra Mundial
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2006
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Breve historia de la Segunda Guerra Mundial: resumen, descripción y anotación
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LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL dispone de una extensísima bibliografía, imposible de abarcar. No obstante, para los lectores que deseen una primera aproximación a esta contienda, recomiendo un plan de lectura integrado por las siguientes obras, que considero imprescindibles para adquirir una visión global del conflicto:
BOURKE, Joana. La Segunda Guerra Mundial. Una historia de las víctimas. Paidós. Barcelona, 2002.
CHURCHILL, Winston. Memorias. La Segunda Guerra Mundial, 2 volúmenes. La Esfera de los Libros. Madrid, 2004 (disponible edición de bolsillo).
CRAIG, William. La caída del Japón. Luis de Caralt. Barcelona, 1974 (reedición 2006).
FEST, Joachim. Hitler. Una biografía. Editorial Planeta. Barcelona, 2005.
GILBERT, Martin. La Segunda Guerra Mundial. 1939-1942. La Esfera de los Libros. Madrid, 2005.
GILBERT, Martin. La Segunda Guerra Mundial. 1943-1945. La Esfera de los Libros. Madrid, 2006.
GOLDENSHON, Leon. Las entrevistas de Nuremberg. Taurus. Barcelona, 2004.
HART, Basil Liddell. Historia de la Segunda Guerra Mundial, 2 volúmenes. Luis de Caralt. Barcelona, 2001 (reedición en 2006 en un solo volumen).
HEIBER, Helmut, ed. Hitler y sus generales. Editorial Crítica. Barcelona, 2004.
MURRAY, Williamson y MILLETT, Allan. La guerra que había que ganar. Editorial Crítica. Barcelona, 2002 (disponible edición de bolsillo en Booket).
OVERY, Richard. Interrogatorios. El Tercer Reich en el banquillo. Editorial Tusquets. Barcelona, 2003.
RHODES, Richard. Amos de la muerte. Los SS Eisatzgruppen y el origen del Holocausto. Editorial Seix Barral. Barcelona, 2005.
SPEER, Albert. Memorias. Editorial Círculo de Lectores. Barcelona, 1970 (reeditada por El Acantilado, Barcelona, 2001).
TOLAND, John. Los últimos 100 días. Bruguera. Barcelona, 1970.
TREVOR-ROPER, Hugh. Las conversaciones privadas de Hitler. Editorial Crítica. Barcelona, 2004.
LA GUERRA RELÁMPAGO
A LAS 4:45 DE LA MADRUGADA del viernes 1 de septiembre de 1939, un guardia de fronteras polaco dormita confiadamente en su puesto de control cuando, de repente, oye ruido de motores en el exterior.
Al salir de la caseta, y sin haber podido despejarse todavía el sueño de los ojos, ve cómo un grupo de soldados alemanes avanza con paso firme y decidido hacia él.
Intenta darles el alto, pero uno de aquellos soldados lo lanza de un empujón al suelo. Los otros, entre risas, y mientras un camarógrafo inmortaliza ese momento histórico, levantan a pulso la pesada barrera que marca la línea de la frontera germano-polaca y la apartan a un lado. Al cabo de unos minutos, la columna ya avanza a toda velocidad por la carretera rumbo al interior de Polonia.
El guardia de fronteras, desde la cuneta, contempla impotente cómo ante sí pasan tanques, camiones y motocicletas, dejando atrás una espesa nube de polvo. También oye ruido de motores en el cielo: al levantar la cabeza ve las primeras luces del alba reflejándose en el fuselaje verde oliva de una escuadrilla de aviones, siguiendo a la columna a poca altura. Mientras, más y más soldados atraviesan la frontera al ritmo cadencioso que marcan sus altas botas de cuero negro.
Aquel atónito guardia polaco no es consciente de ello, pero acaba de ser testigo privilegiado del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, una contienda que acabará costando la vida a más de 50 millones de personas y que marcará la historia del siglo XX.
Paradójicamente, nadie había deseado aquella guerra. En el ánimo de Polonia no figuraba el deseo de provocar a su poderoso vecino alemán. Ni Francia ni Gran Bretaña, que se verían obligados a declarar la guerra a Alemania tres días después, tenían la más mínima intención de involucrarse en una guerra.
Pero, aunque resulte sorprendente, Hitler no tenía previsto enfrentarse a las potencias occidentales tan pronto. Según los arriesgados cálculos del dictador nazi, ni el gobierno de Londres ni el de París iban a mover un dedo por defender a Polonia, tal como había sucedido cuando engulló Austria o Checoslovaquia.
En sus previsiones, más adelante, Alemania estaría ya en condiciones de medirse a británicos y franceses, quizás en 1942 o 1943. De hecho, todos los programas de rearme iban encaminados a alcanzar en esos años sus mayores cifras de producción. Hitler había dado orden de construir una potente flota de superficie capaz de disputar a la Marina de guerra británica —la Royal Navy— el dominio de los mares, pero que no estaría preparada hasta entonces. Ni tan siquiera se contaba en 1939 con una flota de submarinos suficientemente potente.
Pero a las nueve de la mañana del domingo 3 de septiembre, cuando las tropas polacas llevaban ya dos días intentando sin éxito resistir el imparable avance de los panzer, en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán se recibió un ultimátum británico anunciando que a las 11 entraría en vigor el estado de guerra entre ambas naciones.
Impresionante demostración nacionalsocialista en Nuremberg. En ese momento, los jerarcas nazis no podían pensar que, años más tarde, serían juzgados en esa misma ciudad por los crímenes cometidos al frente del Tercer Reich.
Hitler, al recibir el papel, se quedó petrificado; todos sus planes se habían visto alterados. Estuvo unos minutos sin pronunciar una palabra, hasta que rompió el silencio para preguntar a Joachim Von Ribbentrop, su ministro de Asuntos Exteriores:
—¿Y ahora qué?
—Supongo que antes de una hora llegará el ultimátum de Francia —le respondió Von Ribbentrop.
El veterano ministro alemán no se equivocaba. Al cabo de un rato llegó el esperado comunicado del gobierno galo, pero en este caso anunciando la declaración del estado de guerra para las cinco de la tarde de ese domingo.
El inminente estallido de la contienda no fue recibido por los jerarcas nazis precisamente con júbilo. Como si una oscura —y a la postre, acertada— premonición hubiera pasado por la mente de Hermann Goering, el obeso jefe de la Luftwaffe —la fuerza aérea germana—, éste sólo acertó a exclamar:
—Si perdemos esta guerra, ¡que el cielo nos proteja!
Entre la población germana tampoco se desató el entusiasmo. Quizás influidos por el hecho de que esa tarde no se encendiese el alumbrado público de las ciudades en previsión de un posible bombardeo aéreo, los alemanes se encerraron en sus casas y se sentaron alrededor de sus receptores de radio para seguir los acontecimientos.
Las calles de Berlín presentaron esa tarde de domingo y los días siguientes un aspecto desierto y desangelado, que no traía consigo los mejores augurios para la guerra que acababa de comenzar.
Pero, ¿qué ominoso camino había recorrido Europa hasta llegar a ese punto de no retorno?
¿Cómo era posible que la generación que había padecido en primera línea la tragedia de la Primera Guerra Mundial volviera a repetir los mismos errores que cometieron los que condujeron a sus naciones a aquella catástrofe?
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