James Lovelock - Las edades de Gaia
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- Libro:Las edades de Gaia
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1993
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Las edades de Gaia: resumen, descripción y anotación
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Gaia, la diosa griega, era la madre tierra para los antiguos. James Lovelock, en cambio, reemplaza aquí el mito por la ciencia. Exponiendo los últimos descubrimientos en geología, geoquímica, biología evolutiva y climatología y aportando su propia investigación en este terreno, nos ofrece una nueva síntesis científica en ar monía con la concepción griega de que la Tierra es un todo viviente, coherente, autorregulador y autocambiante, una especie de inmenso organismo vivo que se extiende desde el mismo corazón ardiente de la Tierra hasta la atmósfera exterior.
En 1979, Lovelok esbozó por primera vez esta teoría en Gaia: una nueva visión de la Tierra, La polémica enfrentó inmediatamente a los científicos, que tendieron a marginarla. Pero, en menos de diez años, se convirtió en tema prioritario entre científicos de distintas disciplinas.
En Las edades de Gaia, Lovelock pone a punto su teoría y adelanta hipótesis provocadoras. El efecto invernadero, la desforestación, las lluvias ácidas, los agujeros en la ozonosfera, la energía nuclear y la actividad del hombre en la biosfera son tan sólo algunos de los conflictos con los que Lovelock se enfrenta en este libro que nos habla de la Tierra y de nuestro futuro en ella desde una perspectiva para nosotros, hoy, absolutamente fascinante.
James Lovelock
Una biografía de nuestro planeta vivo
ePub r1.1
mangel1909.02.14
Título original: The ages of Gaia: A biography of our living earth
James Lovelock, 1993
Traducción: Joan Grimalt
Ilustraciones: isytax
Editor digital: mangel19
ePub base r1.0
«En el momento en que podamos escapar de la superficie de La Tierra y ver todo el planeta desde fuera», escribió el astrónomo Sir Fred Hoyle en los años cuarenta, «cambiará nuestra concepción del mundo».Ese cambio no se haría esperar mucho. Lo que entonces parecía un sueño, más propio de la ficción científica que de la vivencia cotidiana, se hizo realidad en apenas veinte años. El 21 de diciembre de 1968, a bordo de la cápsula Apollo 8, tres astronautas, James A. Lovell, Frank Borman y William Anders, se dirigieron hacia lo que sería el primer vuelo orbital alrededor de la Luna. Pero mientras sus compañeros tenían puesta su atención en el objetivo, el jefe de la expedición, Lovell, se quedó mirando el punto de partida. «Lo que mejor recuerdo es lo rápidamente que se encogía la Tierra. De hecho, podías poner tu pulgar en la escotilla y hacerla desaparecer detrás de tu dedo. Ello te indicaba lo poco que somos, porque todo lo que conocíamos, todo lo que amábamos, todas nuestras experiencias y problemas, desaparecían detrás de tu pulgar». Y al dar la vuelta a la Luna, también por primera vez, Lovell contempló la salida de nuestro planeta e hizo la fotografía más impresionante que jamás se haya tomado: la instantánea de la Tierra colgando en el espacio y emergiendo sobre el horizonte lunar. Esa imagen, como escribió Hoyle, nos ha cambiado para siempre. Esa vivencia, como dijo Lovell, «nos hace darnos cuenta de lo insignificantes que somos en comparación con la vastedad del universo».
De una manera comparable, podemos dividir en dos épocas nuestra concepción del mundo vivo y de la Tierra. Antes de James E. Lovelock, nuestro concepto de la vida consistía en individuos, poblaciones o comunidades de seres vivos que residían en un mundo esencialmente estable, de condiciones fisicoquímicas permisivas y determinado solamente por las leyes de la física y de la química. Un mundo, en fin, que, por reunir ab initio unas condiciones adecuadas, habría permitido que en él se dieran los fenómenos evolutivos de los que nos hablan el registro fósil y la historia geológica del planeta. Después de la revolución lovelockiana, la vida no consiste ya sólo en un grupo de organismos adaptados a su ambiente mediante una relación determinada sólo por las leyes externas. El ambiente terrestre, en vez de ser un mundo físico regulado por las leyes autónomas propias, es una parte de un sistema evolutivo que contiene la vida y que debe a los fenómenos vitales parte de sus reglas, sus mecanismos y sus componentes. Los seres vivos, conectados entre sí y a la atmósfera, a la hidrosfera y a la litosfera, fabrican y mantienen de continuo su ambiente, formando un todo a nivel planetario. Al contrario de lo que pensábamos antes de Lovelock, no es que las condiciones especiales de la Tierra hayan permitido el desarrollo y evolución de la vida sobre ella la Tierra, sino que es la vida quien ha determinado el desarrollo y evolución de las condiciones adecuadas para ella (la vida) sobre la Tierra.
Lovelock reconoce algunos de sus predecesores en la idea. Mencionaremos tres. El primero, el geólogo escocés James Hutton (1726-1797), del que hablaremos más adelante. Después, el geólogo austriaco Eduard Suess (1831-1914); a pesar de que no habla frecuentemente de «biosfera» (tres menciones al principio del libro), Lovelock ha desarrollado este concepto a partir de Suess, quien empezó a pensar a un nivel no sólo transnacional sino planetario. Finalmente, el cristalógrafo y protoecólogo ruso Vladimir I. Vernadsky (1863-1945), cuyo concepto de vida como «mineral animado» es complementado por la idea de Lovelock de que el ambiente es una parte activa de la vida. Diversas substancias minerales (carbonato cálcico, magnetita, sílice, oxigeno y nitrógeno en la atmósfera, óxidos de nitrógeno, etcétera) son consecuencia de la actividad biológica. Diversas mezclas y suspensiones (conservación del nivel de salinidad del mar, composición del aire) se mantienen en un equilibrio inestable, o en franco desequilibrio, gracias a la actividad de los organismos. Son, además, consecuencia del extraño comportamiento de la vida, que, a diferencia de los seres minerales que la precedieron en la Tierra, crece, se reproduce, incorpora substancias y devuelve gases. Como dijo Vernadsky, «la gravedad hace que las cosas se desplacen hacia abajo, pero la vida las transporta lateralmente, como hace el vuelo de un pájaro o la carrera de un antílope».
Gracias a Lovelock tenemos una visión nueva de los organismos y de las ciencias de la Tierra y de la vida. Geología, biogeoquímica, microbiología ambiental, evolución, fisiología, ecología son todas aspectos inseparables de la gran búsqueda por conocer el pasado y el presente de la vida en y con nuestro planeta.
La hipótesis (en su primer libro, de 1979), o la teoría (en el que tiene el lector en sus manos) de Gaia, es producto de la imaginación fértil de Lovelock, pero también debe mucho al esfuerzo internacional sobre investigación espacial, principalmente el de la NASA, el único organismo científico que se ha preocupado de estimular (y eso quiere decir subvencionar) un tema tan poco «rentable» como los estudios sobre el origen de la vida. Desde 1961, en que fue invitado a participar en la construcción de instrumentos para las misiones lunares, hasta la preparación del programa destinado a detectar la posible presencia de vida en Marte, Lovelock fue pensando en la influencia que impondría la vida, de existir, sobre un determinado planeta. Los seres vivos extraterrestres podrían pasar desapercibidos, indetectados, pero sería imposible esconder todos sus efectos sobre un planeta: sus desperdicios en forma sólida, líquida o gaseosa, deberían recorrer la superficie para poder ser reincorporados al ciclo vital. Si no, en pocos años (cientos o millones no tienen gran significado para el devenir cósmico) se acabarían los materiales necesarios para construir los organismos. Siempre hay indicios químicos de la presencia de vida y, como Lovelock más que nadie ha dicho, estos indicios (como el ruido de ciertas bandas de radio o la iluminación mundial de las ciudades durante la noche) son imprescindibles y detectables en determinados lugares del espectro electromagnético.
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