Javier Melero - El encargo
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- Libro:El encargo
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2019
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El encargo: resumen, descripción y anotación
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JAVIER MELERO (Barcelona, España, 1958). Abogado catalán. Es licenciado en Historia y en Derecho por la Universitat de Barcelona. A lo largo de la su carrera ha trabajado de abogado de Javier de la Rosa, de Oriol Pujol y del Caso Palau. Es especialista en derecho penal y es conocido por haber sido el abogado de los consellers Joaquim Forn y Meritxell Borràs en el juicio del procés independentista catalán, así como de los miembros de la mesa del Parlament de Catalunya del PDeCat Ramona Barrufet, Lluís Corominas y Lluís Guinó.
SULTANS OF SWING
DIRE STRAITS
—¿Por qué te has hecho boxeador?
—No servía para poeta.
BARRY MCGUIGAN, campeón mundial de peso pluma
En realidad, todo empezó mucho antes del juicio, y seguramente todo empezó con Jordi Pujol. Lo que ocurre es que Pujol había hecho suyo el lema de Baruch Spinoza, caute (ten cautela), y las aguas no se desbordaron en exceso bajo su égida. Más adelante, Pujol ya no estaba en condiciones de recomendar cautela a nadie. Eso en el caso de que hubiera deseado hacerlo, cosa que, a pesar de mis frecuentes conversaciones con él, aún no tengo clara. De todas formas, aunque descalificaba por su cinismo el libro Maquiavelo en democracia. Mecánica del poder, de Balladur, lo cierto es que lo había leído con detenimiento. Pujol siempre me dijo que no era nadie para opinar sobre lo que estaban haciendo quienes tenían responsabilidades de gobierno, aunque sí trazaba sagaces perfiles psicológicos de los sujetos en cuestión. Acerados comentarios más que reveladores y que, en honor a nuestra amistad, no serán revelados. A partir de su confesión del 24 de julio de 2014, calló. En otras circunstancias, tal vez habría sido el único en condiciones y con autoridad moral suficiente para convertirse en el héroe de la retirada. En 2017 ya no quedaba nadie con ese perfil.
Por esas fechas ya llevaba más de veinte años haciéndome cargo (no solo yo) de la defensa penal de Convergència. En un principio se trataba de asuntos usuales en mi especialidad: el delito ecológico de algún alcalde, prevaricaciones de funcionario público, querellas por calumnias contra algún medio de comunicación o cargos de partidos rivales… A partir de 2010 la cosa se complicó con el caso Palau, el caso de las ITV, las revelaciones periodísticas sobre los supuestos patrimonios ocultos de Pujol y Mas, las acusaciones de una novia despechada del hijo de Pujol y de un empresario antaño afín, las noticias sobre un supuesto patrimonio oculto de Trias, las derivadas de la guerra sucia del ministro Fernández y determinados mandos policiales contra políticos independentistas, la defensa de Mas por el 9N, y otros que supusieron un salto cuantitativo y cualitativo en la litigiosidad que afectaba a este cliente.
Pero en 2017, en la última fase del procés, mi papel era marginal. Seguía estando, pero los más próximos al núcleo político que tomaba las decisiones en esos momentos eran otros; básicamente, Alonso-Cuevillas y, por lo que a Esquerra hacía referencia, Van den Eynde. Alguien me dijo después —y no sé hasta qué punto dar crédito, pues nunca me tomé la molestia de verificarlo— que había sido una decisión de Junqueras la de que no participara en la defensa de los miembros del Gobierno ningún abogado de los que había intervenido en el juicio del 9N.
Fuera cual fuera la razón de este relativo apartamiento, lo cierto es que mi larga relación con muchos de los actores hacía que fuera objeto de permanentes consultas. Por otro lado, los miembros de la Mesa del Parlamento imputados por desobediencia sí me habían designado ante el Tribunal Superior de Justicia. Desde esta posición profesional fui siguiendo los turbulentos sucesos de aquel año. Nadie en aquel partido esperaba de mí la menor afinidad ideológica, lo que dice mucho en favor de la amplitud de miras de sus responsables. Pujol solía hacer algún comentario sardónico al respecto:
—Me dicen que no trabajamos con abogados de nuestra cuerda. Fíjese: usted, Martell, Carrillo…
—Le aseguro que básicamente trabajan ustedes con abogados de su cuerda —le comenté—. Nosotros somos la excepción.
Con la edad, Pujol había acentuado algunos de sus tics característicos, como el ademán nervioso con que sacudía su mano izquierda para descartar un tema que en ese momento no le interesara, o el de pellizcar las cutículas de sus uñas. Aún conservaba esa pátina que el poder confiere a quienes lo han ostentado y que, de cerca, otorga un aspecto algo imponente, pero las preocupaciones de los últimos tiempos habían orlado de tensión sus ojos.
En su primera mitad, el agosto de aquel año no presagiaba excesiva calma. Yo traté de desconectar de la actualidad política catalana, tóxica y exasperante, y me di una vuelta por Transilvania, tras algún vestigio no de Drácula (kitsch e inofensivo), sino de gentes mucho más peligrosas: de Antonescu, de la Legión del Arcángel, de Codreanu. Como siempre que viajo a algún país del este de Europa, quedé sorprendido por la percepción que tienen hoy sus ciudadanos de los demonios domésticos de la década de los treinta del siglo pasado. Los herederos de aquellos nacionalistas radicales han recuperado un chocante prestigio. Luego, ya durante el juicio en el Supremo, tuve ocasión de comentar con Josep Bargalló su artículo (escrito junto con Montserrat Palau) sobre el nazi de Torredembarra Horia Sima y el resurgimiento de personajes como Bandera en Ucrania. Debates nacionalistas. Por un lado, amarillentos como las viejas fotografías; por otro, de triste actualidad.
Horia Sima, a quien Kaplan denomina el maníaco del pelo largo, se había convertido en el jefe de los legionarios del arcángel después de la muerte de Codreanu, cuando el rey Carol II le mandó ejecutar para desairar a Hitler, y fue el responsable del pogromo de 1941, en que los legionarios asesinaron a doscientos judíos en el matadero municipal, haciéndoles pasar por todas las fases del proceso, como si de ganado se tratara. Sima siguió viviendo en España hasta 1990, olvidado por todos los cazadores de nazis y, de vez en cuando, aparecen flores frescas en su tumba del pequeño cementerio de Torredembarra.
Los atentados islamistas de las Ramblas y Cambrils reventaron lo que quedaba de mes, de verano y de aparente sucedáneo de concordia. El calor sofocante, la humedad, el dolor de las víctimas y la politización obscena del suceso advertían, a quien supiera interpretar los signos —lo que no fue exactamente mi caso—, que nada bueno iba a traer el otoño. Además, se produjo otro fenómeno que acabaría por tener funestas consecuencias: un extraordinario encumbramiento mediático del máximo mando de la policía autonómica (Trapero) por la gestión de los atentados. Un encumbramiento propiciado tan sólo por los sectores nacionalistas y enmarcado en una campaña de menosprecio a los otros cuerpos policiales. No es aventurado presumir que de ahí surgieron posteriores desencuentros entre policías que, convenientemente instrumentalizados por unos y otros, desembocaron en una grave crisis de confianza y un enfrentamiento abierto que después se materializaría con toda su crudeza en el juicio ante el Tribunal Supremo.
Desde esa posición un tanto periférica, el inicio de septiembre me devolvió al procés con un curioso encargo: una conferencia sobre los riesgos penales asociados al referéndum del 1 de octubre, convocada por uno de los partidos de la coalición que daba apoyo al Gobierno de la Generalitat de Cataluña (PDeCAT). Se tenía que celebrar el sábado en el auditorio de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, en los antiguos cuarteles de Wellington, junto al zoo.
En esta misma universidad habíamos celebrado en el mes de enero el 25 aniversario del seminario del área de derecho penal, dirigida por mi amigo el profesor Jesús Silva, con unas jornadas de pura discusión académica en el mejor sentido del término, revisitando la obra de penalistas clásicos. Aunque yo prefería una ponencia sobre los juristas que se habían entregado entusiasmados a Hitler (prácticamente todos), Jesús me convenció, con argumentos irrebatibles, de lo tedioso (a pesar del morbo) del tema, y me sugirió que preparara una exposición sobre Mayer, un autor refinado que no contribuyó a poner uno solo de los adoquines del camino a Auschwitz. Creo que mi trabajo tuvo buena acogida, y me permitió defender, ante un buen número de profesores alemanes, españoles y latinoamericanos, una opinión un tanto vitriólica sobre Kant (Mayer era un neokantiano), tachándole de fanático de la pena de muerte, enemigo de cualquier disidencia popular, elitista, abstemio y profundamente antisemita. Mis palabras no parecía que molestaran a nadie y, la verdad, tampoco nadie levantó la voz en defensa del filósofo prusiano.
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