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Javier Reverte - Vagabundo en África

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Javier Reverte Vagabundo en África
  • Libro:
    Vagabundo en África
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    ePubLibre
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    2000
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Vagabundo en África: resumen, descripción y anotación

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AGRADECIMIENTOS

Los libros siempre necesitan de gente que te ayude. Así que ahí van los nombres de quienes, de una u otra manera, me echaron una mano para hacer posible el que ahora se publica.

En Madrid, tengo que citar a Pilar Rubio (de la librería Altai’r), los amigos Padres Blancos del CIDAF (misiones en África), Manu Leguineche (hermano en estos menesteres viajeros y en muchos otros), Julián Martínez y Paco Basterra (dos viejos amigos de los tiempos de Londres, que se volcaron con mi primer libro africano), Mariano López (de la revista Viajar), Joseph Simkope (trompetista de Zimbabue que triunfa en Clamores), Leandro Martín Calvo (médico que preparó mi botiquín de viaje) y Adela Butrón (que me vacunó para sobrevivir todo el siglo XXI ). A mi mujer, Chelo, y mi hermano Jorge, que me corrigieran el primer manuscrito del libro.

En Suráfrica, mi amigo de tantos años Fabián Ortiz y mi nuevo amigo Alberto Masegosa (ambos corresponsales de Efe).

En Zimbabue, Luis Simkope (que triunfó en Clamores con su clarinete y luego le echaron de España bajo un gobierno socialista).

En Tanzania, los padres blancos John Slinger y José Sotillo, que me abrieron las puertas de su iglesia y un buen bar en el pueblo de al lado.

En Kigali, Lola Castro.

En Kinshasa, el doctor Joaquín Sanz Gadea, el padre blanco Santiago Rodríguez y el embajador José Antonio Bordallo.

Y en el río…, mis inolvidables Carlos Dos Ramos, Celestine y Mak, que me salvaron la vida. Y todos los pasajeros sin nombre de las barcazas del Akongo-Mohela.

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Zins, Henryk, Joseph Conrad in África, Kenya Literatura Bureau, Nairobi, 1982.

PRIMERA PARTE

UNA TIERRA DE PÓLVORA Y DE SANGRE

En África no hay fronteras, ni siquiera entre la vida y la muerte.

LEOPOLD S. SENGHOR

1

LA IRRESISTIBLE ATRACCIÓN DE LAS LEYENDAS

E n mis ensoñaciones había un río que era grande como un mar, el Congo, «el río que se bebe todos los ríos», y había cruzado media África, desde Ciudad del Cabo al océano índico, atravesando las grandes sabanas y las Tierras Altas, para llegar hasta Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, pocos meses después de que terminara la guerra de 1997. Había logrado pasaje en el Akongo-Mohela, un remolcador que empujaba dos barcazas repletas de mercancías y pasajeros río arriba. Navegaba entre selvas e islas, en anchas lagunas donde no podían divisarse ninguna de las dos orillas, entre canales cercados de pétreos murallones y de bosques de ceibas y cocoteros, admirando la pericia del capitán para sortear fondos arenosos donde el barco corría el riesgo de quedar embarrancado, mecido por las canciones alegres de las gentes que atestaban las cubiertas de las barcazas, fascinado por las súbitas tormentas nocturnas que hacían hervir el agua y arrojaban sobre la nave sopapos de lluvia con la violencia de los cañonazos, agobiado por el sol del trópico de los mediodías, bajo el aire sensual, envuelto por el griterío de los pájaros y los monos, y borracho de olor a jungla virgen. Viajaba en la estela de Joseph Conrad, dejando ya muy atrás el puerto de Kinshasa y en dirección al lejano Kisangani, el conradiano «corazón de las tinieblas», en el río que también habían navegado André Gide y Graham Greene y por donde mucho antes descendieron las canoas de los exploradores Stanley y Brazza. La euforia de cumplir un acariciado propósito hacía de mí un viajero feliz.

Y de pronto el río se tornó una entidad maligna y un atisbo del «horror» del que hablaba Conrad se mostró ante mí. Eran las primeras horas de la noche de un miércoles de octubre, el sexto día de navegación en el Akongo-Mohela, una oscura noche sin luna y de un cielo cosido por millones de estrellas. Habíamos atracado en el puerto de Bolobo, a trescientos treinta kilómetros de Kinshasa, obligados a detenernos allí por un control militar. Yo estaba en el camarote, tomando notas en mi cuaderno de viaje, cuando la puerta se abrió y entró un soldado armado con un fusil automático. Vestía una camiseta amarilla sin mangas y un pantalón de camuflaje. En su cinturón se ajustaban varias bombas de mano. Su cara era redonda y pequeña, de frente estrecha, y sus ojos navegaban en una humedad amarilla de alcohol y marihuana. Sonreía y mostraba los dientes separados bajo la pelusa del bigotillo. Se sentó frente a mí, dejando el arma sobre la mesa y apuntándome. Me habló en un francés poco comprensible, sin abandonar su sonrisa, y arrastrando las palabras con lentitud. Su actitud me hacía pensar en antiguas y mediocres películas de Hollywood donde los bandidos, por lo general mexicanos, componen un gesto irónico y chulesco, cortés y cruel a la vez. Quizá aquel soldado había visto decenas de ellas en las salas de vídeo africanas y se sentía ufano de interpretar su soñado papel ante un blanco desarmado. Cuando le dije que yo era un simple turista, soltó una cinematográfica carcajada. «No, no, monsieur, usted no es un turista; usted es un espía y un enemigo del Congo», dijo. Luego añadió: «Su vida vale doscientos dólares. Démelos o le mato». Yo pensé que era al contrario: que si aceptaba dárselos, acabaría conmigo.

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