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Jerry A. Coyne - Por qué la teoría de la evolución es verdadera

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Jerry A. Coyne Por qué la teoría de la evolución es verdadera
  • Libro:
    Por qué la teoría de la evolución es verdadera
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
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Capítulo 4

La geografía de la vida

Siendo naturalista a bordo del HMS Beagle me impresionaron mucho ciertos - photo 1

Siendo naturalista a bordo del HMS Beagle, me impresionaron mucho ciertos hechos de la distribución geográfica de los habitantes de América del Sur, y de las relaciones geológicas entre los habitantes actuales y los pasados de aquel continente. Estos hechos parecían dar alguna luz sobre el origen de las especies, este misterio de los misterios, como lo ha llamado uno de nuestros mayores filósofos.

CHARLES DARWIN, El origen de las especies

U no de los lugares más solitarios de la Tierra son las lejanas islas volcánicas de los mares del sur. En una de ellas, Santa Elena, situada a medio camino entre África y América del Sur, transcurrieron los últimos cinco años del cautiverio británico de Napoleón, exiliado de su Francia nativa. Pero las islas más famosas por su aislamiento son las del archipiélago de Juan Fernández, cuatro pequeños retazos de tierra con una superficie total de unos cien kilómetros cuadrados situados a unos 600 kilómetros al oeste de Chile. Fue en una de estas islas donde transcurrió la solitaria vida de náufrago de Alexander Selkirk, el auténtico Robinson Crusoe.

Nacido en 1676 como Alexander Selcraig, Selkirk fue un iracundo escocés que se embarcó en 1703 como maestre en el Cinque Ports, un buque con patente de corso del Gobierno británico para saquear los barcos españoles y portugueses. Preocupado por la temeridad de su joven capitán de veintiún años y por la deplorable condición en que se hallaba el buque, Selkirk exigió que se le dejara en tierra, a la espera de un pronto rescate, cuando el Cinque Ports lanzó amarras para aprovisionarse de agua y alimentos en la isla de Más a Tierra, en el archipiélago de Juan Fernández. El capitán accedió, y Selkirk fue abandonado voluntariamente, llevándose consigo a la isla únicamente ropa, sábanas y algunas herramientas, un fusil de pedernal, tabaco, una tetera y una Biblia. Así comenzaron cuatro años y medio de soledad.

Más a Tierra era una isla desierta en la que los únicos mamíferos, aparte de Selkirk, eran cabras, ratas y gatos que otros navegantes habían introducido en el pasado. Pero tras un período inicial de soledad y depresión, Selkirk se adaptó a sus circunstancias, y se dedicó a cazar cabras, recolectar mariscos y frutas, recoger las verduras que habían plantado sus predecesores, hacer fuego frotando dos palos, fabricarse ropas con pieles de cabra y mantener a raya las ratas domesticando unas crías de gato para que compartieran sus habitaciones.

Selkirk fue rescatado por fin en 1709 por un barco británico que, curiosamente, era pilotado por el capitán del Cinque Ports. La tripulación quedó asombrada por aquel salvaje vestido con pieles que llevaba tanto tiempo solo que su inglés era casi ininteligible. Tras ayudar a aprovisionar el barco de fruta y carne de cabra, Selkirk embarcó de vuelta a Inglaterra. Allí se alió con un escritor para producir un popular relato de sus aventuras, The Englishman, que supuestamente inspiró el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Sin embargo, Selkirk nunca logró adaptarse a la vida sedentaria en tierra firme. Volvió a navegar en 1720, y murió de unas fiebres un año más tarde en la costa africana.

Fueron las contingencias del tiempo y del carácter las que produjeron la historia de Selkirk. Pero la contingencia es también la lección de otra gran historia, la de los habitantes no humanos de las islas de Juan Fernández y de otras islas como ésta. Pues aunque Selkirk no lo supiera, Más a Tierra (hoy isla de Alexander Selkirk) estaba habitada por los descendientes de antiguos náufragos: los Robinson Crusoes de plantas, aves e insectos que arribaron a la isla por accidente miles de años antes que Selkirk. Sin saberlo, vivía en un laboratorio de la evolución.

En la actualidad las tres islas de Juan Fernández son un museo viviente de plantas y animales exóticos y raros, con numerosas especies endémicas, es decir, que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo. Entre ellas se cuentan cinco especies de aves (incluido un colibrí gigante de unos doce centímetros y color pardo rojizo, el espectacular picaflor de Juan Fernández, que se encuentra en estado crítico de conservación), 126 especies de plantas (incluidos muchos miembros peculiares de la familia de los girasoles), un lobo de mar y un puñado de insectos. Ninguna otra superficie comparable en todo el mundo contiene tantas especies endémicas. Pero la isla es igualmente notable por lo que le falta: no acoge ni una sola especie de anfibio, reptil o mamífero, unos grupos que son comunes en los continentes de todo el mundo. Esta pauta de formas de vida extrañas y eflorescentes, con la sorprendente ausencia de muchos grandes grupos, se repite una y otra vez en las islas oceánicas. Y, como veremos, aporta importantes indicios a favor de la evolución.

Fue Darwin quien primero examinó a fondo estas pautas. Gracias a sus propios viajes de juventud en el HMS Beagle y a su voluminosa correspondencia con científicos y naturalistas, comprendió que era necesario apelar a la evolución para explicar no sólo los orígenes y formas de las plantas y animales sino también su distribución por el planeta. Estas distribuciones planteaban numerosas preguntas. ¿Por qué las islas oceánicas tienen floras y faunas tan extrañas y desequilibradas en comparación con los grupos de especies que se encontraban en los continentes? ¿Por qué casi todos los mamíferos autóctonos de Australia eran marsupiales, mientras que los placentarios predominaban en el resto del mundo? Y si las especies habían sido creadas, ¿por qué el creador había colocado en regiones distantes con un terreno y un clima parecidos, como los desiertos de África y América, especies semejantes en su apariencia pero que mostraban otras diferencias más fundamentales?

Otros antes que Darwin habían cavilado sobre estas preguntas y habían sentado los cimientos para su propia síntesis intelectual, una síntesis que Darwin consideraba tan importante que le dedicó dos capítulos enteros en El origen. Estos capítulos suelen considerarse el documento fundacional del campo de la biogeografía, la disciplina que estudia la distribución de las especies en la Tierra. La explicación evolutiva de la geografía de la vida que propuso entonces resultó ser en gran medida correcta, y sólo ha sido refinada y apoyada por una legión de estudios posteriores. La evidencia biogeográfica a favor de la evolución es en la actualidad tan poderosa que jamás me he encontrado con un libro, artículo o conferencia creacionista que haya intentado refutarla. Los creacionistas simplemente fingen que esa evidencia no existe.

Irónicamente, las raíces de la biogeografía se hunden en la religión. Los primeros «teólogos naturales» intentaron reconciliar la distribución de los organismos con el relato del arca de Noé de la Biblia. Todos los animales vivos se consideraban descendientes de las parejas que Noé llevó a bordo, parejas que viajaron hasta los lugares que ocupan en la actualidad desde el lugar donde quedó varada el arca después del diluvio (que tradicionalmente se supone que fue cerca del monte Ararat, en el levante de Turquía). Pero esta explicación tiene problemas evidentes. ¿Cómo se las arreglaron los canguros y las lombrices de tierra gigantes para cruzar los océanos hasta llegar a su hogar actual en Australia? ¿No se habría apresurado la pareja de leones a comerse a los antílopes? A medida que los naturalistas fueron descubriendo nuevas especies de plantas y animales, hasta los más recalcitrantes creyentes se dieron cuenta de que ninguna barca podía contenerlas a todas, y eso sin contar con su alimento y agua para un viaje de seis semanas.

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