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Enrique González Duro - Biografía del miedo

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Enrique González Duro Biografía del miedo

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A LA FELICIDAD POR EL TRABAJO

El principal problema con el que se enfrentaron los primeros empresarios de la modernidad era qué o cómo hacer para que la gente —habituada a darle sentido a su trabajo agrícola o artesanal y a fijarse sus propias metas— volcase todo su esfuerzo y habilidad en el cumplimiento de unas tareas que otros les imponían y que carecían de sentido para sí mismos. No resultaba nada fácil la rápida reconversión de los ahora obreros a la racionalidad del mercado —desprovista de toda emoción y regida por la relación coste-beneficio— tras el abandono de sus viejas costumbres, según las cuales se establecía un profundo compromiso del trabajador con el producto de su trabajo. La solución del problema fue la puesta en marcha de una instrucción mecánica dirigida a habituar a los obreros a obedecer sin pensar y a obligarles a cumplir unas tareas duras y rutinarias cuyo sentido se les escapaba. El nuevo régimen fabril sólo necesitaba partes de seres humanos, pequeños engranajes sin alma conectados a un mecanismo más complejo. Las demás partes resultaban ahora inútiles: intereses, ambiciones e ilusiones no importaban para el proceso productivo e interferían innecesariamente con las partes que sí participaban en la producción. A esto se le llamaba «ética del trabajo»: si se quiere lo necesario para vivir y ser feliz, hay que hacer algo que sea digno de pago, y es normalmente dañino y necio conformarse con lo conseguido y quedarse con menos en lugar de buscar más; no es necesario descansar, salvo para recuperar fuerzas y seguir trabajando; es decir, trabajar es un valor en sí mismo, una actividad noble y jerarquizadora. Trabajar es bueno… y normal.

Desde que irrumpió en la conciencia europea de los primeros tiempos de la industrialización —finales del siglo XVIII y comienzos del XIX—, la ética del trabajo sirvió a políticos, filósofos y predicadores para desterrar por las buenas o por las malas el difundido hábito de trabajar lo menos posible, considerado como principal obstáculo para el espléndido y nuevo mundo que pretendían construir: la generalizada tendencia a evitar las condiciones ofrecidas en las fábricas y a resistirse al ritmo fijado por el capataz, el reloj y la máquina. La ética del trabajo debía también combatir, destruir y erradicar la vieja tendencia de los trabajadores a limitarse a satisfacer sus necesidades básicas y nada más. Una vez cubiertas esas necesidades, los obreros «tradicionales» no encontraban sentido a seguir trabajando y ganar más dinero. Era posible vivir decentemente con muy poco y, una vez alcanzado el límite, no había prisa por ascender. Al menos así veían las cosas los empresarios de la época, los economistas y los moralistas, ansiosos por potenciar el crecimiento. Mediante la difusión de la ética del trabajo, se afanaban en vencer la resistencia de los obreros al progreso, lo que en cierto modo implicaba la renuncia a la libertad en favor del control y la subordinación. Había que luchar para obligar a los trabajadores a aceptar un modo de vida que ni era noble ni se ajustaba a los principios de su propia moral. El objetivo era separar lo que la gente hacía de lo que consideraba digno de ser hecho; separar el trabajo mismo de cualquier sentido comprensible. Con razón, los críticos de la incipiente modernidad manifestaban su apoyo al «derecho a la pereza».

Según el relato de Joseph L. y Barbara Hammonds, «los únicos valores que las clases altas permitían a la clase trabajadora eran los mismos que los propietarios de esclavos apreciaban en sus esclavos. El trabajador debía ser diligente y atento, no pensar, deberle adhesión y lealtad sólo a su patrón». Así podría formar parte, según se decía, del progreso histórico, en su irrefrenable marcha hacia el dominio total de la naturaleza por el hombre. Todo lo que contribuyera a ese dominio era bueno, y resultaba, en última instancia, ético, porque a largo plazo servía al progreso de la humanidad. Así pues, cualquier resistencia que el trabajador presentara debía ser vencida sin remordimiento alguno. No obstante, «era difícil educar a los seres humanos para que renunciaran a sus desordenados e insuficientes hábitos de trabajo, para identificarse con la invariable regularidad de las máquinas automáticas». Esas máquinas sólo podían funcionar si eran vigiladas de forma constante; y la idea de pasar diez o más horas al día encerrados en una fábrica, mirando una máquina, no les hacía ninguna gracia a unos hombres y mujeres llegados del campo. La resistencia a sumarse al esfuerzo combinado de la humanidad era, en sí misma, la tan mencionada prueba que demostraba la relajación moral de los pobres y, al mismo tiempo, la virtud inherente a la disciplina implacable de las fábricas. El empeño en lograr que los pobres y los «voluntariamente ociosos» se pusieran a trabajar no era sólo una cuestión económica, sino también moral.

Quienes contribuían a la opinión ilustrada de la época coincidían en que los trabajadores manuales no estaban en condiciones de dirigir su propia vida: eran como niños caprichosos o inocentes que no podrían controlarse ni distinguir entre lo bueno y lo malo, y mucho menos eran capaces de prever qué cosas, a la larga, resultarían en su propio provecho. Sólo eran materia prima humana en condiciones de ser procesada para recibir la forma correcta: muy probablemente, y al menos por largo tiempo, serían víctimas del cambio social que se estaba produciendo en el llamado «proceso de civilización». La ética del trabajo era al mismo tiempo la fórmula para lograr un trabajo demoledor y una visión constructiva, porque no confiaba en las inclinaciones destructivas de los trabajadores. Libres para actuar como quisieran y abandonados a sus caprichos, se revolcarían en la inmundicia antes que trabajar para su autosuperación, se morirían de hambre y antepondrían una diversión momentánea a una felicidad segura aunque todavía muy lejana. Antes que trabajar, en general, preferirían no hacer nada. Esos impulsos incontrolados y viciosos eran parte de la «tradición» a los que la incipiente industria debía hacer frente, combatir y exterminar. La ética del trabajo suponía un ataque contra el «tradicionalismo de los trabajadores comunes», que «habían actuado guiados por una rígida visión de las necesidades materiales que les llevaba a preferir el ocio y dejar pasar las oportunidades de aumentar sus ingresos trabajando más o durante más tiempo». El tradicionalismo era menospreciado.

Se pensaba que la ética del trabajo resolvería la demanda laboral de la industria incipiente y se desprendería de una de las resistentes molestias con que iba a toparse la sociedad postradicional: atender a las necesidades de quienes, por una razón u otra, no se adaptaban a los cambios y eran incapaces de ganarse la vida en las nuevas condiciones. Había inválidos, débiles, enfermos y ancianos que en modo alguno podían resistir las severas condiciones del empleo industrial. Se fue imponiendo la idea de que se podría prescindir de ellos, fueran o no culpables de su situación, siempre que ello no aumentase los riesgos de la sociedad ni implicase un incremento de los impuestos. Thomas Carlyle, en un ensayo publicado en 1837, explicó esta estrategia alternativa: «Si se les hace la vida imposible, necesariamente se reducirá el número de mendigos. Es un secreto que todos los cazadores de ratas conocen: tapad las rendijas de los graneros, hacedlas sufrir con maullidos continuos, alarmas y trampas, y vuestros “jornaleros” desaparecerán del establecimiento. Un método aún más rápido es el del arsénico; incluso podría resultar más suave si estuviera permitido». La ética del trabajo afirmaba la superioridad moral de cualquier tipo de vida, con tal de que se sustentara en el salario del propio trabajo. Con otra regía ética, los reformistas bienintencionados podían aplicar el principio del «menor derecho» a cualquier asistencia no ganada mediante el trabajo, considerando tal principio como un paso hacia una sociedad más humanitaria. Se esperaba que, cuanto más se degradara la vida de los desocupados, más tentadora o menos insoportable les resultaría la vida de los trabajadores pobres, que habían vendido su fuerza de trabajo por un salario miserable.

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