P RÓLOGO
V OCES DE LAS DOS ORILLAS
H ÉCTOR A GUILAR C AMÍN
E ste pequeño volumen toca los grandes temas de la actualidad iberoamericana, el lugar donde se mezclan las huellas del pasado y los desafíos del futuro.
El libro es fruto de las insólitas entrevistas televisadas que Juan Ramón de la Fuente, rector de la UNAM , hizo a seis miembros prominentes del Foro Iberoamérica, durante los días de la séptima reunión anual de éste en la Ciudad de México, en diciembre de 2006.
El Foro Iberoamérica sesiona desde el año 2000. Su primera reunión fue precisamente en México, en las vísperas culminantes de la alternancia democrática y pacífica que le faltaba al continente: la mexicana.
Como explica en su entrevista de este volumen Carlos Fuentes, creador del Foro, la idea fundacional fue que, “por primera vez en América Latina, y quizá en el mundo, hubiera un encuentro anual en el que intelectuales, empresarios y estadistas pudieran reunirse, cambiar puntos de vista y convertirse en correas de transmisión entre lo que aquí se dice y sus respectivas comunidades”.
Las voces de los miembros del Foro que resuenan en este libro —el propio Fuentes, Enrique Iglesias, los ex presidentes Felipe González, Julio María Sanguinetti, Fernando Henrique Cardoso y Ricardo Lagos— son voces del presente iberoamericano.
El presente es siempre una zona intermedia: toma de atrás y avanza hacia delante, pero no a la manera de un camino recto, sino como un río de cauce sinuoso, con remansos y corrientes alternadas, rápidos, cascadas y rodeos.
El río iberoamericano tiene dos orillas desiguales, la que fluye por Europa, breve, próspera y moderna, mejor equipada para los retos del futuro, y la orilla americana, un subcontinente de países y gobiernos en busca errática de la modernidad, y de una forma propia de llegar a ella.
La arritmia iberoamericana, la diferencia de civilización entre sus dos orillas, está marcada por los tratos, más y menos exitosos, con la modernidad. La orilla ibérica encontró su camino hacia ella en la Comunidad Europea. La orilla americana ensaya fórmulas y conciertos disonantes. Es el hermano inmenso a cuidar porque no encuentra su camino y hay en su corazón “penas y furias” (Huidobro).
Hoy como ayer, los desafíos de la modernidad sorprenden la orilla americana a medio camino de sus propios cambios o en medio del lastre de sus viejas inmovilidades. No hemos construido todavía un capitalismo moderno y ya debemos ser un capitalismo globalizado. No hemos construido un estado nacional, y ya debemos negociar con otros estados para diluir nuestras fronteras. No hemos construido todavía naciones sólidas con estados capaces de gobernar, cuando ya las naciones son obstáculo y los estados insuficientes para regir las tendencias globales que desconocen fronteras y restringen soberanías.
Estas disonancias profundas, más americanas que ibéricas, son el tema dominante de Voces de Iberoamérica . Los asuntos abordados tienen una dimensión civilizatoria, preguntan por los nudos de la vida pública de nuestros países y por sus retos, el mayor de los cuales es el más viejo de todos: la desigualdad. “El desempeño de los últimos veinticinco años no sólo no ha acortado las desigualdades, sino que las ha ampliado”, dice Felipe González. Y Enrique Iglesias: “En lo social es donde no hemos avanzado”.
El rasgo dominante de las últimas décadas en la orilla americana no ha sido el crecimiento que reparte bienestar, sino el de la democracia que garantiza libertades públicas. Hemos dado a luz democracias imperfectas, tensionadas por la inseguridad, la corrupción y el pobre cumplimiento de la ley. Democracias de políticos poco responsables y ciudadanos de baja intensidad: volubles y olvidadizos: si uno va hoy a Perú, recuerda con su peculiar humor Julio María Sanguinetti, nadie recuerda haber votado a Fujimori, al que reeligieron dos veces. Lo mismo con Menem en Argentina. Democracias, sobre todo, que no llenaron las expectativas económicas y sociales de sus ciudadanos, un tanto fantasiosas o desmesuradas, y han tenido pobres rendimientos públicos. Resume Carlos Fuentes: “Hemos creado democracias con parlamentos, partidos políticos, opinión pública, elementos esenciales para la democracia, pero aún no llegamos a la gran democracia de los alimentos, de la educación y de la salud”.
Al final, mientras Portugal y España se afirman en círculos virtuosos de democracia, crecimiento y bienestar, en la orilla americana crecen estados frágiles, intervenidos por poderes fácticos, acechados por la ilegalidad, la violencia y el descrédito de instituciones claves; para empezar, los políticos y sus partidos: la política.
El bajo compromiso con la ley es una debilidad mayor de nuestras democracias. Tenemos amor por la ley, dice con ironía tenue y penetrante Fernando Henrique Cardoso: producimos leyes para todo, pero no para cumplirlas. De la ley que no se cumple llega a decirse en Brasil: “No prendió”. Es conocida la extendida opinión de los mexicanos en el sentido de que la ley no debe cumplirse si no es justa. ¿Pero quién decide si es justa?
El bajo compromiso con el cumplimiento de la ley es hermano siamés de la inseguridad pública, que en nuestros países no viene tanto de amenazas externas, como el terrorismo, o internas, como el narcotráfico, sino de la violencia cotidiana, en su mayor parte impune. De los quinientos mil homicidios que hay al año en el mundo, recuerda Sanguinetti, ciento cuarenta mil son en la América Latina. México castiga sólo cinco de cada cien homicidios. A la ilegalidad y la inseguridad hay que agregar el desprestigio de los instrumentos públicos. El espectáculo reincidente de la corrupción y el oportunismo de políticos y partidos, en gran medida fruto de la transparencia democrática, pues ahora se ve lo que antes se ocultaba en la opacidad dictatorial, ha hecho mella profunda en la credibilidad de ambos, correas de transmisión insustituibles de la democracia.
De modo que, hechas todas las cuentas, puede decirse que la democracia no ha traído a la orilla americana lo que llevó a la orilla ibérica: seguridad, legalidad, gobernabilidad, eficacia y prestigio de los instrumentos públicos. Se habla entonces del fracaso o el desencanto de las democracias en la orilla americana. Por una parte, se dice, nuestras democracias gobiernan mal; por la otra no han traído los frutos económicos y sociales deseados, que podrían legitimarlas y fortalecerlas.
Ambos veredictos juzgan la democracia por cosas que no puede producir por sí misma. La democracia no produce por sí sola buenos gobiernos, gobiernos eficaces, talentosos, creativos. Produce gobiernos elegidos libremente, por tiempos definidos, y la posibilidad de quitarlos sin necesidad de una rebelión. Produce también libertades públicas, sobre todo libertades públicas: derechos y garantías ciudadanas, espacios para las minorías, igualdad ante la ley.
La democracia por sí misma tampoco produce desarrollo económico, ni siquiera igualdad de oportunidades. El desarrollo económico es fruto de la inversión y la productividad. La igualdad de oportunidades es hija de la educación. Los gobiernos son fundamentales para crear condiciones propicias a la inversión, la productividad y la educación, pero no necesitan ser democráticos para eso. El fenómeno de eficacia económica y educativa que deslumbra al mundo, China, es posible, quizá, porque China es una dictadura.