Imre Kertész - La lengua exiliada
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- Libro:La lengua exiliada
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2001
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La lengua exiliada: resumen, descripción y anotación
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La lengua exiliada — leer online gratis el libro completo
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Poco después de la caída del telón de acero, cuando por fin su obra narrativa lograba traspasar las fronteras, el premio Nobel de Literatura, Imre Kertész, empezó a expresar en artículos y discursos las implicaciones éticas y culturales del Holocausto.
Los textos que aquí se recogen por primera vez constituyen la suma de un pensamiento implacable que aborda temas como la relación con el Holocausto, los totalitarismos del siglo XX, la supervivencia y el exilio, los fenómenos del cambio europeo y la nueva Europa por construir.
Imre Kertész
ePub r1.1
German25 23.11.15
Título original: A száműzott nyelv
Imre Kertész, 2001
Traducción: Adan Kovacsics
Editor digital: German25
ePub base r1.2
IMRE KERTÉSZ. (Budapest, Hungría, 1929). Imre Kertész es un autor húngaro que sobrevivió a los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, adonde fue deportado siendo adolescente. Tras su liberación, en 1945, volvió a Hungría a terminar sus estudios, y después de una breve incursión en el periodismo comenzó a escribir piezas teatrales y guiones cinematográficos, al tiempo que desarrollaba una importante carrera como traductor. A partir de su primer libro, Sin destino, su obra ha estado atravesada por una profunda interrogación ética sobre la que planea la sombra de los totalitarismos del siglo XX. En 2002, recibió el Premio Nobel de Literatura. Entre sus obras destacan Kaddish por el hijo no nacido, Sin destino, Yo, otro, Fiasco, Liquidación, La bandera inglesa, Diario de la galera, Un relato policíaco y Dossier K.
[1] Shoah Foundation. (Nota del editor)
S eptiembre de 1989: Viena. Invitación de la Sociedad Austríaca de Literatura. Dicen que por mis traducciones, de hecho: apoyo amistoso, algunas buenas palabras a mi favor, o sea, simpatía, que es, a decir verdad, lo que todo lo mueve, al igual que su opuesto. Alojamiento en un hotel. Una bonita suma de dinero. Gestiones repugnantes: en primer lugar, el pasaporte, que llegará a vuelta de correo. En segundo, el billete de tren. La mujer de la taquilla me pide el pasaporte. No lo llevo encima. Quién habría imaginado que el control de pasaportes empezara en la taquilla. Es porque quiero comprar el billete con florines. Aquí no se confía en el florín. Vuelta a casa, situada en la otra punta de la ciudad, y otra vez a la oficina de venta de billetes más próxima. Larga cola. Se me va toda la mañana. Como si fuese un rapapolvo a modo de adelanto: de aquí no te irás tan fácil. Como las interminables objeciones del cabo primero en los cuarteles antes de la salida. Dictadura y tiempo. Concepción primaria de la vida y el tiempo. Estructura primaria y tiempo. Hombre y tiempo o, mejor dicho, el hombre esencialmente como tiempo. Es decir, el hombre declarado una nada. Tiempo en los campos de concentración, tiempo en la cárcel, o el gran alivio: tiempo de compra de un billete de tren. Con estos pensamientos me entretengo hasta que me toca. Me gustaría llegar a la Estación del Sur de Viena, porque he visto en el mapa que está cerca del alojamiento. Y con el tren de última hora de la mañana, porque no me gusta levantarme al amanecer. Me dan el billete para la Estación del Oeste y para el tren de primera hora. Que es una oferta, dicen. El empleado de la taquilla, con tono decidido: «Por mil florines merece la pena levantarse temprano». No lo sé. Lo cierto es, de todos modos, que por mil florines debe de merecer la pena no discutir, porque callo. Camino de la salida me vienen a la cabeza los argumentos en contra, como siempre; me pongo furioso, y la agresividad, al no encontrar otro camino, se vuelve contra mí, siguiendo su costumbre. El secreto de… —¿cómo llamarla?—, de la sociedad concentracionaria oriental reside en que pasas todo el tiempo furioso contigo mismo, y, si no, te avergüenzas de las concesiones que hacen tus sentimientos, tu mente o tu cartera.
El caballero vienes en Bruck an der Leitha. Hasta entonces he viajado solo, de espaldas a la dirección de la marcha, en un banco de tres asientos. Incluso he puesto uno de mis bultos en el asiento de al lado, por si acaso. Al caballero vienés le basta una mirada para calar la situación: «¿Me permite?», pregunta señalando despiadadamente mi maleta. Se sienta y saca unos documentos de su maletín. Columnas de números, listas de contabilidad. Coge un bolígrafo y se pone las gafas. Me tranquilizo. En un abrir y cerrar de ojos me enredo con él en una conversación sin salida. La observación de Canetti en Juego de ojos sobre los charlatanes, de los que no hay manera de escapar en Viena. He aquí un ejemplo viviente. Unas cuantas preguntas capciosas y confieso ser escritor y traductor. Se anima: veo que cree haber cazado una buena presa. No sé oponer resistencia a un impertinente. El caballero vienés al menos es entretenido. A su manera. Cierto exceso de cultura. Literatura: Hofmannsthal, Schnitzler, Roth, a quienes he traducido. Luego música. Que Richard Strauss es un músico más original que Mahler, porque a Mahler no se lo puede concebir sin Beethoven y Brahms; a Strauss, en cambio, sí. Es una estupidez, pero le dejo hablar. Que el maestro Abbado aspira a ocupar la vacante que ha dejado Karajan tanto en Viena como en Salzburgo, y que ya veré yo que dará buenos resultados. A mí, lamentablemente, me da igual. A él no, en absoluto. Se excita como si se tratara del Ferencváros. Ésta es la diferencia, pienso. Tampoco despotrica contra el Régimen. Contra ninguno. ¡Qué armonía! «Viví los acontecimientos de 1956 como ustedes, los húngaros», dice de pronto. Le conmovieron profundamente. Ayudó a los refugiados, trabajó en una organización asistencial, durante un año, si no lo entiendo mal. ¿Y en 1968?, pregunto. No le suponía nada nuevo, responde. Resulta que, al hacerse mayor (dice tener setenta años, cuando yo le atribuía quince menos), ha encontrado a Dios, a su propio Dios, al Dios personal. Ha llegado a poder rezar en cualquier sitio, a cualquier hora, en cualquier circunstancia. Acaba cayéndome bien de una manera innegable. Eso sí, por su culpa me pierdo los instantes previos a la llegada. Y eso que me gusta observar los barrios periféricos desangelados y gélidos, me gusta percibir que la ciudad va adquiriendo calor a mi alrededor, que empieza a latir y a cobrar vida con unos movimientos asombrosos. Por otra parte, sin embargo, esta conversación ha sido la forma más apropiada de llegar a Viena, estilísticamente hablando. Como si ocurriera en una novela de finales del siglo XIX. (De Paul de Kock, por ejemplo, a quien Krúdy no cesa de citar; pero ¿existió realmente Paul de Kock o lo inventó Krúdy para poder citarlo?).
«Así es», sonríe el caballero vienés cuando le comunico mi observación. El tren aminora la marcha. Me levanto, retiro mis pertenencias del portaequipaje, me pongo el abrigo. Al darme la vuelta, no veo al caballero por ninguna parte. Desapareció, se esfumó, como si lo hubiera soñado. Es quizá lo que ha ocurrido, pienso; ha desaparecido como Paul de Kock soñado por Krúdy. Bajada tranquila, serviciales carritos con ruedas para el equipaje, serviciales puertas de vidrio que se abren automáticamente. Viena me recibe con un sol ligeramente velado por la bruma. Un montón de escombros delante de la estación; sensaciones familiares. (Luego descubriré que están construyendo el metro). Un taxista muy consciente de su valía y muy dispuesto a ayudar. Espío angustiado el taxímetro para ver si los 180 chelines adicionales al cheque de viaje oficial, que logré sonsacar mendigando a las autoridades, me alcanzarán para el viaje en taxi, que ha resultado inevitable por culpa de aquel billete de tren a precio de «oferta». Justito. Incluida una pequeña propina. Cuando el taxista me da elegantemente las gracias, no sé por qué, pero de pronto mi equilibrio psíquico se restablece. Me siento como un señor extranjero. No conocía este aspecto mío; me embarga cierto respeto por mí mismo, como si viajara de incógnito. El agente secreto de un secreto totalmente desconocido, con tareas totalmente desconocidas. Ojalá no me descubran, pienso angustiado.
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