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Brianda Domecq - La insólita historia de la Santa de Cabora

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Brianda Domecq La insólita historia de la Santa de Cabora
  • Libro:
    La insólita historia de la Santa de Cabora
  • Autor:
  • Editor:
    Planeta
  • Genre:
  • Año:
    1990
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La insólita historia de la Santa de Cabora: resumen, descripción y anotación

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Teresita Urrea, la Santa de Cabora, es al mismo tiempo una figura histórica y una leyenda. Producto de la violación de una joven indígena —justificada por la costumbre en las relaciones entre patrón y sierva— nace en Sinaloa en 1873; pasa su juventud en la hacienda paterna en Sonora, y muere, exiliada por el gobierno de Porfirio Díaz, en los Estados Unidos en 1906. Marcada por la ilegitimidad, el conflicto y el abandono, pero también por la imaginación creadora, Teresita se configura como objeto de culto de carácter mesiánico-milenarista, y de niña ensimismada, se convierte en médica tradicional y santa, bandera revolucionaria de criollos, yaquis, mayos y tomochitecos; y finalmente, ya exiliada, en espectáculo publicitario de una compañía médica norteamericana. El desear y el hacer incesantes de Terisita, concretados en poderes sobrenaturales, la vinculan a un nosotros cuyas raíces conducen al México profundo y ancestral. La huella simbólica de Cabora y su santa es uno de los refugios del linaje mexicano.

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CONTENIDO


LA INSÓLITA HISTORIA DE LA SANTA DE CABORA


Brianda Domecq

1990

Para Josefina Vincens, “la Peque”

Para Fernando, siempre

INTROITO


El agnóstico es un individuo que no cree en la certidumbre del conocimiento, pero que puede jugar con las posibilidades, puede tejer hipótesis que sean encantadoras o terribles.

J. L. BORGES

El ángel se acercó suavemente al Señor y le susurró al oído: «Lo buscan en la puerta. Una mujer pide permiso de entrar».

—¿Mujer? ¿Cómo se llama?

—Santa Teresa, Señor.

—¿Santa Teresa....? ¡Ah, la de Avila!

—No, Señor; la de Cabora.

—¿Cabora? ¿Dónde queda?

—No sé, Señor; no encuentro ningún registro. Cabos, hay muchos: Cabo Blanco, Delgado, Frío, Cabo Gracias a Dios, Cabo Falso, Funesto, Ledo, Raso, Verde... ningún Cabora. Está Cabonga, que es una presa; Cabool y Caboolture, el primero en América, el otro en Australia; hay un Caborca en México pero ella jura que no se trata de ése. C-A-B-O-R-A se llama el maldito lugar. Encontré un chingo de Cabots, una que otra Cabra, Cabreras también abundan, Cabrobó, Cabulo, Cabure, Cabruta y hasta ¡Caca!, cerca de Stalingrado...

—¿Qué otros datos te dio?

—Ninguno. Dijo que quería verlo, que usted sabría de quién se trataba cuando le dijera eso: Santa Teresa de Cabora.

—No me suena. A ver, trae la lista de santas; a lo mejor se me coló una por ahí sin darme cuenta. ¡Ya hay tantas!

El ángel regresó al poco rato con un largo rollo que lentamente comenzó a leer.

—A ver: Santa Ricarda, Santa Rosa, Santa Rules...

—¡La «te», la «te»!

—Santa Tacha, Santa Támata, Santa Taburcia, Santa Teducia, Santa Teodora, Santa Teresa de Jesús —ésa es la de Avila—. ¡Aquí hay una! Santa Teresita del Niño Jesús y del Divinísimo Rostro, amén.

—Déjame ver. Sí, canonizada en 1925. ¿A cómo andan allá abajo?

—Apenas en 1906, Señor.

—Entonces, ésta no es. ¿Estás seguro que ya viene anunciándose como Santa? Será una santa apócrifa como las que se dan en montones cada vez que hay revueltas. ¿Te acuerdas cuando lo de Jesús? ¡Lo que nos costó sacarlo de entre tantos mesías espontáneos!

—Pues ella dice...

—¡Nada! Dile que no está registrada. O se equivocó de nombre o se equivocó de año o se equivocó de cielo. Y no dejes que te llore. Las mujeres siempre lloran cuando no consiguen lo que quieren; lloran o rezan o ruegan o se sacan un himen falso de alguna parte para comprobar que son vírgenes y, por lo tanto, mártires. Nada. Si se resiste, le pides su genealogía. Las mujeres jamás pueden trazar su genealogía más allá de dos generaciones. Dile que no admitimos santas sin genealogías...

Hija de Amapola, hija de Marcelina. Marcelina parió a Tula, Tula parió a Juana. Juana parió a Anastasia quien parió a Camilda. Camilda de Rosalío parió a Nicolasa, Nicolasa a Tolomena y Tolomena a Rocío. Rocío parió a Dolores quien parió a Silvia María. Silvia María a Dominga quien parió a Epifania quien parió a Agustina y Agustina parió a María Rebeca quien parió a la puta de Cayetana, quien parió a Teresa llamada «de Cabora».....

PRIMERA PARTE


I


«Cabora... » pensó al acostarse: «tiene que existir». Puso el despertador para las cinco y apagó la luz. Todo estaba listo. Sobre la mesa, el boleto de avión, la reservación del hotel y el comprobante del auto rentado formaban un pequeño racimo de papeles, la constatación de su existencia, la prueba concreta de que haría un extraño viaje a un lugar desconocido. A un lado, en el piso, el portafolios repleto de documentos, escritos y fotografías que había reunido durante tantos años de investigación. Junto, una maleta con ropa, no mucha, la necesaria. Cerró los ojos y en el instante comprendió que no iba a dormir. Volvió a prender la luz; mentalmente revisó el departamento por enésima vez: el gas estaba cerrado, el agua también, pondría doble cerrojo a la puerta al salir... No faltaba nada. Sólo eran los nervios, la excitación. Pensaba en Cabora. Era el último paso en un trayecto muy largo a través de archivos y bibliotecas, un recorrido lleno de rumores y pistas falsas, de descubrimientos y desilusiones; una peregrinación espiritual para la que ella, y sólo ella, había sido escogida. Se acercaba ya el final; después de Cabora no habría más.

Allí estaba la duda: si a fin de cuentas no encontraba nada ¿qué haría? No. No era posible: Teresa no sólo la había escogido sino que también la había guiado durante todos estos años en la tarea de desenterrar del olvido los pormenores de su paso insólito y contradictorio por la vida y ahora la llamaba a Cabora por medio del sueño repetido. El sueño... Todo había empezado con eso: un extraño sueño que irrumpió en sus noches solitarias como una señal mágica, un signo cifrado. Se había repetido tres veces en el mes de octubre de 1973, los días 13, 14 y 15, y fue más intenso y más angustiante la última vez, el día preciso en que se habían cumplido los cien años del natalicio de Teresita. En aquel entonces no lo sabía, no sabía nada. La única pista era el sueño: ella estaba en medio de un paisaje desértico, una planicie interminable, árida y seca. A lo lejos se veía el horizonte, su línea definitiva sólo interrumpida aquí y allá por una piedra arisca, un árbol muerto, el lomo suave de una duna que se alzaba ligeramente sobre el terreno. El calor hacía arder su piel y la luz la cegaba. Estaba sola y ante la inmensidad del escampado inclemente sentía una gran fatiga como si hubiera caminado durante días buscando... un lugar llamado Cabora. Era todo lo que sabía, como si el sueño mismo le hubiera escrito la palabra en la frente: CABORA . En cuanto aparecía el nombre de su destino, columbraba a lo lejos una figura humana, un hombre alto y delgado, vestido todo de negro; le hacía señas llamándola. Luego le daba la espalda y se alejaba rápidamente. Ella sentía la angustia de quedarse sola en medio de aquel paraje y corría tras él tratando de alcanzarlo pero, en cuanto se aproximaba, su pie tropezaba con una piedra y caía, no al suelo sino fuera del sueño. Despertaba bañada en sudor y creyendo recordar que, en el silencio, había oído un extraño grito.

Prendió un cigarro. De eso hacía mucho tiempo y el sueño no se había vuelto a repetir hasta hacía unos días, de nuevo tres veces, de nuevo idéntico al principio. Por eso iba a Cabora: era lo único que faltaba para desentrañar el secreto, comprender la historia, llegar al final del camino.

Al principio, empujada por la angustia acudió a la biblioteca a buscar Cabora: ni en el atlas ni en los diccionarios ni en ninguna enciclopedia encontró tal lugar ni rastro histórico de que alguna vez hubiera existido. Pensó que era una invención de su propia mente y estaba por olvidarlo cuando vio aquel libro, aparentemente dejado al azar sobre una mesa; sintió un escalofrío al darse cuenta de que no lo había visto antes. Se acercó a hojearlo.

Era la novela Tomóchic de Heriberto Frías; la edición databa de 1906 e incluía, a diferencia de las anteriores, según nota del editor, un capítulo sobre la famosa Santa de Cabora. Y allí, como por arte de magia, estaba la palabra «Cabora» frente a sus ojos. Se ensimismó en la lectura. Cuando volvió a levantar la vista ya era de noche y alguien al fondo de la sala comenzaba a apagar las luces. Dejó el libro donde lo había encontrado y como sonámbula abandonó el recinto. Camino a casa se dio cuenta de que las palabras impresas revoloteaban en su cabeza gestando un sinfín de imágenes febriles: no estaba segura si había leído o visto aquella “mujer cuyo solo recuerdo sostuviera la hosca obstinación de una fuerte raza”, “una alucinada, (... ) vibrante y dulce, dulce y tenaz, que llevaban sus ojos una llama turbadora, ya estimulante y fiera como una ración de aguardiente y pólvora, ya benigna y plácida y adormecedora como el humo del opio”, y aquellos ojos “elocuentes y fúlgidos —cuya radiación circundaba su rostro con un nimbo que encendía entusiasmos milagrosos en los pobres peregrinos que iban a ella desde lejanas serranías— habían sugestionado a los pueblos montañeses de Sonora, de Sinaloa y de Chihuahua para que centellasen aquellas rebeliones y aquellas turbulencias que sólo podían ser aplacadas ahogándolas en llamas y sangre... ” ¿Quién había sido ella? ¿Cómo había llegado a tener tal influencia en un siglo sólo para ser olvidada en el siguiente? Una figura amorfa y fascinante se le materializaba a través de las frases: “¿No era acaso un instrumento finísimo, un cristal, manejado en la sombra por ocultas manos, para que a través de sus facetas y de sus aristas los hombres incultos y fuertes (... ) perpetuasen en los baluartes inexpugnables de sus montes una guerra horrenda de mexicanos contra mexicanos, en el santo nombre de Dios....?” ¿Cómo compaginar esas descripciones excelsas con frases como “aquella pobre muchacha histérica”, “epilepsia pacífica”, “aquella ilusa criatura toda nervios”? Desde ese momento se sintió poseída por una curiosidad malsana que le comía entrañas. Se convirtió en rata de biblioteca, en polilla de archivo, oreja de anécdotas e historias increíbles, en sabueso de pistas perdidas. Con los años, la búsqueda se volvió obsesiva: entre más conocía más convencida estaba de que algo yacía oculto. Quería penetrar en el alma de aquella mujer. Se identificaba tanto con ella que, a veces, vivía el desconsuelo de su total olvido y se rebelaba; otras, se enardecía con las revelaciones de injusticia o rechazaba el fardo de culpas que sentía inmerecidas. Terminó por perder todo sentido de su propia realidad. Vivía sólo para resucitar aquella existencia ajena.

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