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Jean Delumeau - El miedo en Occidente

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Jean Delumeau El miedo en Occidente
  • Libro:
    El miedo en Occidente
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1978
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El miedo en Occidente: resumen, descripción y anotación

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AGRADECIMIENTO

Debo expresar mi gratitud a mis oyentes del College de France y a los investigadores de mi seminario. Encontrarán en estas páginas mención de documentos que ellos me han dirigido o indicado y de investigaciones que ellos están realizando. Han contribuido, pues, conmigo a la realización de este proyecto historiográfico.

CONCLUSIÓN
HEREJÍA Y ORDEN MORAL
1. EL UNIVERSO DE LA HEREJÍA

Ha llegado ahora el momento de subrayar la coherencia de los miedos de la élite mediante la conexión de los elementos que un análisis metódico nos había obligado forzosamente a separar. Desde el siglo XIV —durante el que pestes, carestías, revueltas, avance turco y Gran Cisma habían ido sumando sus efectos traumatizantes—, una cultura de “cristiandad” se sintió amenazada. Esta angustia alcanza su apogeo en el momento en que la secesión protestante provoca una quiebra aparentemente sin remedio. Los dirigentes de la Iglesia y del Estado se encuentran más que nunca en la apremiante necesidad de identificar al enemigo. Es, evidentemente, Satán quien dirige, con rabia, su último gran combate antes del fin del mundo. En este asalto supremo utiliza todos los medios y todos los camuflajes. Es él quien hace avanzar a los Turcos; es él quien inspira los cultos paganos de América; es él quien habita en el corazón de los judíos; es él quien pervierte a los herejes; es él quien, gracias a las tentaciones femeninas y a una sexualidad tenida por culpable desde hacía mucho tiempo, trata de apartar de sus deberes a los defensores del orden; es él quien, por medio de los brujos y, sobre todo, de las brujas, perturba la vida cotidiana embrujando a hombres, ganados y cosechas. No tiene por qué resultar asombroso que esos ataques diversos se produzcan al mismo tiempo. Ha sonado la hora de la ofensiva demoníaca generalizada, y resulta evidente que el enemigo no está en las fronteras, sino dentro de la plaza, y que hay que vigilar más aún el interior que el exterior.

En la práctica, sin embargo, fue preciso establecer prioridades que variaron según las épocas y los lugares. En la España del siglo XVI y de principios del XVII, la urgencia estriba en expulsar a los judíos y a los moriscos, y vigilar a los conversos. Por eso no hay excesiva preocupación por las brujas. En cambio, en muchos países de Europa occidental y central, que no tienen esas preocupaciones, se persiguió unas veces a los herejes —aquí protestantes y allá católicos—, y otras a las brujas. Y parece —sin que esto sea, no obstante, una regla— que cuando se ataca a los unos se olvida un poco a los otros.

Existen varias contrapruebas de las afirmaciones expresadas anteriormente. En la geografía del miedo, tal como aparece sobre un mapa de la Europa del Renacimiento, hay dos países que escapan, más que los demás, a los temores que a su vez atenazan a los hombres de poder: Italia y Polonia. Desde luego —y se ha demostrado anteriormente—, una parte al menos de la élite italiana ha oído sonar las trompetas del Juicio final. También la Península se vio recorrida por predicadores hostiles a los judíos: de ahí la creación de ghettos, incluso ciertas expulsiones. Pero, en resumidas cuentas, este país, tal vez más pagano que sus vecinos (ésa era la opinión de Erasmo), o mejor dominado por la Iglesia, parece haber enloquecido menos que otros con los peligros del momento y haberse tranquilizado antes. En cualquier caso, Italia fue el país menos antisemita de Occidente, el que menos herejes y brujas quemó, el primero que promulgó un texto oficial que moderaba las persecuciones contra los pretendidos secuaces de Satán —la instrucción pontificia Pro formandis processibus in causis strigum (1657). Es ésa la prueba de que un vínculo estrecho unía esos miedos entre sí, o, mejor, que no eran sino las diversas manifestaciones de una misma obsesión. El caso de la Polonia del “siglo de oro” es, en muchos aspectos, semejante. En este país tolerante, que ignora las guerras de religión y que no condena a los herejes, los israelitas gozan de un estatuto privilegiado y apenas si se persigue a las brujas. Pero todo cambiará después de 1648. Con las guerras y las epidemias, se desarrollaron el antijudaísmo y la represión de la brujería.

Es, por tanto, el miedo lo que explica la acción perseguidora en todas direcciones, impulsada por el poder político-religioso en la mayoría de los países de Europa en el inicio de los Tiempos modernos. Más tarde fue preciso llegar a los totalitarismos de derecha y de izquierda del siglo XX para volver a encontrar —¡por desgracia, a mucha mayor escala!— obsesiones comparables en las alturas de los cuerpos dirigentes e inquisiciones del mismo tipo en el nivel de los perseguidos.

Antiguamente, a estos perseguidos se los llamaba “herejes”. A unas autoridades políticas y religiosas vigorosamente centralizadoras, la diversidad públicamente manifestada —el desvío en relación a la norma— les pareció la conducta condenable por excelencia, la fuente de todos los desórdenes. Desde luego, en cierta manera, la herejía triunfó, al menos parcialmente, en el siglo XVI con la Reforma protestante. Pero, al mismo tiempo, es verdad que este siglo presenció la máxima extensión en la Europa antigua, tanto del temor a la herejía como de las medidas tomadas contra los fautores de desvío —desenlace de una evolución que se había precisado y acelerado desde la revelación, a finales del siglo XII, del peligro cátaro. A medida que las desgracias e inquietudes se multiplicaban en Occidente, crecía la obsesión por el hereje.

No tiene nada de raro, por tanto, que los manuales de inquisidores se multiplicaran desde el siglo XIV hasta el XVI, y que los especialistas de la policía religiosa procedieran a una exploración meticulosa del mundo de la herejía. El libro de Nicolau Eymerich es ejemplar en este punto. En él se encuentra, detenida en la fecha de 1376, la lista de todos los herejes nombrados en el derecho canónico y en el derecho civil; es decir, 96 categorías de heterodoxos. Algunos de éstos son perfectamente conocidos —gnósticos, arríanos, pelagianos, cátaros—. Otros, por el contrario, nos parecen sacados de una extraña nomenclatura de zoología —borboritas, hidraparastatas, tascodrogitas, batraquitas, entacristas, apotacitas, sacoforos, etc.. Lo que esta lista impresionante permite adivinar es el enloquecimiento del redactor y del medio a que pertenece. La cristiandad ha entrado en una fase de crisis aguda, de suerte que no puede prescindir ya de inquisidores —piezas maestras de un sistema—. Hasta el punto de que éstos se alejarán lo menos posible del campo de su actividad, y menos aún para ir a Roma. Porque —frase reveladora de una gran inquietud—:

La Iglesia tiene mucho que perder con la ausencia de los inquisidores de sus regiones y nada que ganar con su presencia en Roma. Cuando el inquisidor se aleja de la región que le ha sido confiada, las herejías y los errores que combate renacen en ella.

Este consejo es repetido por los autores del Martillo de las brujas. Que los inquisidores, escriben, desaconsejen las apelaciones al papa, que vayan por sí mismos rara vez a Roma, y si, de todos modos, deben dirigirse allí, “que se las arreglen para volver lo más rápidamente posible”; de lo contrario, los herejes “volverán a levantar la cabeza, crecerán en desprecio y en maldad” y “sembrarán con mayor audacia sus herejías”.

Existe una lógica interna de la sospecha. En una situación de estado de sitio —en el presente caso, la ofensiva demoníaca que duplica la violencia antes de los plazos apocalípticos—, el poder político-religioso, que se siente frágil, se ve arrastrado a una sobredramatización y multiplica como a capricho el número de sus enemigos del interior y del exterior. De forma significativa, el Fortalicium fidei se titula: “La fortaleza de la fe: contra los herejes, los judíos, los mahometanos y los demonios”. En el ámbito católico, la secesión protestante no hará sino llevar a su paroxismo el miedo de la subversión de la fe, ya muy viva antes, y la tendencia a integrar en el universo de la herejía todas las categorías de sospechosos. En efecto, podemos comprobar que judíos, musulmanes e idólatras domiciliados en territorios que dependen de un príncipe cristiano, se vieron progresivamente asimilados a herejes y, por tanto, punibles como tales. El

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