Claribel Terré Morell - Cubana confesión
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- Libro:Cubana confesión
- Autor:
- Editor:Planeta
- Genre:
- Año:2000
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Cubana confesión: resumen, descripción y anotación
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CLARIBEL TERRÉ MORELL
CUBANA
CONFESIÓN
PLANETA
Diseño de cubierta: María Inés Linares
Diseño de interior: Alejandro Ulloa
© 2000, Claribel Terré Morell
Derechos exclusivos de edición en castellano reservados
para los países de América del Sur:
© 2000, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Planeta
ISBN 950-49-0421-1
Hecho el depósito que prevé la ley 11.723
Impreso en la Argentina
“Quien dé un paso más allá de su sombra
será abandonado por la suerte.”
Alex Fleites, Mientras hablaba Ifá
“Cuando la angustia es muy persistente
puede ser sólo un tic.”
Dalmiro Sáenz
Otra vez para Sergio
A
—Mira lo que tengo aquí —dijo mi padre.
—¿Qué? —preguntó mi madre.
—Un grano.
—¿Me lo dejas ver?
Mi madre siempre dice que yo soy un grano en el culo. Los granos en ese lugar molestan mucho. No conozco a nadie que quiera tener un grano en el culo, ni siquiera cerca.
Nací en julio y mi nombre verdadero es Julia. Soy hija de mi madre y ella no se iba a romper la cabeza para buscarme un nombre. Así que sólo cambió la o por la a. La coincidencia entre mi nombre y esa fecha histórica que dio un giro a la historia de mi país, el 26 de julio de 1953, es pura casualidad, aunque si le hago caso a mi madre es mucho más que eso. Ese día Fidel Castro atacó el cuartel Moncada, en el oriente de la isla y perdió el combate, pero después lo ganó. Todavía es el presidente de Cuba y creo que va a seguir durante mucho tiempo. Yo nací, sietemesina, ese mismo día pero años más tarde y, pensándolo bien, no está mal que me llame Julia cuando pude haberme llamado Septiembra.
La verdad es que ella no tenía ganas de que yo viniera al mundo. Es decir, lo hice casi por casualidad y por casualidad patriótica, si se quiere, me concibieron.
Resulta que eran los años del entusiasmo. La Revolución tenía poco tiempo, y mis futuros progenitores eran milicianos. Ambos estaban movilizados por las Milicias Nacionales Revolucionarias para cuidar las costas de Cuba. La primera vez que se vieron fue exactamente el primer día del año de 1962 en Santa María del Mar, esa playa que está apenas a unos minutos de La Habana y que ahora siempre está llena de turistas. Cuando se conocieron no había turistas pero sí mucho frío, muchos mosquitos, y la amenaza de una invasión de los yanquis.
Fue un encuentro totalmente animal. Mi madre hacía semanas que no veía hombres y se abalanzó vorazmente a la portañuela de su compañero de trinchera. Él, confundido, la dejó hacer e hizo todo lo que le pidió. Cuando se marchó, apenas dos horas después, él descubrió que la cosa le ardía y que no sabía cómo ella se llamaba.
La segunda vez se encontraron unos kilómetros más lejos, con los yanquis tan cerca que daba lástima porque éstos eran tan cubanos como mis padres aunque, en honor a la verdad, algunas palabras en inglés decían. Era la guerra y estaban en Girón. Humo, bombas y muertos. En medio de todo, mis revolucionarios padres se volvieron a calentar y decidieron meterse mano o mejor dicho otra cosa, lo que no veo mal porque estar caliente a veces puede ser desagradable, aunque yo nunca hubiese sido tan irreverente.
Mi padre, según las fotos de la época, no era mal parecido. Mi madre tampoco.
A ratos intento imaginar a mis padres haciendo relajitos en la trinchera. Papá acostado sobre la tierra, desnudo. Tan caliente estaba el pobrecito que no pudo más que quitarse la ropa; toda, incluidas las botas altísimas. Mamá igual, sin ropas, pero encima de él. Papá acostado y mamá sentada sobre él. Papá agarrando, suave, con sus dedos mojados en saliva los pezones de mamá. Ella moviéndose con un ritmo sincrónico: arriba y abajo. Los dos gimiendo de placer. Mamá con la cabeza más arriba del borde de la trinchera, sin temor a que una bala interrumpiera la sincronía de sus movimientos. A mamá la excitaba mucho lo que tenía adentro y también el sonido de las balas y los aviones mercenarios que caían incendiados a tierra. Mamá se movía y papá gritaba: “¡Hurra!”. Mamá se encajaba en mi padre y olfateaba el humo. Papá levantaba la pelvis para entrar más en mamá y aseguraba que la victoria sería de ellos. Mamá gritaba: “¡Abajo los mercenarios!”. Mamá embadurnaba a mi padre de tierra. Cubría su torso y aseguraba que los yanquis no se apoderarían de ella. El pecho de mi padre estaba lleno de tierra cubana y de la saliva que mi madre dejaba caer. Mamá repetía los movimientos sincrónicos y exactos que hacían que papá levantara la pelvis. Mi madre le pedía a papá que disparara fuerte. Mi padre disparó fuerte, tanto que mamá lo sintió dentro. Sintió la bala; líquida, densa y blanca que salía del fusil de mi padre encajado en ella. Y mamá gritó alto, altísimo: “¡Qué rico, Fidel, qué rico!”.
Debo decir que, entre el primero y el segundo encuentro, mi madre sufrió una importante decepción amorosa, por lo menos eso le dijo a mi padre en medio de terribles náuseas que hicieron que se demorara unos segundos más en quitarse la ropa interior.
A mi papá se le pasmó la cosa. Él se llama Alfredo. Pero como es tan patriota disimuló. Papá no podía sentirse traicionado si el otro era el Comandante en Jefe, aunque la idea de haber ocupado su lugar, por lo menos en la vagina de mi madre, lo asustó.
De cierta manera, el hecho fortuito y accidental de la supuesta cópula de mi madre y Fidel Castro marcó para siempre a nuestra familia. Mis padres no tuvieron más hijos lo que hizo que mi madre se convenciera de que soy hija de Fidel. A mi padre, Alfredo, le falta fuerza en su esperma. A mi madre le gusta la fuerza. Si tiene un buen día y alguien le cae bien va y se anima a las confidencias, incluso puede llegar a contar algunos detalles íntimos de la anatomía del Comandante. Le encanta hacerlo, sólo que cada vez que la oigo la amenazo con llamar a la policía. Entonces se calla, cierra los ojos y finge estar lejos. Al rato los abre llenos de lágrimas en una actuación perfecta. Todo el mundo se queda impresionado y presto a dejarse matar afirmando que lo que dice mi madre es verdad: yo soy la otra hija bastarda del one .
Saber quién puede ser mi verdadero padre no es algo que me preocupe, aunque a veces no lo tengo claro. Creo que papá Alfredo tampoco lo tiene claro, debe ser por eso que nunca me quiso.
Mi madre tampoco me quiere. Aunque fuera la hija del number one , mamá no me habría querido.
Así que en venganza me cambié el nombre. Ahora me llamo Greta.
—Eres una comemierda —dijo mi madre—. ¡Greta, qué Greta, ni qué carajo! Te llamas Julia.
—No, mamá, me llamo Greta.
—¡Imperialista!
—¿Qué?
—Naciste para avergonzarme. Greta es el nombre yanqui de una actriz lesbiana. ¿Acaso tú eres lesbiana?
—No, mamá, no soy lesbiana. Me gustan los hombres.
—Era lo único que me faltaba. Una hija lesbiana.
Mi madre es así. Hace la historia a su gusto, pero siempre le da un triste final. La pobre no soporta la felicidad. Tampoco que me haya cambiado el nombre. Así que insiste con eso de:
—¡Julia, Greta, mierda, ven acá!
—¿Qué quieres, mamá?
—¿Todavía te gustan las mujeres?
—No, mamá, nunca me han gustado las mujeres.
—No lo creo.
Mi madre nunca cree nada pero por lo menos ahora me dice Greta y eso me alegra. Julia no es tan feo, pero yo sólo respondo por Greta. Ése es el nombre que siento como mío. No sé por qué. Quizá porque vi ciento veintitrés veces La dama de las Camelias y soy un poco Margarita y Margarita era Greta Garbo y yo soy fanática del cine.
Un día estaba en la sala de la casa de mi madre conversando con una amiga. En la televisión Fidel hablaba y mi madre volvió con el viejo cuento de su romance con el jefe. Mi amiga se asustó porque mi padre Alfredo escuchaba la conversación. Seguro que pensó que se iba a armar la de San Quintín pero mi viejo, el muy cornudo, sólo sonreía. Mi abuela, que en un raro destello de urbanidad estaba haciendo café, salió de la cocina y dijo: “Esta hija mía es una comemierda, si hubiera sido yo, el Comandante no salía de debajo de mi falda. Lo hubiera apapayado, bien apapayado”. Entonces, abochornada, pensé que mientras estuviera en La Habana mi vida siempre sería igual y me dije: “Greta, tienes que salir al mundo”. Mi amiga, comprensiva ante mi desgracia, me mandó a ver a su padre que vive en Regla.
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