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Jean Genet - El niño criminal

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Jean Genet El niño criminal
  • Libro:
    El niño criminal
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1990
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El niño criminal: resumen, descripción y anotación

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Jean Genet nació en París en 1910 Abandonado por su madre ingresa por primera - photo 1

Jean Genet nació en París en 1910. Abandonado por su madre, ingresa por primera vez en 1920 en un reformatorio, acusado de robo. Marginal, desertor de la Legión Extranjera, viajero, marinero y delincuente, Genet redactará en la década de los años 40 sus primeras y magistrales obras (Nôtre-Dame des Fleurs, Le Miracle de la rose, Haute surveillance) en las prisiones francesas, hasta que escritores e intelectuales de su país (Sartre y Cocteau, entre otros) le reivindican como la nueva figura literaria de Francia y logran que le sea concedida la gracia presidencial en 1947. Después vendrán L’enfant criminelo, Le journal du voleur, en 1949, y nuevos procesos, esta vez por atentado contra la moral. Homosexual declarado y reivindicativo, Genet apoyará con gran valentía las causas de los desheredados y de los pueblos: a los Panteras Negras en Estados Unidos, adonde viaja en 1969 para hacer campaña a favor de la liberación de sus presos; a los palestinos, conviviendo con sus refugiados y guerrilleros en Jordania y Líbano entre 1970 y 1972, experiencia y compromiso (frente a una izquierda francesa mayoritariamente filosionista) que narrará en la obra Un captif amoureux, sobre la que se centra el texto de Juan Goytisolo, Genet y los palestinos: ambigüedad política y radicalidad poética, que cierra el presente volumen. Genet está en Beirut cuando en septiembre de 1982 entra el ejército de Israel y se producen las matanzas en Sabra y Chatila, por donde camina a las pocas horas de ser perpetradas, cuando los cadáveres aún no han sido retirados de sus callejuelas. Escribirá entonces Cuatro horas en Chatila, un testimonio políticamente contundente y de una belleza sobrecogedora. Jean Genet murió en 1986.

Fragmentos Las páginas que siguen a continuación no han sido extraídas de un - photo 2
Fragmentos…

Las páginas que siguen a continuación no han sido extraídas de un poema: deberían conducir a él. Serían la aproximación, aún muy lejana, a él, si no se tratara de uno de los numerosos borradores de un texto que será el camino lento, comedido, hacia el poema, justificación de este texto como el texto lo será de mi vida.

J. G.

FRAGMENTOS DE UN DISCURSO

El párpado taciturno —donde la quimera es golpeada, tú acechabas—. Pero, milagrosamente arrancado de mis tinieblas, para mis sábanas, he aquí que vienes a lamerme desde fuera, ingenuo todavía, dudando entre: el chiquillo y el joven caballero, la niña y el sol, la rosa y el niño, la luna y la muerte —cada vez a punto de otra metamorfosis— la muerte y este libro. ¿A quién sino a ti hablarle de ti para instaurar —hasta la ruina equitativa, de ecos siempre más sordos— un diálogo inútil? He aquí, acerca de tu persona, los peores detalles. Refúgiate primero en el horror de este texto, después en nuestra confusión, y más tarde en una región solitaria, fuera del alcance, la Leyenda, si es que te atreves. Si no, vuelve a encontrar el camino de mis humores: sangre, lágrimas, espermas, para mi orgasmo más secreto, enróscate en ellos y en ese quiste vuelve a comenzar tu velatorio de un ojo. ¿Descubrir? Te pudres. ¿Volver? ¿Cómo?, si no te trago.

¡Signo, figura inalterable, cuyo contenido definitivo es la muerte! Estar cercado por ella, perfección que busca, desde el interior, el acontecimiento. Cada uno de tus pasos —tus largas patas nerviosas— podría llevar tu nombre. Un anquilosamiento sutil desprende cada uno de ellos de una marcha que te lleva a la tumba. Impúdico y bello, escupiendo en la calle tus gargajos, a fuerza de la belleza y del impudor que brotan de tu juventud y de tu tos, sé la provocación que camina y se evapora. ¡Tu paso! La muerte lo asedia. Y a tu ojo le da un color plomizo. Si no son los tuyos, ¿qué otros vicios con magnificencia ilustrar, llevar a la incandescencia? Forzado, puta, ladrón, y tísico, a fuerza de vergüenza, el respeto. Para ti y para tu uso exclusivo, escribe tu leyenda. Hábil cincelándote, con tu corazón dejando de latir, en cualquier postura la muerte te define. Monumental, en todo momento acabado, estás rodeado por ella. Recortado, cada uno de tus pasos puede ser expuesto en una vitrina. Tú, todavía entre nosotros, recorriendo nuestras calles, que te llamen insolente y victoriosa buscona, que vas, por la fuerza de tu frescura y de tu belleza, mecánicamente a refugiarte en el cielo de la Historia.

Extinguida la idea, el vocablo brilla con todas sus posibilidades abandonadas. Está vacío. La idea fue. Hoy —en ese lugar— inservible para el acto futuro, está fija y es estéril. Mujeres e hijas de reyes, Fedra y Antígona, muertas, luego legendarias, por último, ensamblaje centelleante de letras —y tú— habéis alcanzado el prestigio absoluto: la muerte. Utilizables para la expresión nula, os encontráis en lo intemporal. ¿Era eso ganar? Calzoncillos, sudor, zapatos, lágrimas —o que te suenes—, no impedirán que el vacío te aísle. La analogía entre las narraciones mitológicas y la tuya habrá deshumanizado a ese gamberro melancólico acurrucado en su cama. Limpia tus agujeros nasales, observa el moco con sorpresa, tíralo o cómetelo, tu gesto no se ligará a los siguientes. Pero ¿cuál es entonces la cualidad de este niño que mato, de esta puta deliciosa, cuyos acontecimientos cotidianos tienen la fuerza y la gravedad de los viejos mitos?

Los demás —o tú mismo— no te perdonan tu belleza. Los demás —o tú mismo— no sabrían sino romper a reír ante las inextricables maldiciones que te abruman. Pronto no serás más que el recuerdo de tu belleza. Quedará el canto, después el canto de este poema que desertas, y más lejos, quizá, «esa idea de miseria infinita». Trabaja. Manifiesta resplandeciente aquello que el mundo, no los astros, ya ha condenado en ti. Presta a la puta la apariencia más fría. Extraídos de tu vergüenza, los más salvajes ornamentos terrestres adornarán tu persona. Pero ¿quién, qué demonio —o tú— se empeña en demolerte? Miseria, tuberculosis, prostitución, ¡esa mancha peluda sobre tu muslo!, y pronto tu ceguera, te deshacen. Tú, cuya belleza es célebre en Roma, ¿quién se obstina en hacerte y deshacerte, tosiendo, un destino tan cuidadosamente trazado que, hete aquí, a la escala del arrabal, una de las inimitables princesas de las grandes familias griegas?

¿De qué te protege la camelia fabulosa? El vapor del agua no les sirve de nada a tus bronquios delicados y floridos. Descalzo sobre las baldosas, vestido con una toalla de felpa, en el vaho que, junto con la vergüenza, te aleja y te abstrae, hubieras ofrecido tu ojete dorado. Ojete brindado a la minga de los viejos. Tu ruina interior te retenía en la puerta. Pero para tu orgullo: qué sueño, tú, el más deseado —sin conocer los de Roma, te observo en esos baños turcos donde pensabas prostituirte—, esperado, ofrecido, vencedor e infernal, de entre todos esos cuerpos aceitosos e hirientes, recorriendo en silencio e iluminando por: tus dientes, tus ojos, tu cinismo, esa masa de vapor blanca y húmeda.

Contra ellas —tuberculosis y muerte—, he aquí mi remedio: eres una puta. El vocablo no es un título, indica tu oficio. Sé una puta sublime. Recitas —como el lenguaje poético, todo en ti se dirige hacia la muerte, donde perezosamente te sepultas— con una voz blanca y altanera un texto olvidado. Así, lo que morirá cuando tú mueras será, no un hombre, sino un heraldo portador de armas extenuadas.

¡Nocturno! Esos vocablos inservibles que quieren descarnarte, y después transformarte en una ola, incierta y, sin embargo, producto real del lenguaje, no son traídos por capricho: eres nocturno, enfermo y falso, por el día la razón y lo útil, nunca maravillado, tu ojo está sorprendido. Lúcido, el comienzo de esta carta te colocaba en un elemento vaporoso que tu materia recorta y talla, pero del cual participas, en el que soñolientamente te refugias. Nunca, ni al lado ni enfrente del otro, entras en él, si no es envolviéndolo. Te respira y pota, o te lo tragas y, en tu vientre blanco, engullido, duerme agazapado.

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