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Gerald Durrell - Los sabuesos de Bafut

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Gerald Durrell Los sabuesos de Bafut
  • Libro:
    Los sabuesos de Bafut
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1954
  • Índice:
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Los sabuesos de Bafut: resumen, descripción y anotación

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EN QUE HACER UN BUEN CAMINO

EN QUE HACER UN BUEN CAMINO Los días que preceden al embarque de la colección - photo 1

EN QUE HACER UN BUEN CAMINO

Los días que preceden al embarque de la colección en el buque que ha de llevarla a Inglaterra, son siempre los más agitados de todo el viaje. Hay mil cosas que hacer: alquilar camiones, reforzar jaulas, comprar y embalar ingentes cantidades de comida y, por si esto fuera poco, llevar a cabo el trabajo rutinario de mantener a la colección.

Una de las cosas que más nos preocupaban eran los Idiurus. A estas alturas, nuestra colonia había quedado reducida a cuatro especímenes y estábamos decididos a llevarlos sanos y salvos a Inglaterra. Después de realizar esfuerzos sobrehumanos, habíamos conseguido hacerles comer aguacates además de nueces de palma y con esta dieta parecían prosperar sin problemas. Decidí que tres docenas de aguacates en diversas fases de madurez serían suficientes para el viaje y que incluso nos sobrarían para los primeros días de instalación en Inglaterra, Así, pues, llamé a Jacob y le informé de que debía procurarme tres docenas de aguacates sin pérdida de tiempo. Para mi sorpresa, me miró como si me hubiera vuelto loco.

—¿Aguacates, sah? —inquirió.

—Sí, aguacates —repetí.

—No poder conseguirlos, sah —respondió, compungido.

—¿Que no poder conseguirlos? ¿Por qué no?

—Aguacates acabarse —explicó, con expresión de desaliento.

—¿Acabarse? ¿Qué significar, acabarse? Yo mandarte ir al mercado a comprarlos, no a buscarlos a la cocina.

—Acabarse en el mercado, sah —respondió, paciente.

De repente comprendí lo que trataba de decirme: la temporada de aguacates había tocado a su fin y no podía encontrar ninguno. Tendría que afrontar el viaje sin fruta para mis preciados Idiurus.

Desde el campamento base a la costa había irnos trescientos kilómetros largos y el transporte de nuestra colección requería tres camiones y una furgoneta. Viajamos de noche, porque hacía más fresco y era mejor para los animales, y necesitamos dos días para cubrir la distancia. Fue uno de los peores viajes que recuerdo. Cada tres horas teníamos que detener los camiones, bajar todas las cajas de ranas y salpicarlas de agua fría para evitar que se deshidrataran. Durante la noche era preciso hacer dos paradas prolongadas para dar a los animales jóvenes biberones de leche caliente que ya llevábamos preparada en termos. Y por último, al amanecer teníamos que aparcar los camiones en el borde del camino, bajo la sombra de los grandes árboles, descargar absolutamente todas las jaulas y limpiar y alimentar a todos los especímenes. Por la mañana del tercer día llegamos a la pequeña posada de la costa que habían puesto a nuestra disposición; allí tuvimos que desempaquetarlo todo otra vez, limpiar y alimentar a los animales antes de que pudiéramos arrastrarnos hasta la casa, comer algo y desplomamos sobre la cama para dormir. Aquel atardecer vinieron a ver a los animales grupos de las plantaciones bananeras locales y, medio muertos de sueño, nos vimos obligados a enseñárselo todo, contestar preguntas y mostramos corteses.

—¿Embarcarán en el buque que ha atracado ayer? —interrogó alguien.

—Sí —respondí, reprimiendo un bostezo—; zarpamos mañana.

—¡Dios mío! Los compadezco —observó en tono alegre.

—Oh. ¿Por qué?

—El capitán es un maldito salvaje, amigo mío, y detesta a los animales. Es un hecho. El viejo Robinson quería llevar consigo a su babuino predilecto la última vez que se fue de vacaciones y el capitán desbarató su plan. Se negó a admitirlo a bordo, diciendo que no quería llenar su barco de malolientes simios. Tengo entendido que se armó un gran escándalo.

Smith y yo intercambiamos miradas ansiosas porque, entre todos los males que pueden afligir a un coleccionista, un capitán hostil es tal vez el peor. Más tarde, cuando se hubo marchado el último grupo de curiosos, comentamos la inquietante noticia y decidimos esmerarnos en ser lo más corteses posible con el capitán y procurar por todos los medios que no se produjeran por culpa de los monos incidentes desagradables que pudieran provocar su ira.

Nuestra colección fue colocada en la cubierta de proa bajo la supervisión del primer oficial, un hombre servicial y encantador. Aquella noche no vimos al capitán y a la mañana siguiente, cuando nos levantamos temprano para limpiar las jaulas, atisbamos en el puente su figura encorvada y amenazadora. Nos habían dicho que bajaría a desayunar y esperábamos el encuentro con cierto nerviosismo.

—Recuerda —dijo Smith mientras limpiábamos a los monos— que hemos de ganarnos su simpatía. —Cogió una caja llena de serrín, corrió hacia la barandilla y tiró el contenido al mar—. Y que debemos procurar no hacer nada que pueda molestarle —añadió al volver.

En aquel momento una figura vestida con un impecable uniforme blanco llegó corriendo, muy sofocado, desde el puente.

—Perdone, señor —dijo—, el capitán le manda sus saludos, señor, y le ruega que compruebe la dirección del viento antes de tirar ese serrín por la borda.

Horrorizados, miramos hacia el puente; el aire estaba lleno de volátiles fragmentos de serrín y el capitán, con cara de pocos amigos, estaba restregando su salpicado uniforme.

—Transmita nuestras disculpas al capitán —contesté, luchando contra un tremendo deseo de echarme a reír.

Cuando el oficial se hubo alejado, me encaré con Smith.

—¡Ganarnos su simpatía! —exclamé con amargura—. ¡No hacer nada que pueda molestarle! Sólo tirarle encima unos kilos de serrín y ensuciar su precioso puente. Espero que sepas congraciarte con él.

Cuando sonó el gong, fuimos a toda prisa a nuestro camarote, nos lavamos y ocupamos nuestros puestos en el comedor. Y descubrimos, para nuestra consternación, que estábamos en la mesa del capitán, quien se sentó de espaldas al mamparo que tenía tres ojos de buey, mientras Smith y yo nos hallábamos en el lado opuesto de la mesa redonda. Los ojos de buey daban al trozo de cubierta donde estaba colocada nuestra colección. A media comida el capitán se había ablandado un poco e incluso empezó a hacer algunas bromitas tolerantes sobre el serrín.

—Mientras no dejen escapar a ninguno, no me importa —observó en tono jovial, reventando un huevo frito.

—Oh, eso no ocurrirá ?—dije y apenas tuve tiempo de terminar la frase cuando algo se movió en el ojo de buey y, al levantar la vista, vi a Bomboncito, la ardilla de orejas negras, sentada en la abertura, examinando el interior del salón con expresión benévola.

El capitán, por supuesto, no podía ver a la ardilla que se encontraba al mismo nivel que su hombro y a un metro de distancia, y continuó comiendo y hablando tan tranquilo, mientras detrás de él Bomboncito, sentado, se limpiaba las patillas. Durante unos segundos el sobresalto fue tal, que mi cerebro dejó de funcionar y permanecí inmóvil, con la mirada fija en el ojo de buey. Por suerte, el capitán estaba demasiado ocupado con su desayuno para darse cuenta de nada. Bomboncito terminó su aseo, volvió a repasar el salón y decidió que el lugar merecía ser investigado, así que empezó a buscar la mejor manera de bajar de su puesto de observación y al final eligió como el método más rápido saltar del ojo de buey al hombro del capitán. Intuí la formación de este plan en la cabeza del voluntarioso animalito y la idea de su aterrizaje en el hombro del capitán me impulsó a actuar con celeridad. Murmurando un apresurado «perdón», retiré mi silla y salí del comedor y en cuanto estuve fuera de la vista del capitán, eché a correr como un loco hacia cubierta. Para mi alivio, Bomboncito aún no había saltado y su larga y tupida cola seguía colgando fuera del ojo de buey. Me abalancé sobre ella y la agarré por la cola justo cuando ya se agazapaba para saltar. La metí en la jaula, desoyendo sus indignadas protestas, y volví, acalorado pero triunfante, a la mesa del comedor. El capitán continuaba hablando y, si había advertido mi precipitada desaparición, debió de achacarla a una imperiosa necesidad de la naturaleza, porque no la mencionó.

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