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Gerald Durrell - Bichos y demás parientes

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Gerald Durrell Bichos y demás parientes
  • Libro:
    Bichos y demás parientes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1969
  • Índice:
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Bichos y demás parientes: resumen, descripción y anotación

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GERALD GERRY MALCOLM DURRELL Fue un conocido escritor zoólogo y - photo 1

GERALD («GERRY») MALCOLM DURRELL. Fue un conocido escritor, zoólogo y presentador de televisión británico. Nació el 7 de enero de 1925 en Jamshedpur, India y falleció en la Isla de Jersey el 30 de enero de 1995. Hermano del célebre novelista Lawrence Durrell, fue un precursor en la creación de zoológicos para preservar especies de animales en extinción.

Sus padres habían nacido en India pero eran de origen británico, y el estatus de su padre le permitió criarse junto a una niñera, que lo acompañó en su primera visita a un zoo en India, evento que le inspiró el amor a los animales. Su familia regresó a Inglaterra tras la muerte de su padre, en 1928, y Durrell se vio obligado a asistir a la Escuela Wickwood, colegio que le desagradaba. Entre 1935 y 1939 la familia se trasladó a Corfú, en cuyos parajes naturales, prácticamente intactos por entonces, el joven aprovechó para familiarizarse con nuevas especies de animales, y que le sirvió de base para su posterior obra Mi familia y otros animales, además de las secuelas de ésta.

Forzado a instalarse de nuevo en Londres a causa de la Segunda Guerra Mundial, en 1945 empezó a trabajar como ayudante en el Parque zoológico de Whipsnade, en Bedfordshire. Al año siguiente inició una serie de expediciones para la captura de animales, con destino a zoológicos, museos e instituciones dedicadas a la protección de las especies salvajes; los viajes, que lo llevaron a Camerún, Guinea, Argentina, México, Paraguay, la Guyana, Australia, Nueva Zelanda y Malasia, se prolongaron hasta 1959.

Alentado por su hermano Lawrence a recoger por escrito sus experiencias, en 1953 publicó El arca sobrecargada (The Overloaded Ark), que se convirtió en un éxito de ventas y al que siguieron Tres billetes de ida a la aventura (1954), Los sabuesos de Bafut (1954), El nuevo Noé (1955), La selva borracha (1956), Mi familia y otros animales (1956), Un zoo en mi equipaje (1958) y Encuentros con animales (1958).

Tras la guerra, se casó con Jacqueline («Jacquie») Sonia Wolfenden, pero sus problemas con la bebida y su mal carácter culminaron en su divorcio en 1979. Poco a poco se fue haciendo cada vez más conocido por sus posturas conservacionistas y sus relatos. Durrell escribía para financiar sus expediciones, y la fama que obtenía le llevó a trabajar como presentador para la BBC, y le facilitó la creación de su propio zoo en la isla de Jersey.

Se casó en segundas nupcias en 1979 con Lee McGeorge Durrell, a la que había conocido en 1977, quien escribiría junto a él obras como El naturalista amateur. Durrell falleció por complicaciones post-operatorias tras un trasplante de hígado en 1995.

El estilo ameno, anecdótico e irónico de Durrell, junto al exotismo de los escenarios presentados en sus libros, ganaron para éstos una popularidad inesperada en el caso de una temática como la suya. En 1959, a los beneficios obtenidos con las ventas de sus obras —que habían contribuido ya a financiar sus expediciones— vino a sumarse una herencia que le permitió afrontar el proyecto de fundar un zoológico en la isla de Jersey, convertido en el Jersey Wildlife Preservation Trust en 1963 y que, con el tiempo, promovería la creación de otras instituciones, como la Safe Animals from Extinction (SAFE) y el International Training Centre, edificado junto al zoo en 1976.

«Los animales constituyen esa gran mayoría sin voz y sin voto que sólo puede sobrevivir con nuestra ayuda».

1. El bautismo

La isla se extiende frente a las costas de Albania y Grecia como una larga cimitarra mordida por la herrumbre. La empuñadura es la región montañosa, pedregosa y yerma en su mayor parte, con imponentes peñascos que frecuentan el roquero solitario y el halcón peregrino. Sin embargo, en los valles de esta región escarpada, donde el agua mana abundantemente de las rocas rojas y doradas, hay bosques de almendros y nogales que dan sombra fresca como un pozo, batallones espesos de cipreses como lanzas, e higueras de plateado tronco y hojas del tamaño de fuentes de mesa. La hoja de la cimitarra la forman ondulados edredones verde-plata de olivos gigantescos, algunos se dice que más de cinco veces centenarios, y cada uno irrepetible en su estampa artrítica y encogida, acribillado el tronco por cien agujeros como una piedra pómez. Ya hacia la punta de la hoja está Lefkimi, con dunas centelleantes que hacen daño a la vista, y extensas marismas ornadas de hectáreas de bambúes que crujen y susurran y bisbisean subrepticiamente. La isla se llama Corfú.

En aquel mes de agosto en que llegamos yacía sofocada y aletargada en medio de un mar hirviente, de color azul pavo real, bajo un cielo desteñido por el fiero sol. Nuestras razones para liar el petate y abandonar el sombrío litoral inglés eran un tanto nebulosas, pero más o menos respondían a un hartazgo de la deprimente vulgaridad de la vida en Inglaterra y del penoso y desagradable clima acompañante. Huimos, pues, a Corfú, con la esperanza de que el sol de Grecia nos curase de la inercia mental y física que tan larga permanencia en Inglaterra nos había metido dentro. Muy poco tiempo después de desembarcar teníamos ya nuestra primera villa y nuestro primer amigo en la isla.

El amigo era Spiro, un hombre barrilesco de andares de pato, con unas manazas poderosas y un ceño permanente en el rostro atezado y coriáceo. Había llegado a un dominio extraño pero suficiente de la lengua inglesa y era propietario de un Dodge antiguo que usaba como taxi. Pronto descubrimos que Spiro, como casi todos los personajes de Corfú, era único. No había nadie, al parecer, a quien Spiro no conociera, ni nada que no fuera capaz de conseguir o solucionar. A toda petición de la familia, por descabellada que fuera, respondía con las mismas palabras: «No se preocupes. Yo me encargos». Y ya lo creo que se encargaba. La primera demostración fehaciente de su capacidad fue la adquisición de nuestra villa, porque Mamá se había empeñado en que teníamos que tener cuarto de baño, y en Corfú escaseaba tan necesario accesorio de la vida saludable. Pero huelga decir que Spiro sabía de una villa con baño, y en seguida, tras mucho gritar y rugir, gesticular, sudar y anadear de acá para allá con brazados de nuestros bienes y enseres, nos dejó tranquilamente instalados. Desde ese momento dejó de ser un mero taxista contratado para convertirse en nuestro mentor, filósofo y amigo.

La villa que Spiro había encontrado, de forma semejante a la de un ladrillo, era de un color rosa fuerte de fresa machacada, con contraventanas verdes. Agazapada en medio de un catedralicio olivar que descendía por la falda del monte hasta el mar, estaba rodeada de un jardín del tamaño de un pañuelo de bolsillo, con arriates trazados con esa exactitud geométrica tan cara a las gentes de la época victoriana, y todo él protegido por un alto y espeso seto de fucsias que emitía misteriosos susurros pajariles. Viniendo como veníamos de muchos años de tortura en la frialdad gris de Inglaterra, aquel sol y los brillantes colores y olores que hacía brotar produjeron sobre todos nosotros el mismo efecto que un buen trago de vino cabezudo.

A cada miembro de la familia le afectó de manera distinta. Larry vagaba sin rumbo, sumido en una especie de trance, recitando periódicamente largas estrofas de poesía a Mamá, que o no le escuchaba o decía «Es muy bonito, hijo» distraídamente. Ella, alucinada por la diversidad de frutas y verduras que veía a su alcance, pasaba casi todo su tiempo encerrada en la cocina, preparando menús complicados y deliciosos para todas las comidas. Margo, convencida de que el sol obraría sobre su acné el efecto que hasta entonces no habían logrado todas las pastillas y pócimas de la farmacopea mundial, se entregaba con ahínco a los baños de sol en los olivares, y en consecuencia sufrió graves quemaduras. Leslie descubrió con deleite que en Grecia se podían comprar armas letales sin licencia, por lo que continuamente desaparecía camino del pueblo y volvía cargado de un surtido de armas de caza que abarcaba desde antiguos ejemplares turcos de carga por la boca hasta revólveres y escopetas. Su insistencia en practicar con cada nueva adquisición dejaba nuestros nervios un tanto maltrechos; como Larry observó no sin amargura, venía a ser como vivir en una villa sitiada por fuerzas revolucionarias.

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