Gerald Durrell - Animales en general
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- Libro:Animales en general
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1958
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Animales en general: resumen, descripción y anotación
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Hace algún tiempo pude observar lo que debe ser el más extraño de todos los grupos de refugiados en este país, y digo extraño porque no había llegado aquí por las razones de costumbre, la persecución religiosa o política en su propio país. Lo hizo por mera casualidad, y eso los salvó del exterminio. Son los únicos de su especie, pues en su país de origen hace mucho tiempo que cazaron a sus antepasados, los mataron y se los comieron. En efecto, se trataba de una manada de ciervos del Padre David.
Quien descubrió su existencia fue un misionero francés, un tal Padre David, cuando estaba trabajando en China a mediados del siglo XIX . En aquellos días China era tan poco conocida, desde el punto de vista zoológico, como la gran selva africana, de modo que el Padre David, que era un naturalista estudioso, se pasaba el tiempo libre recogiendo especímenes de flora y fauna para enviarlos al museo de París. En 1865 su trabajo lo llevó a Pekín y mientras estaba allí escuchó comentar que en el Parque Imperial de Caza, al sur de la ciudad, había una manada de ciervos muy raros. Desde hacía siglos aquel parque era una especie de coto combinado de caza y de placeres de los emperadores de China, una gran extensión de tierra totalmente rodeada por una alta muralla que medía más de setenta kilómetros de largo. Estaba estrictamente custodiado por soldados tártaros, y no se permitía la entrada a nadie, ni siquiera acercarse. El misionero francés se sintió intrigado ante las historias que oyó contar de esos ciervos y decidió que, con guardias o sin ellos, tenía que entrar en el parque clausurado y ver los animales con sus propios ojos. Un día tuvo la oportunidad de subir a la muralla y se puso a contemplar desde arriba el parque prohibido, con los diversos animales de caza que pastaban entre los árboles. Entre ellos había una gran manada de ciervos, y el Padre David se dio cuenta de que eran unos animales que nunca había visto hasta entonces y que, con toda probabilidad, la ciencia desconocía.
Poco tardó el Padre David en averiguar que los ciervos gozaban de una protección muy estricta, y que se sentenciaba a muerte a toda persona a quien se sorprendiera haciéndoles daño o matándolos. Sabía que si presentaba una petición oficial para obtener un espécimen, las autoridades chinas la rechazarían cortésmente, de forma que hubo de recurrir a otros métodos, menos legales, para conseguir lo que quería. Descubrió que los guardias tártaros completaban de vez en cuando su escaso rancho con un poco de venado, pero sabían perfectamente cuál sería el castigo por esta caza furtiva si los atrapaban, de modo que, pese a las súplicas del misionero, se negaron a venderle las pieles y las astas de los ciervos que mataban, ni nada que pudiera convertirse en prueba de su delito. Pero el Padre David no perdió la esperanza, y al cabo de mucho tiempo logró el éxito. Conoció a unos guardias más valientes, o quizá más pobres, que los otros, quienes obtuvieron para él dos pieles de ciervo, que envió triunfante a París. Como había supuesto, los ciervos resultaron ser de una especie totalmente desconocida, y por eso, en honor de su descubridor, recibieron el nombre de ciervos del Padre David.
Naturalmente, cuando los zoos de Europa tuvieron noticia de esta nueva especie de ciervo quisieron tener especímenes para exhibirlos, y tras largas negociaciones, las autoridades chinas permitieron, de bastante mala gana, que se enviaran a Europa unos cuantos ejemplares. Aunque entonces nadie podía preverlo, fue esto lo que iba a salvarlos. En 1895, al cabo de treinta años de que llegara al mundo la primera información acerca de los ciervos del Padre David, hubo grandes inundaciones en tomo a Pekín; el río Hun-Ho se desbordó, arrasó los campos, destruyó las cosechas y redujo a la población al hambre. Las aguas también socavaron la gran muralla en tomo al Parque Imperial de Caza. Parte de ella se derrumbó, y por esos huecos la manada de ciervos del Padre David escapó al campo circundante, donde rápidamente los campesinos hambrientos los mataron y se los comieron. Así perecieron en China estos ciervos; los únicos que quedaron fueron el puñado de especímenes que vivían en diversos zoos de Europa.
Poco antes de que aquel desastre aniquilara a los ciervos en China, habían llegado unos cuantos a Inglaterra. El padre del actual duque de Bedford tenía una colección maravillosa de animales raros en su finca de Woburn, Berdfordshire, y deseaba establecer allí una manada de estos nuevos ciervos chinos. Compró cuantos especímenes pudo a los zoos continentales, dieciocho en total, y les dio suelta en su parque. A los ciervos éste debió de parecerles un segundo hogar, porque se asentaron maravillosamente y pronto empezaron a reproducirse. Hoy día la manada que se inició con dieciocho cuenta con más de ciento cincuenta animales, y es la única que existe en el mundo de ciervos del Padre David.
Cuando me encontraba trabajando en el zoo de Whipsnade nos enviaron de Woburn cuatro cervatillos del Padre David recién nacidos para que los criásemos. Eran unos animalitos encantadores, con unas patas largas y torpes que no sabían controlar y unos ojos rasgados y exóticos que les daban un aspecto claramente oriental. Naturalmente, al principio no sabían para qué era el biberón, y teníamos que sostenerlos firmemente entre nuestras rodillas y obligarlos a beber. Pero pronto vieron de qué se trataba y al cabo de unos días teníamos que andar con mucho cuidado al abrirles la puerta del establo si no queríamos salir volando por el impulso de un alud de ciervos que se empujaban los unos a los otros para ver quién llegaba primero al biberón.
Había que darles de mamar una vez por la noche, a media noche, y otra vez al amanecer, de manera que establecimos un sistema de servicio nocturno, una semana sí y otra no, entre cuatro guardianes. Debo decir que a mí me agradaba más estar de noche. Para llegar hasta el establo donde guardábamos a los cervatillos había que atravesar el parque a la luz de la luna, y pasar delante de varias jaulas y prados, cuyos ocupantes estaban siempre inquietos. Los osos, que en la media luz parecían medir el doble que de día, se bufaban unos a otros mientras arrastraban los pies pesadamente por entre las hojarascas y las zarzas de su jaula, y si llevábamos terrones de azúcar para sobornarlos les podíamos persuadir para que abandonaran su búsqueda de caracoles y otras golosinas. Se acercaban y se sentaban tiesos a la luz de la luna, como una fila de budas peludos respirando profundamente, con las grandes zarpas apoyadas en las rodillas. Echaban atrás la cabeza para atrapar los terrones de azúcar que les llegaban por el aire, y se los comían con grandes dentelladas y chasquidos de labios. Después, cuando veían que ya no nos quedaban más terrones en los bolsillos, daban un suspiro como quien sufre mucho y se alejaban otra vez para meterse entre las zarzas.
Un punto del sendero pasaba cerca del bosque de los lobos, aproximadamente una hectárea de pinos, negros y misteriosos, cuyos troncos plateados por la luna proyectaban sombras oscuras sobre el suelo mientras la manada bailoteaba con sus patas rápidas y silenciosas, como una extraña marea negra, mientras giraba entre los troncos. Por lo general, no hacían ningún ruido, pero de vez en cuando se les oía acariciarse blandamente, o el chasquido repentino de unas mandíbulas, acompañado de un gruñido, cuando tropezaban entre sí.
Después se llegaba al establo y había que encender el farol. Los cervatillos te oían y empezaban a agitarse inquietos en sus lechos de paja, con unos balidos trémulos. Cuando les abrías la puerta se arrojaban hacia la misma, tambaleándose sobre sus patas inseguras, y te chupaban, frenéticos, los dedos, el borde de la chaqueta, dándote golpes bruscos en las piernas con la cabeza, de forma que por poco no te hacían caer. Después llegaba el momento exquisito en que les metías la tetina en la boca y se ponían a chupar frenéticamente la leche tibia, con la mirada fija, mientras en las comisuras de la boca se les iban acumulando gotitas de leche formándoles un bigote. Siempre resulta placentero darle el biberón a un animalito recién nacido, aunque sólo sea por su total entusiasmo y concentración en lo que hace. Pero en el caso de estos ciervos contaba algo más. A la luz temblorosa del farol, mientras los ciervos chupaban y tragaban de los biberones, y de vez en cuando bajaban la cabeza para arrimarse mejor a una ubre imaginaria, yo era consciente de que éstos eran los últimos de su especie.
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