Gisela Marziotta - Amores bajo fuego
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- Libro:Amores bajo fuego
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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Amores bajo fuego: resumen, descripción y anotación
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Les quiero agradecer a todos los que me brindaron su testimonio para poder reconstruir estas historias de amor. También a quienes me ayudaron a lograr los contactos necesarios para las entrevistas y me facilitaron material bibliográfico y audiovisual. También a los que me escucharon durante este largo año de trabajo y colaboraron con sus opiniones y, desinteresadamente, aportaron al debate y el intercambio de ideas.
Gracias a Alberto Nadra, que me contó su historia y me abrió la puerta de su casa para mantener largas conversaciones. A Carlos Funes y a Muñeca, que me ayudaron en la reconstrucción de la historia de amor de Cabandié y Alfonsín. Y al hijo de la pareja, Juan, quien también me contó la historia de sus padres y compartió las fotos que tiene de ellos.
A Víctor Heredia, que relató en primera persona la historia de amor de su hermana, que hoy sigue desaparecida, y a Yamila Cornou, sobrina de Víctor. No me puedo olvidar tampoco de Ernesto Coco Lombardi y Boy Bruzzone, quienes también me prestaron su testimonio.
El recuerdo es para Clelia Isasmendi, hija de Clelia Luro, que no sólo me ayudó a recordar la historia de su madre y Jerónimo Podestá, sino que además me facilitó fotos y revistas de la época.
A Delia Barrera, que me contó su historia de amor. Y a Emiliano Costa, quien tuvo la paciencia necesaria para tomarse varios cafés conmigo y contarme el hermoso romance que vivió con Vicki Walsh, a pesar del dolor que siempre significa remover emociones y sentimientos tan profundos.
A quienes pude entrevistar para analizar los temas que atraviesan cada capítulo, como los casos de Rubén Dri, Daniel Campione, el Chino Zemborain, Pablo Llonto y Daniel Rafecas. Un párrafo aparte, claro, es para Estela de Carlotto, ese emblema viviente de los derechos humanos que se tomó todo el tiempo necesario para darme sus pareceres en una larga entrevista.
Un súper y especial agradecimiento al equipo que me acompañó durante todos estos meses y que hizo posible el material para contar las historias: Camila Donato, Agustina Larrea y Lucas Bo. También para Laura Miño Chescotta, que escuchó y desgrabó con mucha precisión y paciencia cada una de las entrevistas.
A mi coequíper, Mariano Hamilton, quien esta vez, en el doble rol de editor-corrector, con su mirada detallada y precisa, mejoró cada uno de los textos. Y a Rodolfo González Arzac, que en un año muy particular me tuvo infinita paciencia con los tiempos, los plazos y todo.
Y a Nacho Iraola, que volvió a confiar en mi proyecto y en las historias de amor.
No me puedo olvidar tampoco de David Mazal y de Lina Garraza, cuya historia de amor, al igual que la de Héctor Anabitarte y Ricardo Lorenzo, quedará para el segundo libro, que ya está en carpeta.
Cartas de Rodolfo Walsh…
29 de septiembre de 1976
…a su hija Victoria
Querida Vicki:
La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé con ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y Pablo: «era mi hija». Suspendí la reunión.
Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados. Sí, tuve miedo por vos, como vos por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más.
No podré despedirme, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida mía.
Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida.
Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad.
Hoy en el tren un hombre me decía: «Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año». Hablaba por él pero también por mí.
29 de diciembre de 1976
…a sus amigos
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquellos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2.º de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron como ella.
La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su posible ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar en diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de vida de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical, que era su responsabilidad.
Nos veíamos una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizá diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada partida.
Mi hija no estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era no hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.
El 28 de septiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
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