Gerald Brenan - El laberinto español
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- Libro:El laberinto español
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1943
- Índice:4 / 5
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El laberinto español: resumen, descripción y anotación
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Este libro se escribió durante la guerra civil e inmediatamente después. Con frecuencia me resultaba difícil documentarme debidamente, y más difícil todavía, en el caldeado ambiente de la política española, dar crédito a las informaciones que obtenía. Tenía además que luchar, dentro de mí mismo, con fuertes sentimientos y prejuicios, pues yo había tomado partido en la guerra por la República y contra el Movimiento Nacionalista. Quienes recuerden la intensidad de las pasiones que este conflicto suscitó en todo el mundo comprenderán hasta qué punto era difícil ver con objetividad los asuntos españoles. Yo lo intenté, sin embargo, pues mi propósito al escribir este libro no era justificar el bando al que presté mi apoyo, sino más bien explicarme a mí mismo y explicar a los demás por qué las cosas ocurrieron así. Me interesaba sobre todo poner de manifiesto los errores y las ilusiones de las izquierdas españolas, ya que, a mi juicio, eran los hombres de izquierda quienes tenían de su parte, en general, el mayor grado de justicia y de honradez. Además, como la mayor parte de las personas de buena voluntad de otros países apoyaban a las izquierdas y la causa de éstas era también la causa de las democracias, las lecciones que podrían aprenderse de su fracaso tendrían interés para muchos. No es que yo pretendiera, claro está, ver en esa época más allá de lo que veían los protagonistas de los acontecimientos; pero, al escribir sobre ellos, los errores se destacaban por sí mismos y exigían que se les prestara atención.
Al releer hoy esta obra, nueve años después de haberla terminado, encuentro desde luego algunas cosas que me gustaría cambiar. Se han corregido los errores materiales, pero ha habido que dejar tal como están los pasajes que necesitarían escribirse de nuevo o ampliarse. El capítulo que menos me agrada es el que se refiere a la lucha entre los liberales y la Iglesia. Una Iglesia nacional, incluso cuando ha caído muy por debajo de la misión que de ella se espera, tiene recursos distintos de los de un partido político. No se la ha de juzgar, tal como los anglosajones nos inclinamos a hacerlo, como una especie de sociedad ética de origen divino, cuya salud y cuya fuerza dependen exclusivamente del espíritu religioso de sus miembros. Aun en sus momentos de mayor decadencia, ocupa una posición clave en la estructura social del país, y no es fácil arrebatarle esa posición, especialmente en las sociedades rurales. Además, cuando se trata de una Iglesia católica, tiene una cierta capacidad insospechada de resurgimiento y expansión, porque puede dar algo que la gente busca con afán en tiempos difíciles. Esto es especialmente cierto en España, donde una mentalidad destructiva y escéptica va unida, a menudo en la misma persona, a un ansia profunda de fe y certeza.
Mi equivocación en ese capítulo consistió en adoptar una actitud demasiado exclusivamente moral y política. La Iglesia española tiene una vitalidad que no se revela en su conducta. Cuando uno ha terminado de referirse a su estrechez de espíritu, a su obstinación, a su talento para crearse enemigos, así como a su incapacidad de adaptarse a los tiempos modernos, queda todavía mucho por decir. En todo caso ella es el poder que permanece cuando han pasado las guerras y las revoluciones, cuando todo lo demás ha fracasado; ella es la que está en la posición del padre al que, de mejor o peor gana, regresa el hijo pródigo.
Es cierto que una Iglesia tan rígida e intransigente como la española no se concibe en Francia o Italia. Pero ¿acaso no sucede así con casi todos los grupos o instituciones españoles? Los españoles que con más fuerza se oponen a ella —los intelectuales y los liberales— son precisamente los que desean que su patria sea más europea. No dudo que este sea un ideal con fuerza de atracción para quien haya nacido en España; pero, para quien mira desde este lado de los Pirineos, puede parecer que la principal virtud de España reside en su intratabilidad. La muerte por monotonía, por uniformidad, por despersonalización, —si conseguimos escapar a la destrucción en otra guerra— es el destino que nos ofrece este bonito mundo nuevo que se caracteriza por la amalgama y el control universal. A esa muerte opondrá España una prolongada resistencia.
Respecto al resto del libro, tengo poco que decir. Nada nuevo se ha publicado, que yo sepa, que obligue a modificar mi relato de los acontecimientos que condujeron a la guerra civil. Mis opiniones sobre esos acontecimientos tampoco han cambiado respecto a ningún extremo importante. Mis sentimientos para con el general Primo de Rivera son más favorables que antaño, aunque es indudable que, como he dicho, su breve edad dorada fue consecuencia del auge económico norteamericano; y me siento más inquieto ante la insensata actitud de los republicanos al atacar a la Iglesia, descuidar el problema agrario y sobrestimar en general sus propias fuerzas. Pero estas son cuestiones de grado, y si mañana tuviera que escribir este libro de nuevo no lo haría de manera muy diferente. En cuanto a la insensatez y a la iniquidad del alzamiento militar, cuyo éxito dependía de la ayuda extranjera, no caben hoy opiniones diversas. Con un poco de paciencia, las derechas hubieran conseguido sin guerra mucho de lo que querían, pues el Frente Popular se estaba desmoronando rápidamente a causa de sus discordias internas, y las izquierdas habían intentado ya su revolución, que había fracasado. Pero los jefes nacionalistas, deslumbrados por la Alemania nazi, no se conformaban sino con una victoria total por aniquilamiento de sus enemigos; y sus seguidores, que en todo caso no pudieron elegir, estaban atemorizados. El resultado fue una guerra civil que ha arruinado a España para medio siglo.
Hace casi noventa años observaba Karl Marx que, en su tiempo, el conocimiento de la historia de España era en general imperfecto. «Acaso ningún otro país, excepto Turquía —escribía—, es tan poco conocido y tan mal juzgado por Europa como lo es España». A continuación explicaba que la razón de ello era que los historiadores, «en lugar de considerar la fuerza y los recursos de estos pueblos en su organización provincial y local, han bebido en las fuentes de su historia cortesana». Estas observaciones conservan todavía su vigencia en gran parte. Las historias corrientes de la península dan una impresión falsa de los sucesos que describen. La razón principal es la siguiente: España, tanto económica como psicológicamente, difiere en tal grado de los demás países de la Europa occidental, que las palabras con que se hace principalmente la historia —feudalismo, autocracia, liberalismo, Iglesia, ejército, parlamento, sindicato, etc.— tienen sentidos muy distintos de los que se les presta en Francia o Inglaterra. Sólo si se explica esto, sólo si se describe por separado cada pieza de la maquinaria política y económica, sólo si se tienen plenamente en cuenta las cuestiones regionales y si se ponen de manifiesto las influencias recíprocas de todas las organizaciones locales y de los diversos sectores de la sociedad, sólo entonces podrá llegarse a algo que se aproxime a una imagen exacta.
Lo primero que hay que observar es la fuerza del sentimiento regional y municipal. España es el país de la «patria chica». Cada pueblo, cada ciudad, es el centro de una intensa vida social y política. Como en los tiempos clásicos, un hombre se caracteriza en primer lugar por su vinculación a su ciudad natal o, dentro de ella, a su familia o grupo social, y sólo en segundo lugar a su patria y al Estado. En lo que puede llamarse su situación normal, España es un conjunto de pequeñas repúblicas, hostiles o indiferentes entre sí, agrupadas en una federación de escasa cohesión. En algunos grandes periodos (el Califato, la Reconquista, el Siglo de Oro) esos pequeños centros se han sentido animados por un sentimiento o una idea comunes y han actuado al unísono; mas cuando declinaba el ímpetu originado por esa idea, se dividían y volvían a su existencia separada y egoísta. Esto es lo que ha dado su carácter espectacular a la historia de España. En lugar de unas fuerzas que se van formando lentamente, como es el caso de otras naciones europeas, se han sucedido alternativamente los minúsculos conflictos de una vida tribal y unas grandes explosiones de energía que, económicamente hablando, surgen de la nada.
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