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Harry Mulisch - El juicio a Eichmann: Causa Penal 40/61

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Harry Mulisch El juicio a Eichmann: Causa Penal 40/61
  • Libro:
    El juicio a Eichmann: Causa Penal 40/61
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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    1961
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El juicio a Eichmann: Causa Penal 40/61: resumen, descripción y anotación

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Para W. L. Brugsma,

con ocasión de nuestros diez años de amistad

Título original: De Zaak 40/61

Harry Mulisch, 1961

Traducción: Catalina Ginard Féron

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.0

Pocas veces se dio la ocasión de un acercamiento tan directo a las tinieblas - photo 1

Pocas veces se dio la ocasión de un acercamiento tan directo a las tinieblas como durante el juicio al teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, uno de los «ingenieros» de la Solución Final.

Ríos de tinta se vertieron aquellos meses. Cientos de periodistas de todo el mundo siguieron el juicio en directo; entre ellos, la filósofa Hannah Arendt. Junto a ella, se sentó entre la prensa un prometedor escritor holandés, Harry Mulisch. Todavía joven, encarnaba la desgarradora complejidad de la época: hijo de austríaco y de judía holandesa —«medio judío» por tanto, para los nazis— se libró de la deportación porque su padre colaboró con los ocupantes alemanes.

En sus reportajes sobre el juicio, Mulisch complementa a Arendt. Lo que le interesa no es tanto lo que hizo Eichmann —que también— sino quién era ese hombre de apariencia anodina, qué nos decía a nosotros, sus contemporáneos, y qué anunciaba de la deriva moral de nuestro propio tiempo.

Mulisch no hace historia ni política, escarba en una realidad psicológica y social que nos resulta inquietante, por no decir pavorosa: traza una crónica apasionante y detallada del juicio y describe un retrato robot del mal, o, mejor, el retrato de un robot, del «hombre-máquina» que se engarza con la limpieza de las ruedas dentadas de la obediencia ciega en la maquinaria del horror.

Harry Mulisch El juicio a Eichmann Causa Penal 4061 ePub r11 Titivillus - photo 2

Harry Mulisch

El juicio a Eichmann: Causa Penal 40/61

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Titivillus 26.12.2018

EL VEREDICTO Y LA EJECUCIÓN

26 de marzo de 1961

Desde los albores de la historia, la humanidad ha presenciado la escena de un hombre solitario que se enfrenta a su propia destrucción, una destrucción encarnada por un tribunal que, a su vez, representa a la sociedad. Todos nosotros que, de una u otra manera, dudamos de nuestra propia muerte —es decir, de la realidad— nos encontramos en el juicio cara a cara con la existencia de esa cruda realidad.

A veces, un juicio resulta inolvidable por su significado simbólico y porque el acusado cuenta con nuestra más absoluta simpatía. Este es el caso del juicio de Sócrates, que se celebró en Atenas en el siglo V antes de Jesucristo. En ocasiones, un juicio cambia el rostro de la humanidad, como en el que se celebró contra Jesús, en Jerusalén, en torno al año treinta de nuestra era. Puesto que la condena del inocente era inherente a la tarea de «cumplir las Escrituras», las posibles actitudes frente a este juicio superan la dimensión humana. A veces, un juicio se recuerda por haber sido un caso sumamente lastimero y sucio, como el proceso contra Juana de Arco, en la ciudad de Ruan, en 1431. En otras ocasiones, el juicio marca unos inmensos cambios políticos, como el proceso contra Luis XVI, en París, en 1793. En este caso se puede discrepar sobre de qué lado deben estar las simpatías. Sin embargo, en la historia del mundo, la humanidad no se había preparado nunca —tan unánimemente exenta de simpatía— para destruir a un solo hombre como en el caso de Adolf Eichmann, en Jerusalén, en 1961.

Cabría preguntarse por qué no aparecen en esta lista los juicios de Núremberg pues, a fin de cuentas, allí se juzgó a personas que incluso eran culpables de forma más directa y en mayor grado que Eichmann. La respuesta podría ser que, en 1946, nadie quería oír hablar de la guerra: había que colgar cuanto antes a los canallas y pasar página. Además, incluso entonces, algunos hechos resultaban apenas creíbles, como por ejemplo el terrible testimonio sobre las cámaras de gas ofrecido por un miembro de la SS, Kurt Gerstein (quien en 1942 transmitió esta información a Suecia y al Vaticano, aunque su acción fue infructuosa). En cambio, ahora, en 1961, la guerra está de moda: las novelas de guerra encabezan las listas de best sellers, los documentales bélicos llenan las salas de cine de todo el mundo, hay una nueva generación que quiere saberlo todo acerca de los motivos válidos o cuestionables. Sin embargo, la abrumadora atención que recibe el juicio a Eichmann no se puede explicar únicamente por la distancia que nos separa ahora de la guerra. La principal causa radica sin duda alguna en el hecho de que, en Jerusalén, se presentará ante sus jueces un solo hombre, mientras que en Núremberg eran veinte. Aquello era un grupo frente a un grupo, algo muy distinto a todos contra uno.

Todos contra uno —eso es un juicio: eso es la realidad—. Los inocentes, como Sócrates y Jesucristo, no necesitaban un juicio para adquirir conciencia de la realidad: eran más reales que quienes los juzgaban, y murieron convertidos en jueces de sus jueces. La soldado ensangrentada, Juana de Arco, se entregó al éxtasis de las «voces» convertidas en las llamas de la hoguera. El decapitado ciudadano Luis Capeto es demasiado insignificante para ser estudiado en este contexto; de todas formas ya no tiene sentido después de las reveladoras palabras de Danton: «No queremos condenar al rey, queremos matarlo». Sin embargo, un hombre que cometió un asesinato, o millones de asesinatos, lo hizo porque se consideraba a sí mismo como la única realidad, porque dudaba de la realidad. A ese se le escarmienta con un juicio en el que la realidad se manifiesta devolviéndole el golpe. (En este caso, la realidad la encarnan los mismos judíos que, en otro momento, tuvieron ante sí a Eichmann como monstruosa realidad.)

Eichmann no solo no sabía lo que hacía mientras transportaba a cientos de miles de víctimas hacia las cámaras de gas, sino que, en cierto sentido, ni siquiera sabía que hacía algo. No me refiero a la «responsabilidad» ni nada de eso —esos son conceptos de jueces pequeños, para pequeños bellacos—. No, una persona que hace lo que hizo Eichmann no es muy distinta de nosotros, aunque sí está más funestamente alienada de la vida en la tierra, y sobre todo de la muerte en la tierra. Los chinos castigaban al Huang Ho —el río Amarillo— cuando se salía de madre y mataba a miles de personas. La diferencia entre el Huang Ho y Eichmann radica en que a él le declararemos culpable en un juicio.

Sin duda sería un alivio para la humanidad que a este acusado lo consumiera el remordimiento. Pero Eichmann afirmó que saltaría riendo a su tumba sabiéndose responsable de la muerte de cinco millones de judíos. Le preguntaron si se arrepentía y él contestó: «El arrepentimiento es cosa de niños». Por supuesto, solo se puede reaccionar con indignación ante este tipo de comentarios; aunque también podríamos intentar utilizarlos como una llave para abrir una de las innumerables cerraduras detrás de las que se oculta herméticamente este hombre. Y al final llegaríamos a la conclusión de que quien habla es una persona perversamente irreal, alienada de sí misma. Quizá el arrepentimiento de una persona sea en efecto insuficiente para abarcar la aniquilación de millones. Si Eichmann hubiese declarado que se arrepentía, sin duda ello habría llenado de satisfacción a la parte pusilánime de la humanidad; pero para los muertos y supervivientes hubiese resultado más insultante. Sus actos están más allá del arrepentimiento, el remordimiento o el sentimiento de culpa, no guardan ninguna proporción con palabra o concepto alguno. Esta persona ensombrecida solo puede ser declarada culpable mediante un veredicto. Al mismo tiempo, puede que con ello su alma estancada se ponga de nuevo en movimiento. Es posible que sea para él como una redención. El 11 de mayo 1960, cuando lo arrestaron en Buenos Aires, dio muestras de alivio.

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