Siglo XXI
Fernando Díez Rodríguez
Homo Faber
Historia intelectual del trabajo, 1675-1945
Diseño de portada
RAG
Motivo de portada
«Mecánico trabajando en máquina de vapor» (1920), fotografía de Lewis W. Hine
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© Fernando Díez Rodríguez, 2014
© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2014
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ISBN: 978-84-323-1714-9
Charo, in memoriam
Volvamos al trabajo . Dejemos de lado, por un tiempo, las verdades indiscutibles y la prepotencia que nos atenaza. Reconsideremos lo que hemos perdido de vista por anticuado, superado y falto de interés. Dudemos de ideas convertidas en lugares comunes y resistentes convenciones. Volvamos, con otra mirada, al trabajo.
La obra que el lector tiene en sus manos es una vuelta al trabajo. Reconstruye con dedicación la larga historia intelectual del trabajo en la civilización occidental. Lo que el trabajo significó para nosotros desde el momento en que se convirtió en un asunto importante de indagación, examen y análisis. El ser humano siempre ha trabajado, pero no siempre ha desarrollado una sostenida preocupación por el fenómeno del trabajo. Nosotros sí lo hemos hecho. Este libro es la historia de una obsesión, al menos la del periodo en que esta obsesión fue más firme, diversa y constante. Consideramos oportuno reconstruir esta larga historia; seguro que tiene cosas importantes que decirnos y enseñarnos. Seguro que encontraremos en ella, más allá de lo prescindible por demasiado pegado a un tiempo pasado, recuerdos y sugerencias de cosas importantes. Materia nutritiva para alimentar nuestra sensibilidad intelectual, fluido vital para desperezar nuestra mente y revisar algunos convencionalismos firmemente anclados en el presente.
El trabajo se nos desmenuza entre los dedos. Nadie puede afirmar que no esté en nuestra agenda como un grave asunto que acapara nuestra atención. Estamos inquietos por él y si algún funeral se anuncia no es precisamente el del trabajo. Esto no quiere decir que goce de buena salud, más bien parece lo contrario. Uno de los síntomas que lo aquejan es que algo que tanto nos preocupa padezca una alarmante inconsistencia y debilidad si lo consideramos en sí mismo. Cuando lo cogemos, cuando lo apretamos, se nos deshace en la mano. Hace tiempo que hemos perdido la sensación y el recuerdo de la arcilla amasada, húmeda y compacta, cargada de posibilidades. Una manera sencilla de expresar lo que queremos decir es que el trabajo ha perdido una gran parte de sus cualidades y capacidades desde que se ha resecado y pulverizado al entenderse principalmente como empleo.
En estas páginas les propongo una manera indirecta de abordar lo que nos pasa con el trabajo. En vez de examinar el terrón reseco para determinar las causas de su inconsistencia, los efectos de la misma y la posibilidad de remediarla, demos un rodeo. Reconstruyamos los discursos del trabajo en los tiempos modernos. Atendamos a cómo toda una constelación de pensadores y hombres de acción, figuras estelares del pensamiento o pensadores menos conocidos, pero no menos avisados, tejieron la historia intelectual del trabajo en el periodo decisivo en que nuestra civilización se conformó como una sociedad del trabajo. Se desplegará ante nosotros el amplio panorama de un paisaje plagado de diferencias, de matices, de luces y sombras. Grandioso y recóndito, apacible y borrascoso, atractivo y turbador, pero todo él presidido, como si de un accidente geográfico dominante y característico se tratara, por la figura imponente del trabajo. Se pueden asegurar algunas sorpresas. No será la menor el lugar importante que el trabajo ocupó en los análisis y las propuestas de toda una pléyade de nuestros mejores pensadores en economía, psicología, sociología, política, antropología filosófica y filosofía moral y social. Lo en serio que se lo tomaron y el denodado escrutinio al que sometieron sus virtualidades para favorecer una vida personal y social dignas y realmente humanas. No es raro encontrar en ellos la idea de que una buena sociedad, una sociedad con la imprescindible decencia común (la expresión es de George Orwell) necesita, además de otras cosas, del trabajo; no de cualquier trabajo, pero sí del trabajo. Necesita de la consciencia personal, social y política de tal necesidad como algo indiscutible. Constatar la importancia concedida al trabajo, una importancia que rebasa ampliamente su dimensión económica, así como el constante desvelo por analizarlo y diseccionarlo de la manera más completa, y desde las perspectivas más diversas y aun encontradas posibles, puede ser una advertencia para reconsiderar nuestra tendencia a banalizarlo. A reducirlo a su expresión más simple e instrumental, a considerarlo política, social y culturalmente como mero empleo, a dejar para la esfera puramente personal, para el terreno de la variada y variable opinión individual, cualquier otra entidad y significación, cualquier otra valoración.
La historia intelectual del trabajo que aquí se presenta no es ni una historia de la idea de trabajo, ni una historia de la filosofía del trabajo. El elemento que articula la misma no son las ideas o los pensamientos, sino los autores. Conviene insistir en ello. La opción es la autoría. Hay ideas, hay pensamiento, hay discursos, pero siempre de alguien, con voz propia, con nombre y apellidos. No hay pensamientos o ideas inanimados que flotan en un continuo ahistórico, prestos para armarse en reflexiones y propuestas también ahistóricas; una especie de croquis hecho con regla y compás. El punto de vista de la autoría es atractivo y conveniente para un historiador, y esta es la obra de un historiador. Los autores son espacio y tiempo y eso le gusta. Los tomaremos como inteligencias singularmente perspicaces y avisadas, a veces también sugestivamente extravagantes, que desarrollan una peculiar sensibilidad intelectual para observar algunos fenómenos mundanos, generalmente por estar impulsados por una o varias tradiciones intelectuales suficientemente energéticas. Esto catapulta su inteligencia, su capacidad creativa, su carácter como escritores. Se ocupan de realidades laborales muy diferenciadas y complejas y espigan en ellas el hecho relevante, el rasgo impactante, las señales de un cambio previsible y, según opciones, deseable o rechazable. En sus escritos encontramos muchos géneros y tonos. Desde el autor airado hasta el mesurado, desde el explosivo hasta el precavido. Desde la voz tonante del discurso profético hasta la novela de formación, sin que falten el drama y la épica, la tragedia y la comedia. El realismo más desnudo y el utopismo más subido de tono.
Se ha puesto todo el cuidado para tomar los autores enteros, con la exclusión obvia de aquellos temas que nada tienen que ver con el objeto de esta historia, aunque con un criterio muy poco cicatero de lo que esto pueda significar. Así pues, no se han troceado los autores. No se han descuartizado para reservar aquellas piezas que pudieran parecer mejores o más aprovechables una vez abiertos en canal; las piezas magras, las más proteínicas, las que tienen menos sebo y sustancias despreciables. Hay en los autores una inteligencia que debe ser cuidadosamente atendida, hay en ellos sugerencias luminosas, análisis sorprendentes, motivos para la reflexión y advertencias de precaución. También exabruptos y amaneramientos sin que falten, además, los contenidos demasiado prendidos de una época, aun de un periodo breve, algunas veces excesivamente idiosincrásicos. Materiales envejecidos y recubiertos con el polvo de los almacenes y los desvanes. Sin embargo, aquí también está el autor. Frecuentemente en lo prescindible está la determinación espaciotemporal más clara de su talante e inteligencia. A veces, de manera nada excepcional, de este fondo se nutre su capacidad retórica y las tonalidades de su voz. Sería imperdonable perderlas por diletantismo o por suficiencia. Cada autor tiene una biografía vital e intelectual, tiene sus dudas, sus descubrimientos, sus cambios de parecer, sus contradicciones aparentes o flagrantes. Cuando, por convicción, tomamos a los autores enteros disponemos de un antídoto contra la mutilación intelectual de los mismos y algunos de los efectos indeseados que esta disección propicia. Es una precaución para trascender su encasillamiento en posiciones ideológicas o analíticas demasiado unívocas y unidimensionales, excesivamente rígidas. Estaremos en mejores condiciones, entonces, para poder detectar y subrayar en su pensamiento afinidades, mezclas sorprendentes y combinaciones, mejor o peor resueltas, de tradiciones intelectuales inesperadas. Renunciamos, porque creo que da buenos resultados, a la pretensión de encasillarlos en el papel que mejor se acomoda al guion que hemos dispuesto. Dejemos que actúen como personajes complejos, a veces imprevisibles, y la escena se enriquecerá con el necesario dramatismo, con historias sugestivas o inquietantes, con afinidades y rechazos conscientes o velados.