Conquistadores. Una historia diferente
Anónimo, El encuentro entre Cortés y Moctezuma , “La conquista de México”, segunda mitad del siglo xvii (detalle) © Jay I. Kislak Collection, Rare Book and Special Collections Division, Library of Congress
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
A Brendan y Annabel
τὸ ἀργύριον αὐτοῦ οὐκ ἔδωκεν ἐπὶ τόκῳ
ÍNDICE
Introducción
“N o ciudad, eres orbe”. Estas fueron las palabras que el poeta renacentista Fernando de Herrera dirigió a su Sevilla natal a mediados del siglo xvi . de facto del mayor imperio que el mundo había conocido. Bajo el reinado de Carlos V de Habsburgo, abarcaba la cristiandad medieval y se extendía, a través del Atlántico, hasta el Nuevo Mundo de las Américas. La historia que apuntala el espectacular auge de Sevilla es bien conocida. En 1492, un excéntrico marinero genovés llamado Cristóbal Colón, que tenía la esperanza de navegar a la India a través del Atlántico, se tropezó con algunas islas en el Caribe. Le siguió una oleada de expediciones que culminaron con las impresionantes conquistas de dos extraordinarias civilizaciones: la de los aztecas en México, conquistados por Hernán Cortés en 1521, y la de los incas en Perú, conquistados por Francisco Pizarro poco más de una década después. Ambos se autodenominaron “conquistadores” y sometieron a los nuevos territorios, matando y estableciendo su dominio en nombre del emperador Habsburgo y del mismo Dios.
En estos vastos territorios recién adquiridos se hizo visible enseguida la impronta de sus enérgicos y a menudo rapaces pobladores. Monasterios, conventos y catedrales; iglesias y cementerios; palacios, mansiones y empresas comerciales, todos conectados por redes de carreteras que pronto dominaron el paisaje. La transformación fue muy rápida –y, desde el punto de vista indígena, a menudo traumática– y a gran escala, con una grandiosidad tan constante que no suscitaba muchas dudas acerca de la intención de los invasores de permanecer allí y gobernar para siempre. El término conquistador adquirió pronto una duradera resonancia: durante siglos, formó parte del imaginario de los lectores cultos. Como dijo una vez Thomas Babington Macaulay: “Todos los niños en edad escolar saben quién encarceló a Moctezuma y quién estranguló a Atahualpa”. Las palabras de Macaulay, que evocan su propia época, se siguen repitiendo hoy, pero con notable incomodidad. Hace mucho tiempo que desapareció de las aulas la visión de los conquistadores españoles como unos admirables aventureros; con más frecuencia son considerados unos pobladores crueles y genocidas, culpables de un ataque desalmado contra civilizaciones inocentes, y autores del primer gran acto de colonialismo moderno: un vergonzoso episodio que debería repugnar profundamente a cualquier europeo.
Sin embargo, nuestro modo de ver y condenar a los conquistadores es mucho más sintomático de nuestro sentimiento de vergüenza ante los devastadores efectos de la expansión de Europa sobre el mundo y su medioambiente que de las personas que iniciaron dichos procesos sin tener la menor idea de adónde conducirían. Por tanto, nuestra comprensible repulsión comporta el riesgo de ocultarnos algunos aspectos fundamentales de la cultura religiosa de la Baja Edad Media que influyeron en las creencias y conductas de los conquistadores. Es fácil olvidar que estos hombres despertaban la admiración general de sus contemporáneos, y en particular de los ingleses, que narraban las hazañas de Cortés y Pizarro sin disimular su respeto y su aprobación.
Es importante que no reduzcamos la rica complejidad del mundo de los conquistadores a una caricatura generalizada. Nuestra opinión sobre sus muchas atrocidades ha de basarse en el contexto histórico. Su mundo no era el mito cruel, atrasado, oscurantista y fanático que dice la leyenda, sino el mundo de las cruzadas de la Baja Edad Media que fue testigo de la erradicación de los últimos vestigios del dominio musulmán en la Europa continental. A raíz de la captura de Granada y la expulsión de los judíos de España en 1492, los europeos se enfrentaron al inesperado problema –al principio gradual, pero en última instancia inevitable– de tener que rediseñar radicalmente el mapa del mundo conocido para dar acomodo a una nueva realidad: no el atajo a las riquezas de “las Indias” que los monarcas, faltos de liquidez, habían esperado, sino un continente increíblemente extenso y hasta entonces desconocido. El ethos de venalidad y codicia que dichas circunstancias engendraron no se debe disociar del potente espíritu de reforma humanista y religiosa que caracterizó a la España de la Baja Edad Media. en vez de un mero pretexto hipócrita para ocultar motivos vulgares e inmorales.
Mi objetivo al escribir este libro ha sido situar a los conquistadores en dicho contexto. El experimento ha conllevado la reconstrucción de un mundo que, por cómo lo ha representado el mito y el prejuicio, nos resulta tan desconocido como lo fue el mundo de las Américas para los propios conquistadores. Nuestra renuencia a tener en cuenta esta dificultad explica en gran medida la facilidad con que suscribimos las condenas que se han vuelto tan comunes. Sin embargo, estas actitudes radican la mayoría de las veces en una profunda ignorancia de la cultura religiosa de la Europa tardomedieval que formó y moldeó a los conquistadores.
A partir de diarios, cartas, crónicas, biografías, instrucciones, historias, epopeyas, encomios y tratados elaborados por los conquistadores, sus defensores y sus detractores, he intentado tejer una historia que a menudo muestra hilos sorprendentes y desconocidos. Con su fusión tardomedieval de fe y gloria y su compromiso con formas de organización política en las que cualquier separación de lo temporal y lo espiritual se habría considerado absurda, los conquistadores pueden parecernos enteramente retrógrados. Sin embargo, a pesar de todas sus innegables deficiencias, su historia solo se puede valorar de forma adecuada si nos abrimos y somos receptivos a un mundo cultural que, por muy ajeno que pueda parecernos, era tan humano, y tan falible, como el nuestro.
Herrera, 2018, p. 807.
Macaulay, 1848, p. 109.
A propósito de esta tradición, a menudo soslayada, véase Mackenthun, 1997, p. 66. Mackenthun escribe que, hasta principios del siglo xvii , España no era tanto una rival como “precursora y modelo de la acción y la ideología colonial inglesa”.
Irving, 1987.
Véanse las obras clásicas de Prescott, 2003; Prescott, 2006.
Pasaron casi treinta años hasta que Shackleton devolvió la propuesta a Patrick Leigh Fermor. “Los editores con los que estaba trabajando, bastante flojos, no aceptaron tu propuesta –escribió–. Ellos se lo perdieron, porque pienso que habría sido un libro maravilloso”. Le estoy muy agradecido a Adam Sisman por permitirme ver su transcripción de esta carta, recientemente descubierta por él entre los documentos de Patrick Leigh Fermor conservados en la National Library de Escocia.