Considerada unánimemente por la crítica como la obra maestra de Emst Jünger, Sobre los acantilados de mármol trata de uno de esos momentos en que la acción humana parece deslizarse hacia lo demoníaco. A través de la evocación del narrador vemos cómo la paz y la armonía que reinan en la Marina —comarca simbólica donde se desarrolla la acción— se ven progresivamente amenazadas por las huestes del Gran Guardabosques, arquetipo emblemático del último nihilismo. Acabada de escribir poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial y de la incorporación a las filas del autor, muchos de los acontecimientos que en la novela se relatan fueron utilizados como clave para descifrar los difíciles tiempos que sacudían a Europa. Sin embargo, Sobre los acantilados de mármol es un texto de resonancias clásicas que hace aparecer aquellas realidades intemporales que se repiten en la historia y cuyo objetivo es poner de manifiesto cómo en «los momentos de descomposición el racionalismo representa el principio decisivo». Para ello se sirve Jünger de una prosa transparente y sólida, carente de vibraciones y torceduras, que hace cobrar vida incluso a los más insignificantes elementos de la naturaleza, testigo omnipresente y decisivo de cuanto acontece. «Creo haber conseguido en este trabajo de fantasía —apuntaría el autor en su diario— páginas que pueden compararse con las mejores que ha producido la lengua alemana». Transcurrido más de medio siglo desde la primera publicación de Sobre los acantilados de mármol, esta frase cobra el valor de una sobria constatación.
Ernst Jünger
Sobre los acantilados de mármol
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Trips 25.09.14
Título original: Auf den Marmor-Klippen
Ernst Jünger, 1939
Traducción: Tristán La Rosa
Editor digital: Trips
Corrección de erratas: Trips
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ERNST JÜNGER. Nació el 29 de marzo de 1895 en el seno de una familia burguesa en Heidelberg. Recibió una educación humanista pero cargada de tintes nacionalistas y prusianos, que hicieron de él un adolescente intolerante y radical. Cursó estudios en internados y colegios en Hannover, Schwarzenberg, Braunschweig, Wunstdorf o Hamelin. Con apenas 17 años se enrola en la Legión Extranjera, de la que su padre le rescata un mes después.
Participó en la I Guerra Mundial, experiencia que volcó en Tempestades de acero (1920). El libro vende más de 50.000 ejemplares en Alemania y otorga notoriedad al joven escritor que decide dejar el uniforme. Condecorado con la más alta distinción prusiana por su valor en la guerra de 1914, tenía una de las mayores colecciones de insectos del mundo y poseía decenas de relojes de arena y miles de libros antiguos. Cursó estudios de Zoología en la Universidad de Leipzig y en la Oriental de Nápoles (1923-1925).
Aunque defendió la movilización militar en la década de los 30, quedó decepcionado por el nacionalsocialismo. Escribe, Sobre los acantilados de mármol (1939) una denuncia del régimen de Hitler que fue prohibida. En la II Guerra Mundial fue oficial en París; donde conoció a Pablo Picasso, Jean Cocteau y donde se hizo amigo del filósofo Martin Heidegger. En el año 1943, escribió el panfleto La paz, una llamada al fin de la guerra.
Se retiró en la Selva Negra, para dedicarse al estudio de la entomología y la botánica. Sostenía que el mundo moderno está determinado por el Poder. Así lo expone en El problema de Aladino (1983). Desde que en los años 50 entablara amistad con Albert Hofmann, el creador de la LSD, varios de sus libros versaron de forma directa o indirecta sobre la experiencia psicodélica. Entre sus obras destacan Heliopolis (1949), Abejas de cristal (1957) y la colección Intenciones sutiles (1967).
En 1925, contrae matrimonio con Gretha von Jeinsen, de la que tendrá dos hijos y con la que vivirá más de 30 años. Poco después de su muerte, volvió a desposarse con Liselotte Lohrer, traductora y helenista, con la que realizó numerosos viajes.
Al cumplir 100 años fue visitado por el canciller alemán Helmut Kohl y el presidente israelí Chaim Herzog.
Ernst Jünger falleció el 17 febrero de 1998 en la localidad de Wilflingen, donde residía desde el final de la II Guerra Mundial.
Notas
[1] En francés en el original.
I
Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver más y de los cuales estamos más implacablemente separados que por cualquier distancia. Y las imágenes de la vida son más seductoras todavía vistas en el reflejo que nos dejan, y pensamos en ellas como en el cuerpo de una amada difunta que reposara bajo tierra y que de pronto se nos apareciera, como un luminoso espejismo. Una y otra vez nos entregamos a nuestros sedientos ensueños y tratamos de revivir el pasado, deteniéndonos ante cada uno de sus pormenores y de sus detalles. Y cuando tal hacemos nos parece que nunca hemos sabido apurar las posibilidades de la vida y del amor, pero nuestro arrepentimiento no puede hacer emerger lo que en definitiva se ha hundido para siempre en la nada. ¡Ojalá que este sentimiento fuera una lección que pudiéramos tener presente en cada momento de felicidad!
Y el recuerdo es todavía más dulce cuando se refiere a unos años de felicidad que terminaron de una manera súbita, inopinadamente. Únicamente entonces nos percatamos de que para nosotros, los humanos, ya es una suerte vivir en nuestras pequeñas comunidades, bajo un techo apacible, gozando de amables conversaciones y siendo cariñosamente saludados por la mañana y por la noche. Pero, ¡ah!, siempre es demasiado tarde cuando nos percatamos de que con todo ello el cuerno de la abundancia se volcó generosamente sobre nosotros. Así, con profunda añoranza, recuerdo yo la época en que vivíamos en la gran Marina, y aquellos años reviven en mí tocados de una mágica aureola. Cierto que de vez en cuando nos parecía que alguna preocupación o algún pesar oscurecía la dicha de aquellos días. El Gran Guardabosque, sobre todo, nos hacía estar en continua alerta. Por esto vivíamos muy austeramente y vestíamos de una manera sencilla, aunque ningún voto nos obligaba a llevar aquella existencia. Dos veces al año, en primavera y en otoño, dejábamos que el sol sazonara las uvas.
En otoño bebíamos como suele hacerlo la gente entendida, rindiendo así homenaje a los exquisitos vinos que se recogen en las pendientes meridionales de la gran Marina, que son orgullo de ésta. Por las tardes, cuando a través de los rojos emparrados y los oscuros racimos llegaban hasta nosotros las alegres voces de los leñadores, cuando las prensas comenzaban a rechinar en los pueblos y aldeas y el olor de orujo fresco ya fermentado llegaba hasta los patios de las casas, nos íbamos a las tabernas y a casa de los toneleros y los viñadores, y brindábamos con ellos en los panzudos jarros. Allí, en las tabernas y bodegas, siempre encontrábamos alegres compañeros, pues dado que el país es rico y hermoso, existen en él personas despreocupadas entre las que el ingenio y el buen humor se cotiza como moneda de gran valía.