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Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght - La renta Básica

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Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght La renta Básica

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El debate sobre una renta básica de ciudadanía lleva ya décadas en Europa pero es ahora, con los nuevos movimientos sociales y políticos, que ha retomado su protagonismo. Hoy en día resulta difícil imaginar el futuro de nuestros sistemas de protección social sin tomar en consideración la renta básica, una medida cuyo principio es el de asignar a todos los ciudadanos, sin excepción, un ingreso de base acumulable a cualquier otro tipo de ingreso. Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght consideran la renta básica parte del paquete de bienes primarios que, para todos e incondicionadamente, configura la libertad efectiva.


En su esfuerzo por ofrecer una visión de conjunto clara y bien documentada, los autores plantean un debate desde múltiples perspectivas para proporcionar al lector una base sólida y una herramienta para reflexionar sobre la posibilidad de incluirlo como programa de cambio social y político.

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Para Rebecca, Jonathan, Benjamin, Sarah, Nils, Tim y Dries,

con la esperanza de que este libro contribuya a hacer más justo

el mundo en el que vivirán.

PROPUESTAS DE IZQUIERDA
EN TIEMPO DE TRIBULACIONES

No es verdad que en 1972, cuando Nixon le preguntó a Zhou Enlai su opinión sobre la Revolución Francesa, el líder chino contestara que todavía era demasiado pronto para valorarla. Según parece, se entendieron mal. Zhou Enlai creyó que le preguntaban por Mayo del 68 y, sin saber qué decir, se salió por peteneras. Una pena. Porque, también esta vez, se escribía recto con los renglones torcidos: la respuesta, inapropiada para la sobredimensionada revuelta estudiantil, resultaba más que ajustada para referirse a los acontecimientos que consagraron para la civilización a aquel verano de 1789. La historia política de los dos últimos siglos, y, por lo que parece, la que vamos a transitar en los tiempos más inmediatos no se entienden sino como una lucha por concretar institucionalmente el famoso lema acuñado por los revolucionarios parisinos.

Por el lema en su versión extendida, el de los momentos de mayor fervor democrático, el mismo que figurará en la tumba de Marat: «Unité, Indivisibilité de la Republique, Liberté, Égalité, Fraternité». Completo e indivisible, incluida la olvidada apelación a la unidad, porque, cuando está asegurada la libertad, nadie es más que nadie en sus derechos y hay compromiso compartido con principios de justicia, no cabe amenazar con marcharse con lo que es común, de todos, el territorio político porque no nos gustan las decisiones que hemos aceptado democráticamente Por eso, el 10 de mayo de 1793 la Convención proclamará «l’unité et l’indivisibilité de la République». Sobre ese pie se sostiene, como se verá, la justicia distributiva y, también, la defensa de una distribución que es condición de la libertad ciudadana.

De los cuatro lemas, la igualdad será el de mayor recorrido. Y el que más desordenó el mundo mental de los protagonistas. Abundan los testimonios de cómo la simple idea de juzgar a un rey abismaba las conciencias hasta de los más convencidos. No había para menos. Tomarse en serio que se habían acabado los privilegios asociados a la sociedad estamental equivalía a inaugurar un mundo. La igualdad lo atravesaba todo. En 1789 la Asamblea Nacional, casi en las mismas fechas en que votaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobó los llamados Decretos de Agosto cuyo nervio fundamental era la idea de que todos los franceses gozarían de los mismos derechos y estarían sujetos a las mismas leyes, sin lugar para las excepciones: «Todos los privilegios especiales de las provincias, principalmente condados, cantones, ciudades y comunidades de habitantes, ya sean financieros o de cualquier otro tipo, quedan abolidos sin indemnizaciones, y serán absorbidos dentro de los derechos comunes de todos los franceses». La ciudadanía será la concreción más cuajada del ideal igualitario. Todos deberán tener los mismos derechos, y el primero, el derecho a hacerse oír, al voto.

El destino ya no estaba atado al origen. Al contrario, había un afán de dinamitar la procedencia, de deshacerse de cualquier herencia. Como nos recordará Tocqueville: «Nada omitieron con tal de hacerse irreconocibles». Se anticipaba ya el verso de La Internacional: «Del pasado hay que hacer añicos». La emancipación que inauguraba el ideal de ciudadanía, que comenzó por atacar la tiranía del origen, esa maldición que avecina a los nacionalismos con las sociedades estamentales, alcanzará a los más imprevistos rincones de la vida social, desde los calendarios hasta los topónimos. En nombre de la igualdad se querrá borrar las menores huellas del pasado. La carga de la prueba le corresponderá a quien se oponga a la igualdad. Cuando en los Decretos de Agosto de 1789 se afirmaba que «las distinciones sociales se basarían solamente en la utilidad general», lo que venía a decir es que, de entrada, la apuesta era por la igualdad y, si acaso, lo que necesitaba justificación era salirse de ese carril.

E L LARGO CAMINO DE LA IGUALDAD

A partir de ahí, el topo de la igualdad comenzó su andadura: si nacer en una familia no podía otorgar privilegios, tampoco se veía porque la falta de propiedad, el color de la piel o el sexo eran motivos para privar de la condición de ciudadano y, en particular, del derecho al voto. Y la historia no tenía porque parar ahí. Parafraseando la consigna que popularizaron los revolucionarios americanos, el germen que se estaba sembrando se puede condesar en el lema: ninguna desigualdad (es justa) sin responsabilidad. Dicho de otro modo: solo están justificadas las desigualdades que son resultado de las elecciones de los individuos. No parece justo que Tamara Falcó cobre 10.000 euros por (la suerte de) ser la hija de Isabel Preysler y, aun menos, que, cuando su madre se empareje por Vargas Llosa, duplique su cotización. Venir al mundo en una familia rica, en una parte de un país o con algunas habilidades especiales no podía justificar un acceso privilegiado a la educación, la sanidad, la riqueza o el bienestar. Otra cosa es que el insensato temerario o el gandul vocacional quieran ingresar tanto como el trabajador sin tregua o el ahorrador prudente. Nadie merece premios o castigos por lo que le viene dado y, por lo mismo, cada cual ha de asumir las consecuencias de la vida que elige. Habría, por tanto, que compensar a aquellos menos dotados, marginados, víctimas de exclusiones o que han sufrido infortunios de los que no son responsables y, a los otros, enfrentarlos a las consecuencias asumidas de sus decisiones, a los retos que habían elegido. De nuevo, contra la tiranía del origen.

No es menor la potencia del ideal igualitario. Sobre todo si se apuntala con la idea de responsabilidad, que sostiene tantas de nuestras valoraciones cotidianas: cuando optamos por «perdonar al que no sabe lo que hace» y encarcelar al criminal calculador; cuando premiamos los esfuerzos de los estudiantes; cuando condenamos a los que, pudiendo trabajar, viven del trabajo de otros sin su consentimiento directo o indirecto; cuando defendemos la democracia porque creemos que deben participar —esto es, ser responsables— todos los afectados por las decisiones; cuando reprochamos la complicidad, los votos o el silencio de tantos durante tanto tiempo ante el miedo impuesto por los terroristas de ETA. En tales casos asumimos que la responsabilidad está en el origen de premios y castigos, de retribuciones especiales o de sanciones morales. Mientras no aparezca, todos merecen un trato igual.

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