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Sharma - El monje que vendió su Ferarri

Aquí puedes leer online Sharma - El monje que vendió su Ferarri texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2012;2010, Editor: Knopf Doubleday Publishing Group, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Sharma El monje que vendió su Ferarri
  • Libro:
    El monje que vendió su Ferarri
  • Autor:
  • Editor:
    Knopf Doubleday Publishing Group
  • Genre:
  • Año:
    2012;2010
  • Índice:
    5 / 5
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El monje que vendió su Ferarri: resumen, descripción y anotación

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El monje que vendi? su Ferrari es la sugerente y emotiva historia de Julian Mantle, un super abogado cuya vida estresante, desequilibrada y obsesionada con el dinero acaba provoc?ndole un infarto. Ese desastre provoca en Julian una crisis espiritual que le lleva a enfrentarse a las grandes cuestiones de la vida. Esperando descubrir los secretos de la felicidad y el esclarecimiento, emprende un extraordinario viaje por el Himalaya para conocer una antiqu?sima cultura de hombres sabios. Y all? descubre un modo de vida m?s gozoso, as? como un m?todo que le permite liberar todo su potencial y vivir con pasi?n, determinaci?n y paz. Escrito a modo de f?bula, este libro contiene una serie de sencillas y eficaces lecciones para mejorar nuestra manera de vivir. Vigorosa fusi?n de la sabidur?a espiritual de Oriente con los principios del?xito occidentales, muestra paso a paso c?mo vivir con m?s coraje, alegr?a, equilibrio y satisfacci?n.

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El monje que vendió su Ferarri — leer online gratis el libro completo

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Luz

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Índice

Para mi hijo Colby por hacerme pensar día a día en todo lo bueno de este - photo 1
Para mi hijo Colby por hacerme pensar día a día en todo lo bueno de este - photo 2

Para mi hijo Colby,
por hacerme pensar día a día en todo
lo bueno de este mundo.Dios te bendiga

A GRADECIMIENTOS

El monje que vendió su Ferrari ha sido un proyecto muy especial que ha visto la luz gracias al esfuerzo de gente también muy especial. Estoy profundamente agradecido a mi magnífico equipo de producción y a todos aquellos cuyo entusiasmo y energía han hecho posible que este libro sea una realidad, en especial a mi familia de Sharma Leadership International. Vuestro compromiso y sentido del éxito me conmueve de veras.

Gracias especiales:

A los millares de lectores de mi primer libro, MegaLiving!, que tuvieron la bondad de escribirme y compartir sus historias de éxito o asistir a mis seminarios. Gracias por su apoyo y su cariño. Ustedes son la razón de que yo haga lo que hago.

A Karen Petherick, por tus incansables esfuerzos para que este proyecto cumpliera los plazos previstos.

A mi amigo de la adolescencia John Samson, por tus perspicaces comentarios sobre el primer borrador, y a Mark Klar y Tammy y Shareef Isa por vuestra valiosa aportación al manuscrito.

A Ursula Kaczmarczyk, del departamento de Justicia, por todo el apoyo.

A Kathi Dunn por el brillante diseño de la cubierta. Creía que nada podía superar a Timeless Wisdom for Self-Mastery. Me equivocaba.

A Mark Victor Hansen, Rick Frishman, Ken Vegotsky, Bill Oulton y, cómo no, a Satya Paul y Krishna Sharma.

Y, sobre todo, a mis maravillosos padres, Shiv y Shashi Sharma, que me han guiado y ayudado desde el primer día; a mi leal y sabio hermano Sanjay Sharma y a su esposa, Susan; a mi hija, Bianca, por su presencia; y a Alka, mi esposa y mejor amiga. Todos vosotros sois la luz que ilumina mi camino.

A Iris Tupholme, Claude Primeau, Judy Brunsek, Carol Bonnett, Tom Best y Michaela Cornell y el resto del extraordinario equipo de HarperCollins por su energía, entusiasmo y fe en este libro. Gracias muy especiales a Ed Carson, presidente de HarperCollins, por ser el primero en ver el potencial de esta obra, por creer en mí y por hacerlo posible.

La vida, para mí, no es una vela que se apaga. Es más bien una espléndida antorcha que sostengo en mis manos durante un momento, y quiero que arda con la máxima claridad posible antes de entregarla a futuras generaciones.

G EORGE B ERNARD S HAW

UNO
El despertar

Se derrumbó en mitad de una atestada sala de tribunal. Era uno de los más sobresalientes abogados procesales de este país. Era también un hombre tan conocido por los trajes italianos de tres mil dólares que vestían su bien alimentado cuerpo como por su extraordinaria carrera de éxitos profesionales. Yo me quedé allí de pie, conmocionado por lo que acababa de ver. El gran Julián Mantle se retorcía como un niño indefenso postrado en el suelo, temblando, tiritando y sudando como un maníaco.

A partir de ahí todo empezó a moverse como a cámara lenta. «¡Dios mío —gritó su ayudante, brindándonos con su emoción un cegador vislumbre de lo obvio—, Julián está en apuros!» La jueza, presa del pánico, musitó alguna cosa en el teléfono privado que había hecho instalar por si surgía alguna emergencia. En cuanto a mí, me quedé allí parado sin saber qué hacer. No te me mueras ahora, hombre, rogué. Es demasiado pronto para que te retires. Tú no mereces morir de esta forma.

El alguacil, que antes había dado la impresión de estar embalsamado de pie, dio un brinco y empezó a practicar al héroe caído la respiración asistida. A su lado estaba la ayudante del abogado (sus largos rizos rozaban la cara amoratada de Julián), ofreciéndole suaves palabras de ánimo, palabras que él sin duda no podía oír.

Yo había conocido a Julián Mantle hacía diecisiete años, cuando uno de sus socios me contrató como interino durante el verano siendo yo estudiante de derecho. Por aquel entonces Julián lo tenía todo. Era un brillante, apuesto y temible abogado con delirios de grandeza. Julián era la joven estrella del bufete, el gran hechicero. Todavía recuerdo una noche que estuve trabajando en la oficina y al pasar frente a su regio despacho divisé la cita que tenía enmarcada sobre su escritorio de roble macizo. La frase pertenecía a Winston Churchill y evidenciaba qué clase de hombre era Julián: «Estoy convencido de que en este día somos dueños de nuestro destino, que la tarea que se nos ha impuesto no es superior a nuestras fuerzas; que sus acometidas no están por encima de lo que soy capaz de soportar. Mientras tengamos fe en nuestra causa y una indeclinable voluntad de vencer, la victoria estará a nuestro alcance.»

Julián, fiel a su lema, era un hombre duro, dinámico y siempre dispuesto a trabajar dieciocho horas diarias para alcanzar el éxito que, estaba convencido, era su destino. Oí decir que su abuelo fue un destacado senador y su padre un reputado juez federal. Así pues, venía de buena familia y grandes eran las expectativas que soportaban sus espaldas vestidas de Armani. Pero he de admitir una cosa: Julián corría su propia carrera. Estaba resuelto a hacer las cosas a su modo... y le encantaba lucirse.

El extravagante histrionismo de Julián en los tribunales solía ser noticia de primera página. Los ricos y los famosos se arrimaban a él siempre que necesitaban los servicios de un soberbio estratega con un deje de agresividad. Sus actividades extracurriculares también eran conocidas: las visitas nocturnas a los mejores restaurantes de la ciudad con despampanantes topmodels, las escaramuzas etílicas con la bulliciosa banda de brokers que él llamaba su «equipo de demolición», tomaron aires de leyenda entre sus colegas.

Todavía no entiendo por qué me eligió a mí como ayudante para aquel sensacional caso de asesinato que él iba a defender durante ese verano. Aunque me había licenciado en la facultad de derecho de Harvard, su alma máter, yo no era ni de lejos el mejor interino del bufete y en mi árbol genealógico no había el menor rastro de sangre azul. Mi padre se pasó la vida como guardia de seguridad en una sucursal bancaria tras una temporada en los marines. Mi madre creció anónimamente en el Bronx.

El caso es que me prefirió a mí antes que a los que habían cabildeado calladamente para tener el privilegio de ser su factótum legal en lo que se acabó llamando «el no va más de los procesos por asesinato». Julián dijo que le gustaba mi «avidez». Ganamos el caso, por supuesto, y el ejecutivo que había sido acusado de matar brutalmente a su mujer estaba ahora en libertad (dentro de lo que le permitía su desordenada conciencia, claro está).

Aquel verano recibí una suculenta educación. Fue mucho más que una clase sobre cómo plantear una duda razonable allí donde no la había; eso podía hacerlo cualquier abogado que se preciara de tal. Fue más bien una lección sobre la psicología del triunfo y una rara oportunidad de ver a un maestro en acción. Yo me empapé de todo como una esponja.

Por invitación de Julián, me quedé en el bufete en calidad de asociado y pronto iniciamos una amistad duradera. Admito que no era fácil trabajar con él. Ser su ayudante solía convertirse en un ejercicio de frustración, lo que comportaba más de una pelea a gritos a altas horas de la noche. O lo hacías a su modo o te quedabas en la calle. Julián no podía equivocarse nunca. Sin embargo, bajo aquella irritable envoltura había una persona que se preocupaba de verdad por los demás.

Aunque estuviera muy ocupado, él siempre preguntaba por Jenny, la mujer a quien sigo llamando «mi prometida» pese a que nos casamos antes de que yo empezara a estudiar leyes. Al saber por otro interino que yo estaba pasando apuros económicos, Julián se ocupó de que me concedieran una generosa beca de estudios. Es verdad que le gustaba ser implacable con sus colegas, pero jamás dejó de lado a un amigo. El verdadero problema era que Julián estaba obsesionado con su trabajo.

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