A todas las mujeres que en los peores momentos tuvieron
la generosidad de abrirme sus puertas y compartir,
no sin esfuerzo, su experiencia, sus preguntas, sus dudas,
sus reflexiones, sus miedos, sus ilusiones, sus lágrimas
y su fortaleza.
A Pilar Monteagudo, Isabel Crevillent, Isabel Blanco
—querida Isabelita—, María del Mar Rodríguez, Dolores Torres, Eva Díaz, Laura Gallardo, Amparo Arteaga, Mercedes López, María Gracia Díez, María Eugenia
de la Peña, María del Mar Martín y, muy especialmente,
a María Ángeles Anaya.
Para mi abuela
Si nos comprometemos hoy, todos unidos, unidas, a crear un mundo libre de violencia contra las mujeres y las niñas, lograremos detener el crimen más universal e impune de todos: la violencia física, emocional, económica y sexual que se comete contra la mitad de la población del planeta.
Conclusión del Foro Mundial contra la Violencia
Valencia, 2000
Nos es grato haber nacido mujeres y lo que queremos es vivir el placer de serlo. La libertad de pensar, de decir, de hacer y de ser lo que nosotras decidamos. Incluida la libertad de equivocarnos.
Librería de Mujeres de Milán
La utopía está en el horizonte:
cuando yo camino dos pasos
ella se aleja dos pasos.
Yo camino diez pasos
y ella está diez pasos más lejos:
¿Para qué sirve la utopía?
Sirve para eso: para camina r.
Eduardo Galeano
Todas íbamos a ser reinas,
y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán.
Gabriela Mistral
PRÓLOGO
AVES DE RAPIÑA
Esto no es una lamentación, es el grito de un ave de rapiña.
Clarice Lispector
Finalizo la lectura de Íbamos a ser reinas de Nuria Varela, un libro como los hay pocos, una investigación seria, rigurosa y documentada sobre la violencia de género que no solo denuncia lo existente sino se aventura en indagar sus causas, haciendo un aporte sustancial a una temática incómoda y sistemáticamente eludida. No es frecuente, dada la enorme actividad que manifiesta el mundo editorial, calificar una publicación como urgente y como necesaria ; pareciera que en la maraña de las numerosas páginas impresas, bien podríamos vivir sin tantas de ellas.
Sin embargo, en este caso vale la pena detenerse. Vale la pena escuchar. Muchas voces vendrán a inundarnos, testimonios dramáticos sin edad ni clase ni raza, que se unifican entre ellos por una sola razón: por provenir de los labios de una mujer. Pero no son historias de vida plasmadas al azar; la habilidad de la autora consiste en tomarlas y desmenuzarlas de tal modo que en el proceso va entregando elementos valiosísimos para comprender este fenómeno: nos remite a su origen —eterno, por cierto— y luego nos trae al presente, exhibiendo las trampas en que se envuelve la generación de esta violencia específica —en palabras de Nuria Varela: sus mentiras y complicidades— y a partir de ello, traza un virtual itinerario que permite imaginar y soñar con su fin. Una utopía válida. Por ello, afirmo sin pudores: sí, es esta una publicación urgente y necesaria.
Finalizo la lectura y permanezco inmóvil, en silencio, arrinconada en una esquina de la habitación, como si cualquier movimiento, el más mínimo, pudiese traerme el dolor de las otras, no solo a mis ojos, también a mi cuerpo, ese cuerpo en donde se materializa la desigualdad milenaria, allí donde han asestado la injusticia por un solo motivo: por ser el cuerpo de una mujer. En este instante, yo soy la castigada, la invisible, soy la maltratada. ¿Quién ha cavado estos agujeros? ¿Quién ha roto mi mirada? ¿Quién ha desoído mi respiración de espanto? ¿Quién ha cortado, golpe a golpe, los pedazos que me arman? Me repliego, muda, las palabras vuelan lejos, no las sujeto, como si me esquivasen desde el principio de los siglos, palabras vacías que se deletrean sonido a sonido perdiendo su significado. Como toda criatura marginada, expoliada, espiada y exiliada, me quedo sin lenguaje.
Entonces recuerdo que existe el grito. Que puedo gritar. No lamentarme, que en eso nos hemos pasado la vida, de pura niebla se convertiría el firmamento si juntásemos los lamentos dispersos de cada una, opacaríamos al sol para siempre y nos gusta tanto el sol. Tampoco silenciarme, de ello ya tenemos bastante, sílabas opacas cayendo a un vacío que no controla mi boca. Ni llorar. La hora del llanto ya se heló, copó todas las vasijas. Rebasó la peor de las lluvias precipitadas.
¡Ni una lágrima más! Es la hora del grito. El grito: el más feroz llamado, el más ronco y sonoro alarido. Es la hora del alba, aquella que escucha a las aves de rapiña, también la del atardecer y la del mediodía porque estas aves se las arreglan para ser siempre escuchadas. Buitre o águila, aves carnívoras de sangre caliente, pico robusto y garras fuertes, aves cuyo bello plumaje desafía a otras, a aquellas de color pardo, verdoso y amarillento, que anidan en la tierra y se dejan coger con facilidad. Es que sus gritos contagian, toda ave que las escucha anhelará vociferar junto a ellas, ni la más desértica se mantendrá indiferente, se levantarán, dejarán sus nidos, olvidarán la oscuridad —ese oscuro rotundo que les impide recordar las formas y los colores—, la intemperie no las acobardará, por unos momentos no le temerán al desamparo, y el aire impenetrable se volverá transparente. Entonces, emprenderán el vuelo. Un caos el cielo con tanto grito. Un jolgorio.
Será el comienzo del deseo.
Le robaremos el verso a Neruda y gritaremos con una sola voz: sube a nacer conmigo, hermana. Porque siempre, siempre se puede volver a nacer.
Marcela Serrano
Diciembre de 2001
NOTA DE LA AUTORA
Quien bien te quiere te hará llorar y otras
grandes mentiras de la historia
Estaba delante de mí, las muletas apoyadas en el sillón, una muñeca vendada y las lágrimas paseándose por sus mejillas sin que ella les hiciera caso, como si fuese algo natural, como pestañear. Apenas me miraba a los ojos mientras desmenuzaba recuerdos. De pronto susurró: «estoy enamorada, le quiero». Han pasado veinticuatro años, no recuerdo su nombre, pero no he podido olvidar su cara. Era una mujer muy menuda, bajita, morena de piel y cabello. Apenas se movía, y, sin embargo, permanecer un rato a su lado hacía que te sintieras nerviosa. Sus ojos estaban hundidos, remarcados por un contorno azulado. Tristeza en estado puro.
Hacía poco más de un mes que aquella mujer sin aliento de vida había llegado al centro de acogida para mujeres maltratadas de la Federación de Asociaciones de Mujeres Divorciadas y Separadas. Su presidenta, Ana María Pérez del Campo, me había dicho: «Los maridos españoles matan más que ETA.» Era 1993 y en 1993, ETA mataba mucho. Yo me enfrentaba a mi primer reportaje sobre violencia de género. Era un tema que me preocupaba y no acababa de entender. Veía cómo morían mujeres ante la impasibilidad de todo el mundo. Apenas se reseñaban en la prensa, como mucho en las páginas de sucesos.
Comprobé la frase de Ana María. Era verdad. En España morían, mueren, decenas de mujeres a manos de sus maridos, compañeros, novios o amantes sin que se considere un problema de Estado.
Comencé a trabajar y cada día era peor. Cuando salí por primera vez del centro de acogida llevaba el estómago revuelto. Cuantas más veces crucé la puerta de aquella casa, más dudas tenía. Aquella mujer, aún coja por la última paliza de su marido y que se movía por el centro apoyándose en sus muletas, con temor, sin asomarse siquiera a la puerta, con ojos huidizos, marcada en todo el cuerpo, ¿cómo me podía decir que estaba enamorada?
Cuando terminé el reportaje solo una idea me daba vueltas en la cabeza: nos habían engañado. La Historia, la que se escribe con mayúsculas y también la que se escribe con minúsculas, se había tejido para robarnos la dignidad. El ideal de amor romántico y la institución familiar loada por la Iglesia católica y el Estado nos estaban matando. Han sido siglos de organización del mundo basándose en una pareja formada por un hombre que trabaja, gana dinero, disfruta del ocio y tiene vida pública junto a una mujer que trabaja en la casa familiar, no es propietaria de bienes, dedica su vida al cuidado de su marido y sus hijos, no tiene apenas ocio y no participa en la vida pública. Tantos siglos encerradas, despreciadas, minusvaloradas son como un ancla que nos impide vivir en libertad aun cuando las mujeres participemos desde hace décadas en el trabajo retribuido, no tengamos hijos, disfrutemos del ocio y comencemos a abrirnos espacios en la vida pública. La autoridad masculina y el reparto del poder están enraizados y apenas son cuestionados. La incorporación de las mujeres a los puestos de responsabilidad se está realizando con las mismas reglas del juego. Las estructuras permanecen inalterables.