Latini, Cielo Abzurdah. - 1a ed. - Buenos Aires : Planeta, 2013. E-Book. ISBN 978-950-49-3207-9 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863 |
© 2006, Cielo Latini
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Primera edición en formato digital: mayo de 2015
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ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-3207-9
Abzurdah
Cielo Latini
Abzurdah
Prólogo
Este libro puede tratar de muchas cosas, pero inexorablemente hablará de mí. Siempre es más fácil narrar desde el punto de vista propio. Quizá también por eso reproduje conversaciones y correos electrónicos para que no sonara tan serio.
Éste no es el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Es simplemente una versión menos estructurada y ajustada de la realidad, de los temas álgidos que con el tiempo envenenan a los adolescentes y a los no tanto. Sí voy a hablar a veces en términos médicos, no porque haya estudiado medicina, sino porque me tocó vivirlo, sufrirlo, sangrarlo, vomitarlo.
A propósito, mejor aprovecho este lugarcito para revelar que a veces soy bastante autosuficiente, egocéntrica y soberbia a la hora de escribir. Y que por cierto creo que sé más acerca de la anorexia y del suicidio que los psicólogos y los médicos que intentaron ayudarme. No es necedad. Es simplemente que creo que la experiencia no es transmisible: por ejemplo, aunque yo haya leído muchas veces que tal dolor es punzante, nunca en mi puta vida sentí una punzada. Entonces, que no me vengan a hablar a mí de los síntomas ni de lo que tengo que sentir o hacer, porque ya tuve suficiente.
Tal vez con el correr de las hojas algunos de ustedes elijan devolver el libro y cambiarlo por uno de cuentos infantiles; otros les prohíban su lectura a los pequeños lectores y muchos, muchos otros se rasquen sus partes con él. No me puede importar menos. Esto es lo que tengo para decir. Escribo simplemente como método terapéutico.
Mi historial dice que soy transgresora: un fotolog y una página web ya se encargaron de hacerme “famosa”. Argh, por favor, ¡abandoná este personaje que no deja de autocomplacerse, halagarse, amarse, porque nadie lo cree! ¡Nadie lo compra!
OK. Lo que quiero dejar en claro es esto: no busquen definiciones ni dogmas en mi testimonio. Abzurdah no es solamente lo que dicen los libros de medicina, psicología, psiquiatría o demás disciplinas especializadas (y no es por desacreditar a médicos y etcéteras, ¿eh?). Pero, como dije antes, Abzurdah es más que un puñado de definiciones. Tengo mucho que contar, fue mucho lo que sufrí. Bueno, “sufrí”... Paradójicamente hay quienes eligen estar enfermas y llega un punto donde hasta disfrutás de ello, pero ahora es temprano para hablar de esas cosas.
Por el momento, sólo diré que éste no es un libro fácil. No respecto de su escritura, pero sí en cuanto al tema y al punto de vista desde el que se mira. Aunque debo decir que con el correr de los años y de las páginas, el punto de vista de quien escribe se fue corriendo grados y graditos más a la derecha o a la izquierda dependiendo de las emociones predominantes. Pasado en claro: es jodido. Toca temas jodidos. Y si no estás dispuesto a leer cosas jodidas, andá a la librería, cambialo y que seas feliz con Charles Perrault. Yo no soy la Cenicienta, ni Hansel, ni Gretel. Soy más bien el lobo. Un lobo confundido, ultrajado y autodestructivo.
Uno
Uff… Qué difícil empezar a escribir un libro. Bueno, en primer lugar tendría que presentarme, decirles quién soy. O mejor quién no soy: no soy normal. No soy una mujer a quien las cosas le fueron difíciles en la vida: nunca me tocó sufrir dificultades de dinero, ni divorcios de padres, ni problemas escolares, digamos que siempre tuve una vida lo suficientemente calma como para aburrirme hasta límites insospechados. Lo cual no quiere decir que haya tenido una vida perfecta. Muy por el contrario: creo que tanto aburrimiento y tanto “no pasa naranja” me llevaron a angustiarme por la nada misma. Bueno, tendría que tener un par de charlas más con Néstor, mi psicoanalista, que es quien verdaderamente sabe de qué color es el repollo.
El tema es que en vez de jugar a las Barbies, yo leía cuentos. Infantiles y no tanto. Recuerdo tomar los libros que mis padres dejaban olvidados encima de mesas o pianos. Pero por sobre todas las cosas no tenía amigas. Literalmente, y no estoy exagerando, no tenía una puta amiga. Siempre fui demasiado buena, creo que ése fue mi problema. Lo que decían de mí me afectaba absolutamente demasiado y, seamos sinceros, los comentarios de los infantes pueden ser muy destructivos. Sobre todo si tenés doce años y pesas 64 kilos. Sí: 64 kilos. Medía poco más que un ficus enano y ya pesaba más que mi viejo. Era escandalosamente gorda. Abominable. Bueno, no tanto, pero esa imagen pensaba yo que los demás tenían de mí. Hasta hace poco creí que mi imagen personal era buena, que mi autoestima era elevada y reposaba en límites correctos o esperados. Pero después me di cuenta de que no era que no tenía amigas porque era gorda, sino que era gorda porque no tenía amigas.
En realidad, yo no me veía mal, pero sí me sentía mal, entonces todo lo que hacía era comer. Mis compañeras del colegio jugaban a la soga y yo comía, mis compañeros jugaban al fútbol y yo comía, ellos eran perfectos alumnos y yo comía. Mientras ellos juntaban flores, yo me enamoraba estúpidamente de Federico Rodríguez, un compañerito con anteojos que nunca me iba a prestar atención. Sólo porque pesaba 64 kilos y era rara. Y sí. Era la preferida de los profesores, nunca faltaba a clases, me pasaba los recreos caminando sola por el colegio sin emitir palabra y tocaba piano como los dioses.
Una nena que creció leyendo Bécquer, mientras sus compañeras jugaban a ver quién se pintaba los labios del color más lindo, no es normal. Y nunca invité a una amiga a mi casa. Nunca, nunca, nunca. Nunca me llamaron por teléfono (quizá de ahí mi casi fobia telefónica). Pero no exagero. Creo que ni yo me sabía mi teléfono de memoria. Bueno, era rara, atrozmente rara. No solamente porque no tenía los mismos hábitos que todas las demás, sino porque era bastante acomplejada gracias a (creía yo) mis viejos y compañeritos del colegio.
Dos ejemplos rapidísimos:
ESCENA 1
Verónica. ¡Cómo olvidarte! En algún momento pensé que era mi amiga. Resultó ser una imbécil, como todas. Y además, protagonista de uno de los peores recuerdos del maldito primer colegio al que fui. Ella, delgada y morena. Yo, casi obesa y blanca como los dientes de mi gato.
Una profesora nos pidió que alguien le alcanzase, por favor, la guitarra que estaba detrás de un mostrador de madera. Para acceder a la guitarra había que pasar por un estrecho (bueno, no tan estrecho) espacio entre pared y mostrador. Yo, voluntariosa y alumna predilecta, me levanté para hacerlo y sucedió lo obvio: no pasé. Era un tanque, admitámoslo. Verónica ––morocha, graciosa, con una sonrisa resplandeciente–– se acercó dando saltitos al cántico de: “Yo voy a Slim, voy a Slim. Yo voy a Slim, voy a Slim”.
¿Qué más puedo agregar? Verónica alcanzó la guitarra y yo me puse colorada. Y a llorar, supongo. Invento, porque no me acuerdo. Si me acordara de todas las humillaciones por las que pasé, no tendría que estar viva en este momento. Bueno, como si no hubiera intentado autoeliminarme.